LOS GENOCIDAS

OPINIÓN / Por Mauricio Ortín

Estos tipos son unos genios


Una de las más eficaces, sino la mejor, manera de preparar el terreno para aniquilar desde el Estado a un colectivo humano consiste en negarle justamente su condición de tal. Las operaciones de este tipo comienzan por estigmatizar a los individuos asimilándolos a animales o a cosas que suscitan en el inconsciente repugnancia o rechazo absoluto. Una vez que se instala en la opinión pública, vía propaganda sistemática, que son “malditos” el paso a su exterminio directo, o en el mejor de los casos a su persecución penal y social, es un mero trámite. 

Los nazis, verdaderos especialistas de la difamación, editaban películas que exhibían en los cines donde asociaban a las ratas con personas de origen judío. No fueron, sin embargo, los primeros o los más originales. Los comunistas rusos, con Lenin y Trotsky a la cabeza, calificaban de “enemigos de clase” o “enemigos del pueblo” a aquellos que se oponían al gobierno criminal bolchevique. Pero aquí cerca nomás y mientras se escribe esta nota la dictadura cubana llama “gusanos” a los cubanos que quieren liberarse de ella. 

Los tiranos respaldan sus acciones liberticidas en las etiquetas deshumanizantes que propalan a diestra y siniestra. En un estado democrático que se precie, esta actitud deleznable debiera ser una práctica poco común; lamentablemente no es el caso de los gobiernos argentinos de los últimos veinte años. 

En nuestro país, las estigmatizaciones tales como “enemigo del pueblo”, “rata”, “gusano”, etc., se vieron apocadas ante el mote más poderosamente vejatorio que jamás podría habérseles ocurrido a un Goebbels o a un Fidel Castro: el de “genocida”. 

Una genialidad que en una sola jugada pone a los militares y fuerzas de seguridad como la encarnación de mal infinito al mismo tiempo que a los subversivos comunistas los muestran como las víctimas de dicho mal. Una vez que dicha mentira es admitida como premisa mayor, a fuerza de machacar y apretar con el aparato del Estado, toda discusión que pretenda establecer otra cosa deviene en insustancial. 

En los juicios por crímenes de lesa humanidad, por ejemplo, los fiscales y jueces parten de la “verdad probada” de que en la Argentina se implementó un “plan sistemático de exterminio de la población civil” (genocidio). Una ridiculez de tamaño oceánico que pretende hacer valer el disparate que sostiene que a los guerrilleros del ERP y Montoneros los reprimieron por el hecho de ser civiles. 

Es decir que el que atacaran el orden constitucional, asesinaran, secuestraran y/ o torturaran a políticos, sindicalistas, militares y policías (niños, incluidos) no habría tenido el menor peso en la decisión del gobierno (el constitucional, primero y el militar, después) de reprimir. 

Semejante mamarracho jurídico no resiste el menor análisis y, por ende, convierte en farsas a los procesos penales de marras. 

Hay que tener estómago para tragarse el sapo de que a Rodolfo Walsh los “genocidas” lo mataron por ser civil y no por la bomba criminal que puso en la Superintendencia de la Policía Federal que esparció por las paredes la sangre y los restos de 23 personas. Y no sólo los afectos a la cocina batracia (que algunos piadosos llaman, jueces) aceptan semejante patraña como “justicia”. Es que obrar en contrario es correr el riesgo de comerse un escrache por “defender genocidas” y quedar marcado para siempre. 

De allí que muchos abran el paraguas antes de que llueva. Así, por ejemplo, el Gral. Martín Balza, quien, rápido de reflejos, hizo suyo el epíteto de “genocida” pero para librarse de él lanzándolo contra sus camaradas. Otro campeón del difícil arte de permanecer oficialista, aunque los gobiernos cambien, es Zaffaroni. Quien, de negar habeas corpus a desaparecidos y justificar la represión durante el gobierno militar, pasó, sin estación intermedia, a declararse fan incondicional de “Hebe” Bonafini (“Hebe es así…”). 

Es que los tipos saben que la ultraizquierda perdona y hasta premia (con embajadas y puestos en la CSJN) a los “genocidas” de antaño si, con el debido sentido de la oportunidad, sacan a relucir su vocación colaboracionista (¡con quién venga!). 

A otros no les va tan bien. El ex cabo Julio Narciso Flores, como tantos policías y militares que lucharon o no contra la subversión, sufren en carne propia eso que estos verdaderos maestros de la ironía macabra llaman “política de derechos humanos”. 

Flores tenía diecinueve años cuando (dado que apareció en una lista de guardia) “cometió” un crimen de lesa humanidad. No hay una sola prueba o testigo que siquiera lo relacione con el supuesto delito. Su nombre en esa lista fue suficiente para que tres jueces le den por la cabeza prisión perpetua (a propósito, los jueces que lo condenaron son: Alfredo Justo Ruiz Paz, Marcelo Gonzalo Díaz Cabral y María Claudia Morgese Martín). 

Hoy, con sesenta y dos años, enfermo y arruinado económicamente, a Flores le niegan la prisión domiciliaria. Boudou, D’Elía, De Vido, etc., en cambio, en casa. 

No hay caso. No hay con qué darles a los inventores del “genocidio” y los “genocidas”. Estos tipos son unos genios (Aaah, si hubieran elegido el camino del bien…).




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