Alcanza a veces, tan solo una mirada
Les
pregunté a los mozos del bar de la estación de ómnibus, cómo hacía para llegar
al Colegio donde mi primo Enrique es el director. Me indicaron que quedaba a
ocho cuadras, “siempre por aquella calle de allá, derecho para el norte, métale
derechito nomás”. Pedí otro café, leí el diario que me alcanzaron, revisé mi
mochila, en ella llevaba cuarenta cuadernillos con ocho de mis relatos impresos
en veinte hojas abrochadas cada uno. En la contratapa de estos “libritos”, estaba
mi foto, resaltando una tenue sonrisa de un hombre diez años más joven, algunos
datos más, una escueta biografía y, no sé bien porqué, mi correo electrónico y mi número de teléfono.
Salí a
fumar, volví a entrar por otro café y, a la hora pactada, llegué al Colegio. Me acompaña la señora portera hasta Secretaría, allí, un señor alto de buenos modales, con traje gris oscuro,
camisa y corbata de tonos claros y anteojos, me recibe. Pienso al verlo, que
los llevaba puestos desde siempre. Me extiende la mano, mira un poco extrañado
mi vestimenta, simple, pero creo haberme dado cuenta en el momento, que no era
la adecuada para la ocasión. El chaleco de periodista, una camisa clara y pantalón
del tipo “cargo” haciendo juego con mis eternos borceguíes brasileros. Dice
llamarse Octavio, que es el secretario, y me explica que –el señor director
tuvo que salir a una imprevista, como ineludible audiencia en el ministerio y,
que por ello, me pedía las disculpas del caso y que tan pronto termine la
reunión, vendrá a escuchar la clase-.
Corrían
los minutos de un recreo, había bullicio de alumnos en el patio. Le entrego a Octavio
los cuadernillos que llevé. Los cuenta y decide fotocopiar cuatro copias más.
Guarda una de ellas en un organizador para las firmas. Entran dos profesoras, me
las presenta. Cecilia, simpática, divina, de sonrisa fácil y gestos
encantadores, y Mónica, más seria y con cara de sufrir un tormento, como si
estuviese atravesando un serio problema, distante, apenas me saluda
estrechándome la mano. Octavio me señala como “el señor escritor que es primo
del señor director y que viene de Córdoba por la charla sobre escritura que
convinimos la semana pasada, y que ustedes trabajaron sobre uno de sus textos”.
Ellas permanecen calladas y asienten siempre cada palabra de Octavio con la
cabeza. Cecilia nos dice que los alumnos están listos. Octavio toma los
cuadernillos y vamos juntos a un espacioso salón. Los alumnos de sexto año, al
cuidado de un preceptor, se paran y nos saludan.
La
profesora Cecilia les habla desde la tarima puesta al pie de un gran pizarrón,
Octavio y Mónica reparten mis cuadernillos, sobran dos. Yo apoyo mi mochila en
la mesa. Algunos recuerdos me invaden. Sonriente y aturdido, agradezco las
palabras de la profesora, agradezco la invitación del señor director, la
predisposición del señor Octavio, la gentileza de la profesoras Cecilia y Mónica
y la disciplina reinante dentro del salón, seguramente -les dije-, es por la capacidad del cuerpo docente y el sentido de pertenencia que demuestran a esta Institución. Ingresan
en ese instante, dos profesoras más, Lucrecia y Fernanda, nos saludamos y,
junto al resto, todos toman asiento. Jorge el preceptor, cierra la puerta.
Según el vídeo que me enviaron y que me ayuda a "refrescar la memoria"; Dije, como de costumbre muchas cosas, les hablé de mí, de cierta experiencia adquirida, de los escritores que conocía personalmente, de aquellos con los que mantenía cierta correspondencia y por sobre todas las cosas, de la forma de escribir, de contar las historias, de crear paisajes, de ubicar al lector en un tiempo, a través de hechos reales y de no divagar, de crear seres imaginarios, de crear ilusiones, de llevarles alegrías o ciertas tristezas al futuro lector, de llenarlo de sospechas, de convencerlo y, fundamentalmente de dejar una huella. Esta es mi historia, este es mi relato, a esto lo inventé yo, tiene mi derecho de autor.
