CUENTO PARA LEER EN DOMINGO

CULTURA /

Cómo llegué a propietario


Por Fabián García

No era de extrañar que fuéramos pocos los presentes en el velatorio: nadie en su sano juicio podía lamentar la muerte de alguien como Renata. Si estábamos ahí era porque su hija Elvira, la única que la había querido, nos daba lástima: nadie sabía cómo iba a hacer para seguir viviendo sin su mamucha, sin esa autoridad que le organizaba la vida. La sierva eterna, privada de su ama, podía volverse del todo loca, o hasta intentar matarse. No queríamos que se matara, no hasta que, al menos, pusiera sus papeles en orden.

Conversábamos en la sala contigua al féretro, sin preocuparnos por hablar en voz baja, porque Elvira ya estaba casi sorda. Sobre una mesa había un termo con café y platos con galletitas que habíamos vaciado ya varias veces, y que un empleado de la funeraria reponía de inmediato. Daban un buen servicio.

Un cortinado grueso nos separaba del ataúd. De ese lado, la única presencia permanente era la de Elvira, la niña vieja. Al llegar se había tendido sobre la madera del féretro, y, varias horas después, ahí seguía. No había querido comer, sentarse, o ir al baño siquiera. Era evidente que consideraba cualquier comodidad concedida a su cuerpo como una falta hacia la mamucha muerta, algo no muy distinto, en rigor, a lo que había hecho durante décadas con Renata viva. La oíamos rezar, entre hipos y ayes, o a veces golpear la madera, pero de tanto en tanto se hacía un silencio. Desde donde estábamos no era posible saber si en esos momentos seguía consciente o había perpetrado uno de sus desmayos de telenovela mal actuada. Yo era el sobrino preferido de la desconsolada, por lo que había sido designado por lo demás como su centinela. Así es que me acercaba de a ratos, le palmeaba la espalda o le hablaba fuerte en la oreja. En una de esas ocasiones la encontré casi montada al féretro, inconsciente. Se había desmayado al revés, hacia adelante, porque detrás no tenía sillones donde caerse cómoda. Le clavé, no sin placer, el dedo índice entre las costillas; con un chillido, ella se enderezó para mirar de inmediato la otra punta del féretro. Yo miré también: la cara de la muerta, ya ambarina e hinchada, todavía parecía a punto de dar alguna orden, o de idear alguna maldad nueva. Su nuevo estado no le había hecho perder el gesto arrogante de siempre y hasta las manos, entrelazadas a la altura del pecho y sosteniendo un rosario que, de ser cierta la presencia divina en el mundo, debió incendiarse, daban la impresión de querer agredir, lastimar. Recordé que le gustaba causar daño físico, que pellizcaba a su hija y pateaba a las mascotas cuando estaba de malhumor. A Elvira le dejaba a veces los antebrazos hinchados, pero a ella ni se le ocurría protestar, o retirar el brazo siquiera. “¡Esta mamucha es de loca!”, decía ella, frotándose la zona herida, y eso era todo.

Con la vista en la nariz ganchuda de Renata, de pronto sentí una náusea leve. Había un olor ahí que no era el del desodorante de ambiente, ni el de la colonia barata de mi tía, era algo más denso, algo orgánico. Fuí hacia la otra sala por otra dosis de café, porque bien o mal hecho siempre me hace bien, opera en mí casi como el sexo, pero su influjo es menos intenso y problemático.

Creo que hablé con algún primo un rato, que él mencionó algo sobre las posesiones de la vieja, que yo me mostré escandalizado ante su insolente planteo.

Entonces oímos a Elvira. No gimoteó esta vez; en lugar de eso dio un grito tan fuerte, tan desesperado, que me puso la piel de gallina. Había enojo en aquel grito, y ella, hasta donde sabíamos, nunca se enojaba...se lo habían prohibido a muy temprana edad.

Me levanté de un salto de la silla y fui hasta el cortinado. Dos de las mujeres presentes se habían asomado, pero se limitaron a mirarla boquiabiertas, a sostener las telas, y fui yo, el sobrino preferido, el que ingresó a la sala del féretro.

Elvirita estaba sobre el ataúd, a horcajadas, y lo que en un principio me pareció un temblor general era en realidad el producto del enorme esfuerzo físico que hacía, porque tenía los brazos dentro de la abertura del cajón, y sobre sus muñecas había dos manos huesudas y amarillas. Los ojos de quien creíamos muerta, saltones como los de un perro pekinés, estaban abiertos de nuevo y miraban en torno repletos de furia. La boca intentaba morder las manos de su hija, que estaban cerradas alrededor de su cuello, y parecía tan capaz de hacer daño como antes: la breve estadía en la ultratumba no había aminorado su maldad.

–Quiere volver– dije–Vieja miserable, quiere volver.

