ELEFANTES EN LA LUNA DE CRUZ DEL EJE

HISTORIAS /

En su largo viaje a la Tierra, los elefantes descansaron en la Luna

Por Walter R. Quinteros

A esta altura de mi vida, quiero volver a la casa donde yo nací. La casa donde yo nací, era la casa de mi abuelo. La casa de mi abuelo estaba en Dean Funes.

A mi me parecía que si los abuelos de antes se peleaban entre ellos estaba mal. Porque todos en la casa lloraban. Las vecinas multiplicaban sus chismes. La gente hablaba. Y las abuelas de antes armaban sus valijas y se iban sin decir adiós. Mi abuelo terminó su vida peleado con mi abuela. Y sin casa. ¿Y sus sueños?

A nadie se le ocurrió inventar un teléfono público que funcione con monedas y, que al discar el número 19 le pida a la operadora que quiere hablar con sus abuelos sobre eso. Como era antes.

También tengo pensado, podría ser que haya un lugar donde los artesanos fabriquen sueños y que los vendan a buen precio, porque serían sueños nuevos. (Aunque los sueños antiguos son más caros y ya no se consiguen) He visto eso, y son cosas que me recuerdan a mis abuelos cuando estaban juntos. Los abuelos de antes gastaban dinero en sueños nuevos, para que disfruten sus hijos. Aunque sabían arreglar los sueños viejos. Los he visto, agarraban alambre, un poco de clavos y mantenían sus sueños a martillazos mientras un tropel de parcas los acechaba soplándoles la nuca canosa y arrugada.

Los abuelos de antes, a veces, sacaban un envoltorio de papel de diarios del bolsillo del saco, lleno de caramelos, y te lo entregaban sin que tu madre lo supiera. Esos, eran claros indicios del fuerte amor que proclamaban hacia vos en tu carácter de criatura compinche...

Les cuento que a veces sueño con sus sueños.

En la casa de mi abuela había una hermosa cama que servía para esconderse del cuco. El cuco era un tipo malo que tenía a satanás metido en el cuerpo, me decían eso para amedrentarme. Había, un ropero inmenso donde el hombre de la bolsa no se animaba a entrar por miedo a perderse entre tanta ropa. El hombre de la bolsa espiaba por las ventanas a los niños que se portaban mal, los levantaba y los metía adentro y se los entregaba al cuco por algunas monedas. O sea, no valías nada si te portabas mal. Había una mesa de madera donde podías pegar la goma de mascar masticada, y otras inmundicias, a escondidas de los mayores. Había una almohada gigante para leer novelas al lado del velador. Había una radio inmensa a válvulas marca Philips modelo 1934 para escuchar tangos y las noticias y que, mucho tiempo después, manos anónimas la guardaron en el galponcito del fondo.

En realidad, quería decirles amigos míos, que extraño mucho a mis abuelos y que no sabía por dónde diablos empezar. Aunque ahora se me ocurre una idea maravillosa. Voy a comenzar por esta anécdota mientras vivíamos en Dean Funes: 

Mi madre siente que empujan el portón de la calle y se asoma por la ventana, mi abuelo entra despacito. Mi madre me manda al dormitorio con la consigna de que no haga ruido y me quede callado, sino, yo me las tendría que ver con mi padre cuando llegue del trabajo. Sentencia inapelable. Entonces, mi abuelo asoma su cara sin afeitar y la saluda, le pide un vaso de agua fría. Mi madre le pregunta donde estuvo porque lo andaba buscando desde hacía una semana, y larga un llanto cargado de aflicción y reproches. Mi abuelo caravanero mira hacia la puerta de mi dormitorio. Parece darse cuenta que yo lo miro por el ojo de la cerradura. Veo que saca un sobre de papel del bolsillo de su saco, me llama y le dice a mi madre:

—Salí a comprarle estos caramelos al pichón tuyo y bueno, pasan cosas, cuando no es un amigo es otro. Que la política, que los sindicatos y bueno, me demoré un par de días... Vení pichón, esto es para vos, y avisale a tu madre que yo ya soy bastante mayorcito como para que me controle.

Pero no eran caramelos, en aquel sobre estaba la mitad de su sueldo de jubilado de los ferrocarriles, que le entregué presuroso a mamá. Al rato, entré a su pieza y lo cubrí con una frazada mientras dormía.

Una tarde, y ya viviendo en Cruz del Eje, estábamos con mi abuelo mirando a los técnicos que sin apuro, instalaban el televisor que había comprado papá, cuando apareció la primera imagen en blanco y negro. Al lado, estaba el combinado Ranser, que pedía una segunda oportunidad, como la pedía mi abuelo, que ya vivía con nosotros, escribiendo cartas que jamás serían respondidas.

Eso sucedió porque un día mi abuela se fue con mis tías, a Ituzaingó, lejos de mi abuelo caravanero, buscapleitos, y visitador complaciente de las casas de las chicas solidarias. Con ellos separados, aquella casa de los sueños rotos en Dean Funes, cambió de dueños.

Ahora mismo recuerdo algunas conversaciones de mayores, que un niño como yo alcanzaba a escuchar mientras jugaba a las escondidas: "Le hacía la vida imposible". "Siempre fue un mujeriego". "No era vida, pobre mujer". A veces, él me pedía que le compre vino, en un total secreto, sin que sospeche nada mi madre. Él me decía que un vaso de vino estaba bien, que dos vasos de vino eran demasiado pero, que tres vasos de vino eran pocos. Y me regalaba el vuelto de mi compra en el almacén de la esquina de Alvear y Tucumán.

Una noche, mientras mirábamos las estrellas en el patio de la casa de la calle Alvear, y mucho antes de la llegada del hombre a la luna, supo decirme que:

"En su largo viaje a la Tierra, los elefantes descansaron en la Luna, por eso son grises, pichón".

La última vez que lo vi fue en la ciudad de Córdoba, muchos años después. Él estaba en su dormitorio, sentado en una silla de ruedas y mirando por la ventana hacia la calle Pinzón. Le convidé un cigarrillo, lo fumó despacio, tosía. Formaba círculos de humo en el aire. Pidió levantar en brazos a mi pequeña hija. Lo hizo como los campeones levantan los trofeos.

Al poco tiempo falleció. Mi madre me llamó por teléfono, me dijo así: 

—Quiero que sepas que mi papá ha muerto, tu abuelo, tu mejor amigo. Todas las cosas de él son ahora tuyas, nos dijo eso antes de morir.

—Sus cosas eran sus sueños, mamá.

—Bueno hijo, te aviso que todos sus sueños entraron en la valija de cuero marrón, la que está arriba del ropero del cuco.

(Walter R. Quinteros / Director de La Gaceta Liberal de Cruz del Eje / Foto: Abuelo y nieto Web)


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