CULTURA /
El cuento del domingo
Por Walter R. Quinteros
Me saludaban con aquel movimiento alegre de sus manos y esa estimulante risa encantadora.
Llegaban a visitarme en fastuosas alfombras voladoras guiadas por duendes perfumados, o lo hacían ellas mismas, porque habían desplegado sus alas para iniciar el vuelo intrépido, audaz, sin remordimientos ni horarios.
Así eran ellas, las señoras que pasaron por mi vida.
Y llegaban hasta esta cama, con esa enjundia cómplice que nos confundía entre el fervor y el cansancio, el insomnio y las culminaciones del alba.
A cada una de ellas las recuerdo con cariño y respeto.
Y se ahora que a su manera, ellas me amaron.
Y también se que nunca podré olvidarlas.
Bastaba que me mirasen, que desnudasen mi alma, para iniciar entre nosotros, los largos diálogos en silencio. Y luego esculpíamos en el aire y en la piel, el movimiento involuntario que brinda el goce, conscientes de sabernos inocentes de cualquier culpa.
Éramos implacables a la hora de pensar en que nada más debía importarnos, borrábamos de nuestras memorias cualquier obligación que no fuera aquella, de simplemente amarnos.
Estas paredes fueron consecuentes custodias de nuestros secretos.
Yo las reconocía por las bondades de sus cuerpos, por el tono de sus voces, por el aroma de sus perfumes impregnados en las porosidades de cada piel, por el corte único y personal de sus cabellos que las distinguían, por sus risas, por sus llantos, por sus gemidos, y por la destreza del paso de sus dedos por mis partes, como un temblor pasajero y lejano.
Todas tenían esas manos mágicas que cortaban el aire de esta habitación, aún en la oscuridad de las noches profundas, o en la incipiente luminosidad del alba.
Tenían manos mágicas, que se deslizaban con cierta candidez y fragilidad por las paredes, o por los muebles de la casa o con la piel mojada bajo la ducha reparadora.
Tenían manos mágicas que sabían escabullirse en las almohadas, que arrugaban las sábanas, trémulas pero audaces.
Por eso, cuando ellas venían, esta casa se regocijaba en cada paso que daban, y todas estas cosas parecían acompañarlas.
Yo les escribía poemas.
Uno a cada una sin nombrarlas.
Los escribía en las paredes, en los vidrios, en los espejos humedecidos, en las maderas, en las telas, en el papel, a cualquier hora, en el desorden de nuestras ropas, en las mezquinas ausencias, en el estímulo del descanso, en los desiertos de la Luna.
Yo siempre las esperaba.
Y anhelaba sus regresos.
A pesar de sus silencios.
Las recuerdo a todas.
Las recuerdo en sus desnudeces, o mordiéndose los labios con esa agradable ternura.
Las recuerdo arreglándose con natural delicadeza frente al espejo, o acomodándose sus vestidos con esmero, o calzándose en un ritual por demás estupendo.
Al final, cada una se fue despidiendo de mi.
Algunas lo hicieron con un fuerte apretón de manos.
De esos que se dan las personas que no se quieren olvidar.
Otras lo hicieron con un fuerte y caluroso abrazo.
De esos que se dan las personas que no se van a olvidar.
Otras lo hicieron con un beso.
De esos que se dan los amantes en las promesas de no olvidarse nunca, jamás.
Y sin saberlo, me fueron abandonando una a una, a mi pertinaz soledad.
(©Walter R. Quinteros / La Gaceta Liberal / Foto: Gente Amiga)
Bellos y sutiles recuerdos. La soledad es un estado disfrutable.
ResponderEliminar¡Gracias por leernos!
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