He tratado de adaptar este relato para
lectores de internet, quitándole casi 300 palabras, que quedan guardadas en el
original. Descripciones de paisajes, tiempo, vestimentas, diálogos y otros
detalles fueron retirados, pero no por eso, le quitan la esencia. Así,
condensado en sus partes más importantes, les presento a “Infortunios”. El
Autor.
INFORTUNIOS
Capítulo I
El temido anuncio al señor Philas
Tinkrib
Una
noche de Abril de 1908
Calma,
es el final de su tiempo, señor. Usted tendrá ahora un instante para que acuda
a sus recuerdos, inexorablemente. Se verá niño, un pequeño, feliz, alejado de
las deudas, de las obligaciones y todos esos percances en que ustedes los
humanos caen mientras van creciendo. Conoce usted perfectamente las disposiciones
vigentes a la hora del último adiós y, allí se habla de los recuerdos con
cierta asiduidad, quizás sea para lograr el efecto nostálgico de una sonrisa en
el rostro. Y hasta tiene la opción de evitar esos recuerdos tristes que lo
hacen sentirse un grande culpable. Quizás se pueda apelar a pequeños artilugios
para intentar cambiarlos y lograr establecer algunos episodios en beneficio
propio o de alguna otra persona que haya sido perjudicada. En fin, sabe que eso
ocurriría porque usted tuvo algo que ver, ya sea por impericia, ignorancia, o
probablemente inducido por algún desacierto habitual. Pero
sin lugar a dudas, acudirá siempre la imagen de su madre. Mírela como si fuese la
gran figura protagonista de este final. Sentirá sus caricias, lo arrullará su
voz, y algún otro acto relacionado con su crecimiento, donde se destacarán los
juegos, las palizas correctivas y todas aquellas y pequeñas cosas fugaces, pues
el instante se le acaba. Su
padre aparece, digamos, como un segundo actor. Tal vez lo recuerde un poco más
severo, más distante, consejero, pero el hombre habrá sido una especie de guía
en su vida, le haya gustado o no. A veces aparecen algunos amigos importantes,
esos compañeros de aventuras que tuvo, mucho antes que el resto de su familia.
Y allí, de repente, el primer amor. Ese que es inolvidable y, luego todos los
demás, incluso el más importante, el mejor, el único, que será el recuerdo que
viene para acompañar su viaje con cierta dignidad.
Así será
mientras empieza a sentir mi llegada, a sentir mi presencia, en la placidez de
su sueño. Puede entonces aferrarse a su creencia religiosa, puede arrepentirse
de algo, quizás pida perdón por ciertos, ¿pecados cometidos? Puede, hasta manifestar
algún resentimiento o disconformidad, pero sucederá que ahí mismo y como
buscando una respuesta, debo cubrirlo con este manto de oscuridad. Con la nada definitiva,
con el fin. Todo en menos de este segundo fatal. Aquí estoy, vamos, este es el
final de su tiempo, señor Philas Tinkrib.
Capítulo II
La decisión de la señora Janna
Philas,
hombre, es hora de que te levantes. Vamos, recuerda lo bien que lo pasamos
anoche, recuerda la hermosa cena con los niños. ¿Phil, qué sucede? Cariño, no
me hagas esto, no por Dios. No me dejes sola ahora, no amor despierta, despierta
por favor. Despierta, no te hagas el muerto. ¡Dios que no esté muerto mi Phil! ¡Maldita
sea, esto no me puede pasar a mí, no por Dios! Phil, respira Philas Tinkrib,
respira por favor. ¿Phil?
Hijo, levántate
y vístete con la ropa del domingo, no, no vamos a la Iglesia hoy, vístete como
le gustaba a tu padre verte. Anda, con la camisa blanca y el traje oscuro. Si
ya sé que te ajusta un poco porque has crecido, pero no hay dinero para uno
nuevo, menos ahora. Anda que yo visto a tu hermana, cuando estés listo trae el
corbatín así te hago el nudo, debes verte impecable, anda, péinate bien, luce
como un hombrecito, lustra tus zapatos, es señal de respeto. Apura el paso
Niklaus, anda.
