OPINIÓN
El imbalance que el peronismo ha introducido en la mente argentina es completamente notable
Por Carlos Mira
La naturalidad con la que ha logrado que hasta la lógica de la justicia y de la medición con la misma vara de hechos iguales se haya trastocado hasta el punto de que cuando se dan ciertas realidades bajo sus gobiernos, el criterio con el que se las mira y se las juzga sea uno completamente diferente al que se usa cuando el que está en el gobierno es otro, es algo que, no por naturalizado como está, deja de llamar la atención.
En efecto, que haya, por ejemplo, dirigentes peronistas que se angustien, lloren y marchen por la situación de los jubilados cuando fue el peronismo el primero en meter mano en sus cajas y el consistente estafador de sus ingresos, es algo que asombra, aun cuando ese asombro es pequeño cuando se lo compara con el constatado éxito del embuste.
Porque debemos admitir que, efectivamente, mucha gente cree que con el peronismo los jubilados estaban mejor. De hecho, a pesar de que su poder adquisitivo cayó 30% durante el ultimo gobierno kirchnerista, no se recuerda ninguna marcha de reclamo y algunos personajes que lloraban por televisión por la situación de los abuelos durante el gobierno de Macri, desaparecieron completamente del escenario.
Hablando de la televisión, los argentinos vimos poco menos que en vivo y en directo cómo un conjunto de delincuentes corruptos contaban dinero robado al Tesoro Público con la anuencia de la entonces presidente Fernández de Kirchner (que, por todos los indicios que hay, antes que hablar de “anuencia” habría que decir, más bien, que ella era la jefa de toda esa banda) pero que, sin embargo, ningún diputado encabezó una iniciativa para conformar una comisión investigadora del Congreso para ver qué era lo que había detrás de semejante grosería. Pero ahora todos parecen estar apurados para conformarla y saber qué pasó con el caso Libra.
No deja de ser llamativa esa disparidad que el peronismo ha logrado hacer que sea el método de razonamiento natural de muchos argentinos.
Ahora, por ejemplo, están muy ofendidos por un mensaje que el gobierno decidió hacer escuchar en las principales terminales de transbordo y de ferrocarril durante el paro de hoy. Pero cuando Sergio Massa aplicó exactamente la misma metodología para intentar llevar pánico a los pasajeros en el caso de que Milei llegara a la presidencia, ningún peronista se mostró ni alarmado ni sorprendido.
Tampoco hay registro en toda la historia gremial del país de que se le haya declarado un paro general a un gobierno 44 días después de haber asumido: es algo absolutamente insólito.
Otro tanto podría decirse del mismísimo concepto de “paro general”. En ningún país del mundo existe eso. Los trabajadores de distintas industrias pueden tener problemas puntuales con sus empleadores en distintos momentos y recurrir a medidas de fuerza, pero la idea que hay detrás de lo que en la Argentina es un “paro general” tiene más que ver con la táctica bolchevique de voltear gobiernos que con la voluntad de resolver un problema en una determinada actividad laboral.
Y ese es otro logro impuesto por el peronismo como una lógica puramente argentina que toma como normal que los llamados “trabajadores” puedan ser usados como un ariete político por una determinada fuerza de un determinado color.
La utilización abierta de la violencia también es algo que el peronismo ha logrado que sea metabolizado como hechos “normales” cuando es provocada por ellos pero que sea calificada como “brutal represión” cuando es ejercida por quien se les opone.
La inusitada permanencia en sus cargos de dirigentes gremiales que llevan 30, 35, 40 o incluso mas años al frente de los sindicatos es otro elemento que el peronismo ha “normalizado” haciendo que los argentinos lo tomen con naturalidad cuando debería ser una completa anomalía. Máxime cuando está ultra comprobado que esos dirigentes llevan un tren de vida que es a todas luces injustificable si no existiera en su vida un altísimo componente de corrupción y de delincuencia.
El peronismo también ha logrado que, al menos una parte del país, acepte con naturalidad la idea del “golpe” o del “desalojo del gobierno”. Es decir, los que se llenan la boca hablando de democracia cuando gobiernan ellos y que pisotean a todo el mundo bajo el argumento de las “mayorías populares”, se cagan en todo eso cuando quien gobierna no responde a sus intereses.
Hoy hay dirigentes que manifiestan a viva voz su “felicidad” por ver al gobierno débil y por sentir que acarician la posibilidad de deshacerse de él si tan solo se animaran a aumentar el nivel de activismo callejero. Creen ver sangre y están desesperados por ver caer a quien los enfrenta y a quien los expone como lo que son.
Esta normalización de un sentido común peronista -que tienen en el paro de hoy uno de sus más conspicuos ejemplos- es lo que está en la raíz del problema argentino. Mientras ese patrón de razonamiento no sea removido del motor que dispara los comentarios, las aseveraciones y, en el fondo, la manera de pensar del argentino promedio, las causas reales del mal continuarán pululando en las profundidades de lo que se ha dado en llamar “personalidad nacional”.
Si esa “personalidad nacional” existía -con sus más y sus menos- antes de Perón y lo que Perón hizo fue decodificarla eficazmente y profundizarla para que sirviera a sus propios intereses o si, al contrario, Perón la impuso como nuevo carácter argentino, sería tema para un profundo debate que no es la intención de esta columna, al menos por hoy.
Pero, original o profundizada, no cabe duda que el país tiene hoy una manera de pensar y de dar por descontadas una serie de premisas que no es la manera de pensar ni las premisas que imperan en otros países. Esto, naturalmente, excede lo que son las diferencias naturales entre las culturas de pueblos distintos. Esto va más allá. Esto tiene que ver con sesgos que le hacen tomar a los argentinos decisiones que no se toman en otras partes bajo circunstancias perecidas y que normalizan en la sociedad procederes que son rechazados en otros lugares.
Lo paradójico es que a los países que aplican patrones diferentes de decisión y de sentido común les va mejor que a la Argentina. Esa verificación parecería confirmar que, mientras esa raíz de razonamiento no sea cambiada, la excepcionalidad (para mal) de la Argentina continuará y las catastróficas consecuencias para quienes naturalizan esas lógicas, también.
(The Post)
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