–Disponen
ustedes, estimados alumnos, de cuatro cosas muy importantes: Primero, la
imaginación. Todos aquí, imaginamos un acontecimiento, casi siempre fortuito o
que nos convenga, pues, habría que estar muy desesperanzado para imaginarnos en
desgracia y, de ser así, allí tenemos un pretexto fenomenal para crear un
personaje. Segundo, la enseñanza. Que, en esta ocasión se les presenta gracias
a las profesoras Cecilia y Mónica y que ustedes deben juramentarse en no
desaprovechar. Tercero, el señor diccionario. Los sinónimos y antónimos.
Cuarto, el deseo implacable de escribir. No por soledad, no por algún hecho o
acontecimiento o porque “no tengo nada que hacer”. Sino porque, deben estar
convencidos de querer escribir.
La
primera mano que se levanta, me advierten, es de la segunda fila, un alumno me
pregunta: –Profe, cuando usted dice fortuito o que nos convenga ¿Puede
explicarlo mejor?
–Sí,
pero no soy profesor, escribo y vivo de eso, aunque no parezca. Ahora, veamos, fortuito o que nos
convenga, para que tu escribas, sería algo así como “¡Guau! Qué bonita es aquella
chica, cómo quisiera decirle tal o cual cosa, cómo me gustaría que me
correspondiera con una sonrisa, que acepte salir conmigo”. La rueda de la
imaginación empieza a girar, y aplicarás cientos de métodos prodigiosos para
poder llegar a un final feliz, la quieres conquistar. Haber obtenido un “sí” de ella, sería
algo fortuito o que te convenga, por ejemplo. La imaginación te llevará a
diseñar miles de atajos para dar en el momento justo, la ocasión exacta. Pero
no te entusiasmes, recuerda que estás escribiendo para los demás y, como en la
vida, suceden cosas que, a tu modo, a tu potencialidad, a tu dinámica, a tu
estilo, debes añadir, si quieres construir una buena historia.
Ingresa
mi primo Enrique, sonriente les pide a todos que tomen asiento, pide disculpas
por interrumpir, me da la mano y un corto abrazo, busca un asiento que le cede
el preceptor, y se sienta aflojándose la corbata y desprendiendo el primer
botón del cuello de la camisa.
–Te
decía, les decía que, ah, una buena historia, producto de tu imaginación. Bien,
entonces sucede que enamoras a esa chica en cuestión, o tu personaje enamora a
esa chica, pero no. Porque llega el momento
de analizar la situación. Aparecen las primeras discusiones, los no acuerdos,
las diferencias. Y aunque el amor no se rinda, debes saber que la luna de miel de los escritores
es siempre corta. Siempre aparece otra, historia. Ahí tienes la tuya, ahora depende de vos, para que sea distinta a las otras.
Se
levanta otra mano, la de la niña de pollera gris que cruza las piernas constantemente y está sentada en la primera fila y,
con una voz de locutora de radio en las madrugadas me pregunta –Profe, entonces
al estar desesperanzado, ¿no se escribe mejor?
–Es un
buen artilugio que utilizan algunos poetas, que, cuando están felices no
escriben nada. O escriben sobre paisajes, cerros, mares desconocidos y le
endilgan a la luna cualquier acontecimiento. Por ejemplo, Charles Bukowski dice en uno de sus poemas que Dios cruzándose de piernas dijo "Veo que he creado muchos poetas, pero muy poca poesía". Yo vivo desesperanzado, pero no por
eso, mis personajes se mueren de
tristeza, solos, –levanto una mano sobre mi cabeza, la hago girar- o vuelan. También
ríen y reparten esperanzas, como “Los reyes del beso”, que lo encontrarán en esa especie de "librito". Distintas son mis opiniones políticas, tienen humor, ironía, sarcasmo. Me haya levantado con o sin humor. Pero si te digo que: “Hay aquí, una persona que me gusta mucho, pero es desesperanzador
cualquier intento de aproximación”. Ese título puede ser una genial historia cómica
para contar después, aunque el título anuncie lo contrario. O sea, para
contestarte mejor, te diría que, si estás convencida de escribir y de hacerlo
bien, entonces tu estado de ánimo no debe influir. Y recuerden todos, que cada
historia, cada noticia que demos, para que sea buena, debe; Tener un comienzo
intrigante. Debemos mantener el suspenso a lo largo del relato. Y cerrarlo
emotivamente, para que el lector o el oyente atrapado, se entregue rendido,
ante el impactante estrépito del asombroso final.