Hija,
hijita arriba, a levantarse que vamos a vestirnos con alegría, nos pondremos el
vestido de los domingos y una campera de lana por si hace frío, no, hoy no
vamos a la escuela, a ver que te arreglo el cabello ¡Pero qué hermoso cabello
lleno de rizos tiene mi Banjia! Ya está, bien. Ahora te sientas en la cama que
te pongo los zapatitos nuevos.
Tomen
toda la leche, coman mucho pan, les voy a contar algo que ha sucedido y quiero
que lo tomen con calma. Es algo que aunque nos duela, aunque nos haga llorar,
es algo que le sucede a todo el mundo, a todas las familias, hemos aprendido en
la Iglesia sobre los designios del Señor ¿verdad? Bien, el Señor ha dispuesto
que papá viaje al cielo. No, no lloren, por favor, no lloren, lo recordemos como
anoche, cantando en esta mesa, abrazándolos como los abrazaba, besándolos tanto
porque los amaba, como me amaba.
Papá anoche murió, en calma, sonriendo. Papá
ha muerto. Lo he vestido con su traje, lo he peinado y también lo afeité, se ve
hermoso. ¡Miren! Sale el sol, ya amanece.
Llevaré flores a la habitación.
Vamos a
despedirlo niños, nos tomemos las manos y oremos por él. Bien, ahora buscaré el acordeón y le cantaremos la canción del Feliz Viaje. Le agradeceremos su
paso por nuestra vida, para que él, desde el cielo nos vea unidos y felices
siempre. Ya lo pueden besar en la frente. Hijo, lleva a tu hermana a la casa de la
abuela y le cuentan lo sucedido a ella y a la tía. Ellas sabrán qué hacer, yo
tengo que barrer y limpiar la casa. Habrá mucha gente aquí hoy. No lloren, acepten
lo que dispuso el Señor.
Dios
proveerá. Las veces que sea necesario, Dios proveerá.
Capítulo III
Una especie de suerte desdichada
Un día
de Julio de 2019
Esta
historia fue pasando de generación en generación, quién sabe cómo habrá sido la
real vicisitud de aquel apellido desaparecido, pero pude saber que aquella
señora que vendría a ser, una especie de tatarabuela mía, terminó solicitando un
préstamo de dinero a un banco europeo, por aquellos años, y destinado a “necesidades
varias producto del infortunio”. ¿Escuchó bien? En aquella época ellos le
llamaban “infortunio”. Bien, sucede que en la Primera Guerra Mundial, su hijo es
alistado como soldado de primera línea, muere en un combate y con él, el
apellido Tinkrib.
Me lo
imagino a Niklaus Tinkrib caminando, hundiendo los zapatos con polainas en la
nieve del frío invierno europeo, cargando su fusil en la espalda, el casco en
su cabeza, la bufanda, el uniforme militar con capote, los correajes y una
frazada encima y, de repente, una bala enemiga que atraviesa todas sus prendas,
ingresa en su carne, rompe sus huesos, y escapa llevando su alma de diecisiete
años en varios pedazos. Nunca rescataron su cuerpo que quedó para siempre en
tierras extrañas. Murió todo el pelotón en la emboscada.
Banjia
Tinkrib no tuvo mejor suerte, dos años después de la guerra, se casó con un comerciante
español que la obligó a viajar con él, en viajes de negocios hacia aquí, a la
Argentina, donde contrajo una enfermedad que en este momento no recuerdo, pero
pudo dar a luz a dos niñas, antes de morir, una de ellas fue mi bisabuela
Francisca, que falleció en la provincia de Buenos Aires y su hermana Paula que falleció
en Montevideo, Uruguay.
Mi tatarabuela
Janna y dos personas que la acompañaban, cayeron muertas en la puerta del ayuntamiento,
cuando iba a pagar unos impuestos atrasados con dos cabras y un cordero que le
arrebataron soldados alemanes, eso fue en la Segunda Guerra Mundial, algunos días
antes de la audiencia judicial establecida, donde le rematarían sus tierras por
deuda impaga. Algo que con la invasión extranjera y el estado de guerra no se
iba a poder cumplimentar jamás. Parece que ella no lo sabía, esa supuesta
superintendencia de la ciudad ya no existía.
