OPINIÓN
El principio de la comunidad organizada
De todos los apotegmas del peronismo, el de la “comunidad organizada” es el que mejor define ese proyecto de “Nuevo Orden” que, con éxito, instaló en el país a partir de 1946.
La idea de la “organización de la comunidad” está en plena conexión con otro “principio” peronista que el General que lo inventó resumió con la máxima “no sacar los pies del plato”. La sociedad debe ser un mecano corporativo en donde a las personas se les asignan tareas por área de actividad, controladas desde una cúpula piramidal.
Se trata de la lisa y llana inaceptabilidad de las diferencias, de la absoluta intransigencia para permitir que alguien sea distinto u ostente la peregrina idea de reivindicar su individualidad.
El principio de la “comunidad organizada” era un disparo al corazón de la innovación, de la repentización, de la creatividad; era una un no absoluto a la pretensión de asomar la cabeza, a la insinuación de hacer valer la independencia personal.
El modelo de la sociedad peronista se parece mucho a un tronco petrificado: nada puede cambiar, todo debe suceder de acuerdo al molde impartido desde arriba; abajo todos son iguales y están cortados a la misma altura, nadie puede sobresalir.
La Argentina ya conocía el modelo. De “nuevo” el “orden” peronista no tenía nada. El país había vivido bajo la pretensión de la uniformidad desde 1810 hasta Caseros. El “peronismo” del siglo XIX lo habían encarnado Rosas, la Mazorca, la Santa Federación.
Ese molde inmóvil recibió un cimbronazo de aire fresco con la derrota del caudillo de Buenos Aires en 1852. Un año después un ventarrón liberal iniciaba una nueva era en el país: la organización de la “desorganización” iluminista, la rebelión herética contra lo impuesto desde arriba, el desafío descarado a lo establecido: el reemplazo del reinado de la chatura por el reinado de los sueños.
Ese sismo fue un disparo al corazón de la “comunidad organizada” de origen clerical, sustentada en la prohibición católica a pensar por uno mismo, a ser, cada uno, el dueño de su propio destino, a emprender la aventura de lo desconocido, a desafiar el orden preexistente: a sacar los pies del plato.
El pasar de tener un orden jurídico que les prohibía todo, a otro que los invitaba a “sacar los pies del plato”, los argentinos (y todos los hombres del mundo que quisieran pisar su suelo) produjeron en poco más de 60 años un milagro de impacto mundial.
Las fuerzas liberadas de la creatividad individual, el torbellino de inventiva e innovación alcanzó tal magnitud que el país se convirtió en un fenómeno inexplicable para el mundo, aun cuando el mundo sabía bien lo que ocurre cuando el ingenio humano saca los pies del plato.
Pero las fuerzas del uniformismo de raíz católica no se dieron por vencidas. Esperaron el momento adecuado para el regreso. Un momento de debilidad, de duda. Un momento en que un susto repentino de la sociedad la hiciera dudar del modelo que había adoptado, más allá de las indudables muestras de éxito y buen funcionamiento que hubiera mostrado.
Y el momento llegó: la “Santa Organización” (enemiga declarada de la herejía liberal) tendría la oportunidad de regresar.
Los fuertes cimbronazos mundiales que acarrearon el fin de la Primera Guerra se hicieron notar en la Argentina de fines de los años veinte. Una Argentina de todos modos rica y hasta opulenta.
El fin de la sociedad con el Imperio Britanico, que había hecho del país prácticamente un hijo putativo del Commonwealth, sacudió los cimientos del edificio que venía construyéndose. La sociedad se asustó y la organización fascista de la santidad católica estaba preparada para el abordaje.
Su infantería fueron los militares. La Iglesia no abandonó nunca su influencia en la formación de los cuadros del Ejército. No en vano infiltró allí los famosos “capellanes militares” para profundizar aún más la natural tendencia de estos al mando ya la obediencia a un orden superior al que no se desafía.
Se debía voltear toda la estructura que la libertad había levantado desde la jura de la Constitución hasta ese momento. Toda. No debía quedar nada. La herejía del desafío a la vida debía ser desterrada de la mente argentina. Todo lo que contribuyera a generar la idea de que uno podía triunfar y abrirse paso en la vida por sí mismo (en base al mérito, al esfuerzo personal, a la capacitación, al empuje individual) debía ser demolido en el altar de la “comunidad organizada” en la que nadie podía sacar los pies del plato y en la que reinaría un Duce que bajaría, desde lo alto, un “orden” indesafiable.
Era la restauración de la petrificación católica, de la reivindicación de la superioridad moral del pobre y de la asignación de tareas a cada uno dentro de la organicidad de la sociedad. “Unidos y Organizados”.Nadie por encima de nadie, excepto los nuevos reyes del Nuevo Orden.
Por eso se demolieron todas las herramientas que la Constitución había reconocido a los ciudadanos para que cada uno saliera de la miseria. Es más no se debía salir de la miseria porque eso era algo bastante similar a sacar los pies del plato.
Como lo prueban largamente las investigaciones del profesor de la Universidad de Bolonia, Loris Sanata,
este orden reproducía en gran medida la organización interna de los misiones jesuitas, en donde nadie sacaba los pies del plato y en donde la pobreza era una condición de honor y el pensamiento libre un sacrilegio.
Este es el sistema que gobierna la Argentina desde 1946. Y el que la había gobernado entre 1810 y 1852: el sistema de la jerarquía eclesiástica, corporativa, uniformista y obediente.
Una de las diputadas del Frente de Todos juró, en la última toma de posesión de bancas en el Congreso, por la “Santa Federación”. Los montoneros no fueron otra cosa más que un grupo católicamente mesiánico al que le parecía que las huellas fascistas que la Iglesia había plantado en el Ejército eran insuficientes y que se debía profundizar aún más al “Ejercito Nacional” en contraposición de lo que alguien llamó el “Ejercito Liberal”.
Pero por donde se lo quiera mirar, el nudo del problema argentino radica en esta lucha profunda de la cultura católico-peronista contra la herejía liberal. Bergoglio es un capitán mundial en esa batalla.
Mientras los argentinos no nos animemos a cortar las cadenas de este infierno, el país continuará desbarrancándose por las laderas de la miseria. Para ellos, para los cultores de la santidad peronista, eso no es un fracaso. Es un éxito. En esa miseria está la virtud y la pureza del espíritu…
Claro: siempre que la “la de ellos” esté a salvo.
(The Post)
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