OPINIÓN
La estadística nunca nos dirá que una sociedad se mide efectivamente por lo que pasa en ella con los más débiles
Por Eduardo B. M. Allegri
La estadística tiene varias utilidades. Una de ellas, tan frecuente, es la de calmar las conciencias. Las malas conciencias, sobre todo. Con la estadística puede hacerse cualquier cosa. Puede decirse cualquier cosa. Es una de las herramientas de la nueva sofística que, como la vieja, solamente busca el poder y usa la manipulación para obtenerlo. Y lo grave no es tanto que se manipulen las estadísticas, sino que las estadísticas manipulan.
Si la estadística nos dijera cuántos niños nacen y mueren en la Argentina, casi seguramente, mentiría. Manipularía una cifra -una cifra horrenda siempre- para que pareciera un fenómeno meteorológico y no una pena inmensa para la naturaleza humana. Por lo que los niños son, por lo que ser niño significa. En la tierra y en el Cielo. La estadística nunca nos dirá que una sociedad se mide efectivamente por lo que pasa en ella con los más débiles.
En un país como el nuestro, los más débiles no serán jamás los beneficiados por las estadísticas. Porque si hubiera que juzgar a nuestra sociedad por esos parámetros -y si la conciencia social fuera medianamente sensible- el horror sería tan hondo, la tristeza sería tan terrible, que no sería fácil soportarlos.
¿CULTURA, MORAL O POLITICA?
Hace ya bastante tiempo que la Argentina se ensaña con los débiles. Ultimamente, entre gritos de victoria y de felicidad, se ensaña con los niños -nacidos y por nacer- y se apresta a ensañarse con la otra punta débil de la vida humana: los viejos. Los débiles viejos que una quizá próxima e indeseable eutanasia querrá descartar.
Es cultural, dicen algunos. Es la política, dicen otros. Es así ahora, dicen por allá. Es una crisis moral, dicen por el otro lado.
Es el mal, dice un servidor. El mal en la cultura, el mal en la política, el mal en el tiempo. El mal moral.
Es malo ser malo. Siempre. Y es malo que una sociedad quiera ser mala, perversa, dañina. Que quiera aplastar al débil, que quiera celebrar a los perversos: perversos en el homicidio, perversos en la educación pervertida, perversos en la familia destruida, perversos en la abyección y el envilecimiento que quieren para los débiles. Empobrecerlos y hambrearlos, humillarlos, manipularlos.
Y perversos cuando les dan a los débiles, y como consuelo miserable, un horrible placebo de felicidad: derechos que no son derechos, salud que es enfermedad, educación que es adoctrinamiento y malversación de la inocencia o la virtud.
Las sociedades de los hombres no se gobiernan solas. Hay quienes las gobiernan, quienes dictan sus leyes, quienes imparten justicia. Hay quienes las conducen.
En la Argentina, un día, amanecemos y nos enteramos de que dicen que dos mujeres han matado a golpes a Lucio Dupuy, en La Pampa. Y que Lucio Dupuy tenía cinco años cuando dejó de sufrir. Porque nos cuentan que estuvieron maltratándolo espantosamente durante años. Nos dicen que su cuerpo muerto está lleno de cicatrices, que lo han molido a golpes, que lo han quemado con cigarrillos, que lo han abusado y manipulado emocional y afectivamente, que lo han ido destruyendo día a día. Nos dicen que la justicia se los dio, se los encargó. Se los entregó, en un sentido y en el otro, más asqueroso. Nos dicen que las dos mujeres se ayuntaron. Que usan pañuelos verdes, que militan la muerte de los niños por nacer, que les gusta ponerse en pedo, yirar, fumar porros. Nos dicen que son un matrimonio o concubinato que no es ni una cosa ni la otra. Nos dice que son crueles. Y que ambas detestan a Lucio Dupuy, como detestan a los niños por nacer.
Y nos dice también que Lucio murió solo. Entregado a la crueldad de dos perversas. Pero entregado también a las leyes que lo permitieron y que permitieron el calvario del inocente. Que la justicia no vio ni oyó nada. Que nadie alrededor hizo nada, ni pudo, ni supo.
Lucio Dupuy es un hijo de la sociedad de los niños muertos. En poco tiempo más será hijo de las estadísticas.
Y las gentes que gobiernan, que legislan (perversamente), que se ocupan (horrendamente) de la justicia, de la seguridad, de la educación, de la salud, harán entrar a Lucio Dupuy en las estadísticas, para decirnos que no es la mayoría, que es el tanto por ciento. Pero Lucio Dupuy es un hijo más de la sociedad de los débiles maltratados y muertos. De la Argentina que maltrata y elimina a los débiles. Sin grieta, sin cálculo y componenda política, sin palomas, sin halcones.
Pero los que gobiernan, los que legislan (perversamente), los que se ocupan (horrendamente) de la justicia, de la seguridad, de la educación, de la salud, no son de otro planeta. Son argentinos. Y están donde están decidiendo la muerte de los muertos, la perversión y el maltrato de la sociedad que gobiernan y a la que pertenecen. Y no están allí porque sí. Están donde están porque pidieron permiso para estar allí y la sociedad se lo dio.
EMBLEMA DE UNA LUCHA EXTRAÑA
Lucio Dupuy, por un rato, será el emblema de una lucha extraña, que tiene mucho de innoble también. Los medios de todas las tendencias se ocuparán de eso. Los mismos medios que se han ocupado de difundir muchas de las hebras con que se tejió la sociedad de los niños muertos y del maltrato a los verdaderamente débiles.
Pero Lucio Dupuy es un niño de cinco años que fue torturado y murió a golpes por dos mujeres en La Pampa. Es la Argentina la que tiene que ponerse en pie y defender a los Lucio Dupuy que sufren, a los que peligran en el vientre de sus madres, a los Lucio de todas las edades, a las familias (las verdaderas familias) de los Lucio.
La Argentina de la buena vida -y de los que se dan la buena vida a costa de la Argentina- tiene que terminarse alguna vez. Alguna vez tiene que llegar la Argentina de la vida buena. Dios quiera. Pero no va a llegar sola. También habrá que hacerla.
(LA PRENSA)
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