Disculpe,
vea usted de armar una historia con lo que le acabo de contar, porque tengo algo
así como “una especie de suerte desdichada” con todo esto. La pobre de Janna,
viuda, se endeuda, muere su hijo en la Primera Guerra, su hija se casa y se va lejos,
muere aquí, en Argentina, tiene dos nietas que apenas pudo conocer y con las
que mantenía un contacto muy distante, digamos, y finalmente ella muere con un
grito desgarrador, en la Segunda Guerra y en el más absoluto y triste silencio
que queda, después del ruido torpe de las ametralladoras.
Me dio
un gusto enorme haberlo conocido en el supermercado, así, de pura casualidad. En
la escuela nosotras lo habíamos sentido nombrar, y algo suyo habíamos leído. El
relato de la chica que vuela ¿puede ser? Ahora cuando llegue a casa le contaré
a mi marido, a mis hijos y a mi madre, que pude conocerlo, seguro que vendremos
a visitarlo, cuídese señor.
Gracias
por el café y la atención, muchas gracias.
Capítulo IV
Hans, el niño terrible
Un día
de diciembre de 1944
Antes
de morir, el cabo Hans Schlieffen, recordaría aquella diáfana tarde de septiembre
de 1938, donde había participado del desfile de propaganda que organizó Fritz
Wiedemann, ayudante de campo de Hitler, tras las divisiones motorizadas de Pomerania
por las calles de Berlín. Alguien lo llamó, lo llevó hacia un costado del
vestíbulo de la Cancillería, había una niña también, que temblaba de miedo. Les
dieron chocolate y les entregaron un ramo de rosas. En menos de diez minutos
debían aprender de memoria lo que debían decirle al Führer, al entregarle las
flores. La niña no podía, tartamudeaba. Hans, el niño terrible, no.
¡Mein
Führer! –Recordó Hans haberle dicho-. “Te conozco bien y te amo como a mi padre
y como a mi madre. Siempre te escucharé, como si fueras mi padre, como si
fueras mi madre. Y cuando sea mayor, te ayudaré como a mi padre, como a mi
madre. Y estarás satisfecho de mí, como lo estarán mi padre y mi madre”. El
Führer dejó las flores en una mesa cercana, sacudió con cierta ternura el cabello
rubio y lacio de los niños, guardó las manos en los bolsillos y se retiró en
silencio. Con ese recuerdo, Hans, el niño terrible, murió.
Sucedió
que seis años después de aquella tarde, hambriento y en retirada junto a
cientos de soldados, Hans mata a la señora Janna Wocraw viuda de Philas Tinkrib
por resistirse a entregarle las cabras y el cordero que un empleado administrativo
infiel le cobraba a modo de soborno. El oficial paracaidista Karl Schaub, a
cargo del repliegue y veterano condecorado en la guerra de España, llama a
Hans, le retira el arma, lo mira a los ojos y lo golpea en la cara. Un
suboficial lo toma de la chaquetilla y lo sostiene, el oficial le arranca los
atributos del uniforme y lo vuelve a golpear. Hans cae al piso, intenta
levantarse, pero es derribado por un certero puntapié, su casco se desprende y
rueda calle abajo. Hans llora y maldice.
Es
abandonado junto al resto de los soldados heridos y mutilados que no podían
avanzar. Para que sirva de escarmiento, ninguno de los oficiales y camaradas,
ninguno de los soldados, que parecían extrañas siluetas con mochilas y armas
que trotaban tristemente por las orillas del camino, podía mirarlos ni escuchar
sus quejidos. A la salida del poblado, el resto de los soldados del maltrecho
escuadrón del oficial Karl Schaub, cansados y sudorosos, dejaban las armas en
el piso del camino, levantaban las manos, y se rendían incondicionalmente ante
las tropas rusas, solicitando la respectiva clemencia, que para ese acto se
indica.
En la
ciudad, desde una ventana de un edificio cercano, asoma amenazante el cañón de
un fusil, apunta al soldado que busca su casco, su cruz de hierro y los botones
plateados sobre los escombros quietos de la calle. Un dedo índice tembloroso y
mugriento, aprieta el gatillo. El percutor impacta sobre el fulminante del
cartucho, la pólvora se quema y los gases impulsan el proyectil que mata al
cabo Hans Schlieffen, apodado como “el niño terrible”.