La sala
entera aplaude, por un minuto que me pareció eterno, y que traté de interrumpir
dos veces. Pensé en mis padres, en las personas que quiero y de repente les agradecí. Desde su asiento, mi primo Enrique levanta el dedo pulgar. Aprueba el entusiasmo y el momento.
–Ahora
-les dije con cierta culpa-, me siento mal por haberme presentado ante ustedes
sin una vestimenta acorde, verlos así, tan elegantes a los profesores, a
ustedes alumnos, de llevar tan orgullosos el uniforme del colegio y yo, con
esta ropa de viajero, pero soy también eso. Un viajero, y aunque esta mochila
se vea vacía, está llena, completa hasta el tope de historias, desesperanzadas y de las otras, de nuevo, gracias.
Luego,
y por largos minutos, la profesora Mónica hace interactiva la lectura de dos
cuentos elegidos del cuadernillo. Unas veces caminando entre las filas de
pupitres, otras, parada a mi lado. Haciéndonos participar a través de
preguntas, de interpretaciones, de respuestas.
Y poco antes de cerrar la hora, la
profesora Cecilia hace pasar a tres de sus alumnas a la tarima. Vienen desde
distintos puntos de la sala con una hoja cada una. Me dice que han preparado
algo así como una pequeña obra de teatro, sobre mi cuento “Laurita y la máquina
voladora”. Hay un agradecido silencio en la sala, me parece que también en la
calle. Me tiemblan las piernas, las niñas gesticulan mientras leen, una de
ellas parece saber su libreto de memoria. Terminan de actuar y las saludo. Entonces todos
las aplaudimos, estuvieron magníficas, sueltas, con una impronta digna de
grandes actrices.
La clase ha finalizado. Se acerca Enrique, me abraza, también
Cecilia me abraza y me besa, Octavio, alto grande y huesudo me aprieta las
manos, las otras profesoras me dicen algo que suena a halagos y acuerdan que
este tipo de reuniones así, debieran ser más frecuentes. También el preceptor
dice sentirse complacido. Mónica me mira con sus ojos negros y tiernos, sonríe,
se acerca y me dice: “Gracias por venir, profe”.
Enrique
toma la palabra, en nombre del colegio me agradece la visita, y pregunta si
alguien quiere decirme algo. Desde el fondo, como es habitual, un alumno se
pone de pie y me dice. –Profe, no nos dijo cuál es la persona de aquí que le
gusta mucho-.
–Vos no
te hagas ilusiones bandido, que se trata de una dama –le contesto desde la
puerta-.
Y todo
el salón explotó en una risa espontánea. Salimos.
Media
hora después, y parados sobre la arena, con un viento que hace flamear nuestros
pantalones y nos despeina, Enrique eleva al cielo el padrenuestro y el avemaría en voz alta, en la orilla
del río donde arrojé una flor, a las cenizas navegantes de mis padres. No sé
bien qué cosa nubla mi vista. Luego hablamos de nuestra familia, sin rencores,
con cierta nostalgia, no quise más que eso. Luego, se quedó tomando café conmigo hasta
que subí al ómnibus. No visité a nadie más. No podía. Abrí la mochila, saqué
unos medicamentos, la botellita con agua, y me tomé la pastilla de las dos de
la tarde.
Al
llegar a Córdoba, las calles ya estaban iluminadas y, casi entrando a la
terminal, leí un mensaje que había en la casilla de mi celular, de un número desconocido.
“Alcanza a veces, tan sólo una mirada. Que
tengas buen viaje. Mónica”.
Walter Ricardo Quinteros
©2019 Alcanza a veces, tan solo una mirada
©2019 Alcanza a veces, tan solo una mirada
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