Cuando di un paso adelante, entonces Elvirita levantó hacia mí la vista. La ternura perruna en los ojos y el pucherito resignado en los labios habían desaparecido. La que me miraba, subida al ataúd como a un toro mecánico de feria, era una mujer desesperada. Comprendí que, aunque ella nunca iba a asumirlo abiertamente, quería algunos años de libertad antes de ingresar a su propio cajón. Un poco de tiempo para ella misma, sin pellizcos ni gritos, sin órdenes en plena madrugada. Había rescoldos de razón, de orgullo, en aquel cuerpo achacoso todavía. Tenía que hacer algo.

Miré hacia atrás, vi que las mujeres que se habían asomado nos habían dejado solos. La cortina estaba cerrada, ocultando del todo el sector del café y las galletas. Llegué junto al féretro y miré a Renata, que con la boca abierta, exhibiendo los dientes que nunca había perdido (los malos son siempre más fuertes), serpenteaba entre las manos de su hija...me hizo acordar a los zombies de las películas de Romero. Sin mover a Elvira de su lugar puse mi puño entre sus manos, justo sobre la garganta de Renata. Me estremecí de asco, porque su piel estaba tan fría y pegajosa como la de un reptil, pero no cambié de postura e hice hacia abajo toda la fuerza posible, mientras con la otra mano sostenía a Elvira para que no hiciera caer el cajón. Por las dudas dije a media voz, a fin que me oyeran los del otro lado:

–¡Aceptalo tía! ¡Tenés que ser fuerte!¡Todos la vamos a extrañar!

Al rato, sentí quebrarse algo bajo mis nudillos. El brillo en aquellos ojos saltones se intensificó por un segundo y desapareció después, las manos amarillas dejaron de apretar los brazos de Elvira y cayeron sobre el pecho.

Levanté el puño, y vi que había dejado un moretón justo sobre la tráquea. Mientras se bajaba del ataúd Elvira, para cubrirlo, levantó el vestido de su madre a la altura del mentón. Renata nunca había tenido mucho cuello, nadie iba a notar la diferencia. Miré las manos de mi tía, y me alivió comprobar que no había sangre en ellas, porque eso hubiera sido difícil de explicar. Después de acomodarse la ropa, ella enlazó los dedos de su madre al rosario otra vez, al tiempo que yo, con el estómago revuelto y las piernas temblando, le cerraba al monstruo los ojos y la boca. Al terminar permanecimos en silencio, hombro con hombro, mientras recuperábamos el aliento.

Al rato oí su voz, la de siempre, ronca y aflautada por partes iguales.

–¿Salimos un rato? Me falta el aire acá.

Sin responder, le pasé un brazo sobre los hombros y la alejé del féretro. Cuando atravesamos las cortinas, los demás nos miraron en silencio, expectantes, como si esperasen de nosotros noticias funestas. Les dediqué una sonrisa acongojada, y avisé que salíamos un rato con Elvira. “Está bien, está bien”, dijeron varios. Cuando nos íbamos, los oí atacar de nuevo el plato con galletas.

Fuimos a un bar que estaba en la esquina, en donde nos tomamos una gaseosa en silencio. Mi tía alisaba el mantel sucio de la mesa una y otra vez, por inercia servil, abría cada tanto la boca en forma de O y proyectaba los labios. Recordaba a un pez recién extraído del agua, pero era un gesto que usaba cuando estaba por dar inicio a lo que consideraba una declaración importante, y que con frecuencia no lo era en absoluto. Pero no dijo nada mientras estuvo en el bar, y fui yo el que comentó un par de nimiedades, porque aquel silencio me hacía sentir sucio.

Cuando ya nos acercábamos a la funeraria detuvo sus pasos y me palmeó el hombro.

–¿Sabés? –dijo– La casita en Necochea no la quiero alquilar más, los inquilinos siempre traen problemas. Y a mí ni siquiera me gusta el mar, vos sabés que iba porque le gustaba a la mamucha nada más.

Enlazó su brazo al mío y me miró a los ojos.

–¿Vos siempre tuviste ganas de vivir allá, verdad?


Fabián García (Buenos Aires, 1976) Vive en Ramos Mejía. Ha publicado un libro de cuentos llamado La lengua de los geckos (Editorial Muerde Muertos, 2019), y forma parte de la Antología Literaria 2020 de la revista La Balandra con su cuento La otra hermana. En marzo del año que viene saldrá a la venta su segundo libro de cuentos, que se titulará No juegues con eso y tiene una novela inédita, titulada El Santo de la Astilla, que espera publicar a mediano plazo.

La narrativa de Fabián García se caracteriza por un hábil manejo del humor negro y la fantasía macabra en un contexto de total verosimilitud. Aunque declara su preferencia absoluta por Borges, sus piezas breves tienen cierta afinidad con lo mejor del weird fiction europeo de entreguerras (Perutz, Meyrink, Strobl). La narración que presentamos aquí, es un ejemplo perfecto de esa extraña conjunción estilística.

(HOY Día Córdoba)


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