Algunos
pobladores, antes que lleguen los tanques y las tropas rusas, levantan el
cuerpo sin vida de la anciana Janna y de sus vecinos acompañantes. Nadie
recordaba la canción del “Feliz Viaje”, para cantarles en su despedida. La calle
queda lentamente desierta. Un perro solitario, se acerca a oler el cuerpo tibio
de Hans, y mancha sus patas en el charco de sangre.
Capítulo V
Más allá de la viña
Un día
de agosto de 1930
Dos
enfermeras, con mucho cuidado, la sentaron en la cama, corrieron las cortinas y
abrieron la ventana desde donde podía ver los techos de las otras casas y
algunos edificios. Entraba el ruido típico de las grandes ciudades y alguien,
más abajo, quizás en alguna terraza, cantaba un tango de moda. Pusieron en su
cama el desayuno, una de ellas le llevaba la comida a la boca, la otra, les
contaba que su marido había estado en la noche anterior en el Teatro Nuevo de Buenos Aires,
donde “Von Pepe”, o sea el general José Félix Uriburu, le habría manifestado al
señor Lisandro De La Torre, que la “revolución” le ofrecía la Presidencia de la
Nación o el Ministerio del Interior -según dijo mi querido marido-, y que don
Lisandro le dijo que: “Votos sí, armas no, porque don Hipólito Yrigoyen ha
llegado al poder por el voto popular y que por el voto popular debe irse”. ¿Qué
me decís ché? -Que toda revolución es una mierda. -Le contesta la otra que
levanta los utensilios y corre la mesita-. Terminan de acomodar la habitación,
y se retiran hablando en voz baja por el pasillo.
“La paciente Vania de la 311,
está lista doctor”.
Entra
el médico de turno y le pregunta: ¿Cómo realmente se escribe tu nombre Vania? -Casi
con el último aliento, ella le contesta. El médico acerca su oído para oírla
mejor y lo escribe en un papel ¿Es así? ¿Banjia Tinkrib de Navarro Navas? Bien,
bien, y tienes entonces treinta y un años de edad ¿Y recuerdas cuándo llegaste
a la Argentina? Con una voz apenas audible dice “cuatro años”. ¿Sabes que esta
enfermedad la tienes desde pequeña? Banjia mueve la cabeza negativamente,
cierra los ojos y unas lágrimas caen por su rostro hasta la almohada. Parece
dormida, el médico insiste, le toma la mano. ¿En qué país naciste Vania?
Manuel
había aparecido en su vida, cuando ella estaba por cumplir veinte años. Llegó
una mañana por la viña de su madre, para comprar la producción de esas uvas
riquísimas, muy dulces. Antes, había comprado cebada, en el valle anterior. Su
padre Francisco Navarro Navas y su madre Paula, medían el dinero que gastaban
en sus viajes por toda Europa, como medían la calidad de los granos que
importarían por tren hacia España y por barco a la Argentina, dónde estaban instalando
su fábrica de productos alimenticios. Ella no dejaba de mirarlo. Manuel, de treinta y cuatro
años, hacía de intérprete porque conocía cuatro idiomas. Era, aparte de buen
comerciante, ingeniero agrónomo. Después de comer, salieron a caminar, lejos de
la vista de todos. Recordaba eso, que Manuel la tomó de la cintura y le besó su
boca fresca y ávida. Recordaba que sintió en ese momento, un deseo enorme y
desconocido. Que Manuel, sabía de esas cosas del amor, que le buscó su cuello, que
abrió el escote de su blusa y hundió su rostro en sus pechos pequeños, que siguió
hasta abajo y sin decir ni una palabra, levantó su pollera, su enagua, y que la
besó con cierta ternura entre sus piernas y que en la suavidad del heno, conoció
a su único hombre. Y que al verlos, Janna supo que algo había ocurrido más allá
de la viña. Algo que su hija, ya tenía la edad de conocer. Y recordaría que sólo
dejó de tocar el acordeón que alegraba a las visitas con hermosas canciones,
para oír que Manuel, le decía que quería casarse con ella. Que su madre asentía
con la cabeza, que se puso de pie y los abrazó, y siguió con su música, esta vez
caminando por la huerta, y que todos iban siguiendo a Janna, a través de la
viña, cantando y bailando en el tibio atardecer. El médico la vio morir.
