EXEQUIEL ANTONIO QUINTEROS: DEANFUNENSE

CULTURA / HISTORIAS

El ferroviario ilustrado

Por Walter R. Quinteros

Cuando entré a preguntar si había un tren que llevara las cenizas de mi padre a su última morada, los sospechosos de siempre se mostraron sorprendidos. 

Con ruidosa parafernalia politiquera, ensayaban torpes respuestas.

Algunos canallas me tiraron pistas falsas. Tal es así, que quisieron hacerme creer que aquellos trenes que engrandecieron mi Patria, habían desaparecido como si fuesen enormes dinosaurios de hierro.

Me decían que los trenes, de un día para otro y sin aviso previo, se fueron solos de las vías sin dar explicaciones —argumentaban sin culpas—. Pero que algún día, cuando encuentren las llaves de los portones de los depósitos, les sacarán la tierra y el óxido acumulado y los expondrán en museos o en las plazas de los pueblos, como lo que habían sido, un medio de transporte de otras épocas. Lo afirmaban con una sonrisa irónica, ceremoniosa y gentil, bien estudiada para la ocasión y, hasta me palmearon la espalda señalándome la salida mientras sus dedos y lenguas se manchaban con el color del dinero que contaban afanosamente, obtenido por la siniestra venta de los "improductivos Ferrocarriles" a una oscura empresa multinacional por nuestros gobiernos de turno.

Creo tener algunas certezas cuando mi padre fue limpiando su escritorio por última vez. Cuando fue apagando las luces de su oficina. Cuando dio las dos vueltas de llave en la cerradura. Y finalmente, cuando la cerró con el candado de uso obligatorio. Creo, que tenía la vista nublada y un nudo en la garganta. Apuesto lo que quieran, a que ése día, el primero de su jubilación, no volvió a su casa en taxi, ni en ómnibus.

Para mi, aquel ferroviario ilustrado, puso las manos en los bolsillos, las cerró con fuerzas y se volvió caminando por las vías, haciendo un inventario de los durmientes deteriorados, de los tramos de rieles a renovar y quizás por ahí, frente a una cruz de San Andrés que señala el Pare, Mire, Escuche, Cuidado con los Trenes, se aflojó la corbata.

Mi padre era eso. Un ferroviario de los de antes. Una enciclopedia ilustrada tras cuarenta años de servicio, dividida en varios tomos y titulada "Todo Sobre Los Trenes".

Les voy a contar un secreto, cuando empecé a tener un poco de razón en mi pequeño mundo, aprendí que él era el capataz de Vía y Obras. Que tenía una cuadrilla a su cargo, una "zorra" a bomba primero, y una con motor después. Pero que antes de eso, él había empezado como uno de esos peones. En una oportunidad descubrí sus mamelucos con tufo a fuell oil, guardados por ahí y con estopa en los bolsillos. No se olvidaba de sus orígenes.

Había nacido en Deán Funes un 1o de abril de 1929 y, después del Servicio Militar, ingresó al ferrocarril, el tipo bueno, piola y amigo de todo el mundo, se casó con la chica más linda. Pero yo lo recuerdo con saco, corbata y gorra. Siempre con sus puños cerrados y el pequeño diccionario habitando el bolsillo trasero del pantalón. Papá obtuvo su título de Instructor en Buenos Aires y de allí fue destinado a Cruz del Eje, tenía su escritorio en Material Rodante, también en Frías, en Tafí Viejo, en Recreo, en Laguna Paiva y daba clases en cualquier lugar del país dónde era requerido.

Hasta ése día en que entregó las llaves, bajó por las escaleras, cruzó el andén y empezó a caminar por las vías desiertas del Belgrano hacia su casa, en Córdoba.

Tengo plena certeza, que lo hizo con un nudo en la garganta, con los ojos llorosos y los puños cerrados. Apuesto lo que quieran a que, en algún bolsillo del saco, llevaba el pequeño diccionario de hojas viejas, gastadas y sucias, y los distintivos clavados en la solapa. Uno de la "Unión Ferroviaria" y el otro, que lo distinguía como "Personal Superior de los Ferrocarriles Argentinos".

Seguramente, ése dolor en el pecho, que debe haber sentido y que no le avisó a nadie, fue el comienzo de una fisura en su corazón.

Alguien me contó algo sobre mi padre, creo que me dijo que, cuando entraba al aula a dar instrucción sobre mantenimiento de máquinas y vagones varios, en el pizarrón y con letra claramente legible, escribía la frase: "Yo también fui uno de ustedes". Después repartía los manuales, resúmenes y apuntes que se encargaba de corregir en casa, por la noche, mientras escuchaba sus discos de música clásica.

No sabía yo, de aquella obsesión que tenía, de marcar con una "X" con tiza de color amarillo, los vagones que él consideraba que debían ser revisados. De la asistencia diaria del personal. De los atrasos de las formaciones, tanto de pasajeros como de carga. De los pedidos del almacén de repuestos. Los inventarios del pañol. Los pedidos de provisiones. La señalética. Los cursos a dictar. Y, a esta no la sabía nadie. Era motivo de abandono de hogar, si faltaba un plato de sopa en la mesa de un ferroviario.

Ahora entiendo porqué a mi padre no le gustaban las despedidas. Una tarde de un día domingo, él viajaba a Buenos Aires y yo fui con él hasta la estación. Yo tenía entonces 10 años cuando acompañaba a mi papá a tomar el tren. El se quedaba conmigo hasta cuando pasaba el último vagón por el andén y justo ahí, de un salto, subía. Yo lo corría saludando hasta que el tren se hacía chiquitito así. Junten el dedo índice con el pulgar, así. Chiquitito así. Y después me volvía a casa solito, secando los mocos en la manga, y silbando bajito como quien patea tarritos. Bajo la luz menguante que colgaba de los cables de las esquinas.

Creo, con absoluta certeza, que al creador indomable de "Todo Sobre Los Trenes", don Exequiel Quinteros, le debo muchas cosas. Si ustedes me prestan las manos, no me alcanzarían los dedos para enumerarlas. Pero voy a nombrar las que considero son mas importantes. A mi viejo le debo: Un abrazo, un beso, un fuerte apretón de manos, un te quiero, un gol. Si, le debo un gol.

Sepan que en el lugar donde guardo mis insobornables fantasmitas del recuerdo, hay dos fotos en blanco y negro del equipo de fútbol llamado "Estrella Roja" donde yo jugaba. Una foto, parados de izquierda a derecha, el técnico y seis pibes como yo, abajo en cuclillas, cinco pibes como yo, que soy el último a la derecha y con las manos sobre la pelota. Otra foto, de izquierda a derecha, el técnico de brazos cruzados, yo al medio con la pelota bajo el brazo y mi viejo con la copa del campeonato obtenido, casi sobre mi cabeza. Aquel día le ganamos al "Once Corazones" y en una oportunidad, quité la pelota en la mitad de la cancha, cargué mi almita de adrenalina y empecé a correr hasta el arco contrario. Mi padre alzó sus manos y las convirtió en el mejor aplauso que haya escuchado en toda mi vida. Pero cuando salió a marcarme el arquero, saqué mi mejor puntapié, la pelota de cuero se elevó y pasó por encima de su cabeza, por encima del travesaño, por encima del alambrado, por encima de la tapia, y se fue afuera, picó en la calle, acarició las ramas de un árbol y cayó en una casa cercana. 

—¡Eh, doña! ¡Hola señora! ¿Me alcanza la pelota?

(©Walter R. Quinteros / https://diceelwalter.blogspot / "Todo sobre los trenes" / La Gaceta Liberal)

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