Capítulo VI
No hay pájaros en los árboles
Un día
de diciembre de 1914
Había,
en la juventud, un entusiasmo inusitado por incorporarse a las filas. Así se
alistó Niklaus Tinkrib. Luego de la instrucción, recorrió doscientos kilómetros
de marcha a través de camiones, de carros tirados por bestias y muy cerca
siempre, de la cocina humeante de campaña. Conoció su nuevo destino. Su jefe
arengaba a las tropas diciendo que: “Hemos traspasado la invisible frontera
entre la paz y la guerra y estamos en la zona de guerra, aquí no hay hombres,
no hay jóvenes ni hay niños, aquí hay soldados dispuestos a devolverle la paz a
esta tierra”. ¡Bienvenidos! Y todos celebraron con gritos de júbilo las
palabras del jefe.
Antes
de las trincheras, camuflados entre un bosque de pinos, los artilleros descargaban
la furia de sus cañones contra las posiciones enemigas, separadas por un
pequeño valle sin arbustos y cubierto de nieve. Luego, para darle descanso al
calentamiento de los cañones, seguían su ritmo enloquecedor las baterías de
munición más liviana, siempre al mismo sector señalado por observadores con
anteojos de campaña, apostados en las zonas altas.
Cuatro
días después, cuando las nubes grises tapaban el cielo, el capitán llama al teniente,
el teniente llama al sargento, y el sargento prepara un cabo de comunicaciones,
un enfermero y seis soldados fusileros. Nadie más dispara, desde hace un día,
del otro lado del valle.
"Sepa
el señor jefe de Regimiento, que mis soldados no son más que pequeños
campesinos, algunos son estudiantes del primer año de la Universidad, y no creo
que el teniente y estos chicos, hayan tenido la fortuna de conocer y disfrutar
de las mieles del amor con una mujer, pero sí saben usar las armas, tienen
valor, entusiasmo, tienen dignidad. Por eso, ellos avanzarán mañana. Sólo resta desearles buena suerte".
Al
amanecer, el viento húmedo y frío, golpea sus rostros. Avanzaban en columna,
encorvados por el peso de su vestimenta, del arma y de sus correajes. Hundiendo
los zapatos vendados en el fango del terreno. Soportando la borrasca.
Lentamente, sin prisa, en calma, sin muestras de temor. El sargento abre
camino, en su barba se agolpa el agua congelada, con la bayoneta golpea el piso
buscando explosivos, el viento golpea el capote verde sobre sus muslos, lo
invade el recuerdo de su mujer desnuda galopando sobre su cuerpo, y la ventisca
parece traerle los lejanos quejidos de placer. Luego, tres fusileros y el
enfermero con su mochila, le siguen. Cinco metros atrás, viene el teniente, que
lleva su pistola en la mano enguantada
y, tras él, el comunicante y los otros tres fusileros. Uno de ellos tose, otro
estornuda. Todos sienten las gotas frías del agua que resbala por sus cascos, que
cae en el cuello y corre por la espalda. Faltan cien metros para cruzar. Algo
frena la marcha del sargento. “No hay pájaros en los árboles”, alcanza a decir.
Las bocas de las ametralladoras enemigas escupen su aliento de fuego. El
soldado Niklaus Tinkrib apoya sus rodillas en la nieve, el fusil cae de sus
manos, su rostro palidece, le duele el pecho, le arde la espalda, siente frío,
tose y escupe sangre, abre la boca, busca respirar, pero cae y queda mirando al
lejano cielo, con los ojos congelados.
"Hijo,
nunca estarás mejor que en tu casa, trabajando en la viña, llevando el carruaje
lleno de risas frescas, de chicas y de vino, cantando, cantando. ¿Cómo era hijo? Vamos canta".
Feliz viaje, feliz viaje,
te deseamos hoy.
Viaja en paz, viaja en paz,
a
reunirte con el Señor.
A reunirte con el Señor.
Walter Ricardo Quinteros
©2019
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