LA CULTURA DEL QUEMADO

OPINIÓN

No tengo ganas de escribir. Me pasa y me pesa no tener ganas de escribir

Por Nicolás Lucca

Porque el acto de tirar palabras en un orden específico para que tengan algo parecido a un sentido es la única válvula de escape que tengo al desorden de pensamientos permanentes que no se apagan ni cuando voy a dormir. Nunca entendí a los que te piden “poné la mente en blanco”, sea en una meditación o algo parecido. A mí me decís “blanco” y comienzo a pensar en un tipo que pinta una pared, mientras una voz en off dice “Más que blanco, blanco Ala” con White Room de Cream como música de fondo y un arquero apunta su flecha a un blanco que, en realidad, tiene un centro rojo y delante de la pared que pintan de blanco surge una cabina telefónica pública de Londres más dos criadas de Atwood que caminan rumbo a un mercado distópico, momento en el que recuerdo que debo ir al mercado yo y que, probablemente, lo olvide hasta que el súper cierre. Y todo en los primeros dos segundos.

Escribir es ordenar ideas. Linda frase, bonita sentencia. A veces pasa, sí, pero otras veces sólo se escribe. Nunca creí que daba para decir que lo hago bien y por eso doy las respuestas menos satisfactorias cuando alguien pregunta cómo hacer para escribir. No sé. En la mayor parte de Occidente hay que saber cuántas letras tiene el alfabeto latino, luego poder ubicarlas en mayúsculas y minúsculas, más tarde componer oraciones y utilizar signos de puntuación de manera consciente. Digo de manera consciente porque soy de los que, si se deja llevar, hace una “suelta de comas”, término por el cual nos referimos a colocar esos signos en, lugares donde no, van. Y para mí las comas son como lomos de burro destinados a ordenar el tránsito, pero a la vez a frenar la velocidad de lectura y, como cuando nos encontramos un lomo en una avenida, a complicar el tránsito.

No tengo ganas de escribir pero tengo que hacerlo o mi mundo colapsa. Me frustra no tener ganas de escribir, me frustra escribir sin ganas y me frustra sentirme frustrado. Determinismo individualista, siento que es mi razón, objetivo y meta. No cumplir es faltar a una ley. Recuerdo una frase de Sebreli, creo que sobre el espíritu del tiempo, en la que afirma que las últimas décadas se caracterizan por una sociedad occidental que ha abandonado todo lo que la define y que, para el autor, son el racionalismo, la ciencia, la modernidad y la permanente búsqueda del progreso. Desde el determinismo nunca supe si estamos destinados a ser racionales, pro ciencias, modernos y progresistas –en el sentido literal de quien gusta del progreso– y nos va mal por romper con ese mandato, o si nuestro determinismo es el de cagarnos en todo lo que nos representa. Sí, mis debates internos son una joda.

Como gran paradoja, en la era del determinismo hemos determinado que somos inconformistas y que está en nuestro destino serlo, lo cual es una contradicción hermosa en sí misma. En materia de política decimos no conformarnos, pero aceptamos realidades que nos resultan incómodas. Preferimos no hablar de ciertas cosas, pero están ahí, las vemos, las sentimos, como un mamut con colitis en un monoambiente mientras sonreímos y miramos a la pared.

No, no tengo ganas ni en el fondo. Hablando de fondo, ¿vio lo del Fondo? No, tampoco me da ganas. O sea, sí, he visto gobiernos que mienten las pálidas y las militan y he visto a otros tomar medidas con culpa. Hay una novedad en eso de festejar un anuncio así. Pero no, tampoco me empuja hacia el teclado. Sólo espero que nos salga bien, qué se yo. ¿Qué quiere que le diga?

El Cambio ha sido el vocablo más repetido. Todos dicen que tenemos que cambiar. Cambiar para ser mejores, cambiar para conservar lo que tenemos, cambiar para volver a ser lo que alguna vez fuimos, cambiar para abandonar nuestra penuria de haber vivido más de un siglo a la deriva política y económica, cambiar para volver a nuestro destino de grandeza. Cambiar, entonces, para encausarnos en nuestro determinismo. Y es curioso, porque si hay algo que un extraterrestre podría decir sobre nosotros luego de repasar los eventos de los últimos, no sé, dos siglos, es que nuestra personalidad como sociedad está descrita por el cambio permanente. El cambio es una constante y lo único que nunca cambia.

De 1810 a 1853 adoptamos siete formas de gobierno distintas. Desde los inicios de nuestra historia para aquí hemos visto administraciones unitarias, federales, intervencionistas, liberales en lo económico y lo social, liberales en lo económico y conservadores en lo social, idiotas en lo social y extractivistas en lo económico. Pasamos por triunviratos, directorios, autonomías, presidentes institucionales y de los de facto. Roquistas, autonomistas, nacionalistas, radicales de Alem, radicales de Yrigoyen, radicales antipersonalistas, radicales intransigentes, radicales del pueblo, radicales de Alfonsín, peronistas de Perón I, peronistas de Perón II, peronistas de Perón III, peronistas de izquierda, peronistas de izquierda revolucionaria, peronistas progresistas, peronistas conservadores, peronistas menemistas, peronistas duhaldistas, peronistas kirchneristas, peronistas cristinistas, camporistas, renovadores, frepasistas, aliancistas, dictadores variopintos.

Este país se ha administrado con libre circulación de capitales y con proteccionismo industrial sin que prácticamente nadie pueda acertar cuál presidencia adoptó equis medida. Estatistas de moderado a exagerado y privatistas de poquito hasta el ojete, con un péndulo que se mueve a la velocidad de un tic-tac-tic. Centralistas, federalistas, expansionistas, belicistas, globalistas, aislacionistas, todos se dieron lugar en un cacho de historia que es un chasquido en términos de la línea de tiempo de la humanidad.

El Poder Ejecutivo de la Argentina ha pasado por 104 manos, sin contar los Vicepresidentes a cargo por vacaciones o viajes del Presidente. Y en esto tenemos que hacer especial énfasis en el largo período de Rosas a cargo de la representación argentina durante su segunda gobernación, los dos períodos de seis años de Roca, las tres presidencias de Perón, los diez años y medio de Menem y los ocho de Cristina. Pero fijemos el número en 104 personas a cargo de estas porciones de tierra desde 1810. Un promedio de un ejecutivo cada dos años y chirolas. Al próximo que venga a hablarme de nuestro destino manifiesto de grandeza o de volver a un tiempo glorioso, le revoleo un libro, que cada vez son más los que ni saben si muerden o no porque nunca se acercaron a uno.

Todavía hay quiénes, al hablar de países sin problemas reales, te dicen “y bueno, Suecia está habitada por suecos”. Sí, también fueron vikingos, man. Qué se yo, si nada se puede hacer que te lleve a un lugar mejor, para qué vivir.

Cierta vez llegué a casa desde el colegio con un enojo inmenso. Me había llevado Historia a diciembre. Puntualmente los últimos dos trimestres, esos que iban del Helenismo al colapso del Imperio Romano. Un milenio de hechos en menos de seis meses para una cabeza de un pibe de 13 años. Sin embargo, más bronca me dio la gastada de un compañero que zafó con lo justo. No me molestaba llevarme Matemáticas porque sabía que no era bueno con los números. Ahora, Historia me dolió porque nadie me había dicho que me costaba. Determinismo puro.

Nunca más me llevé Historia y tuve las notas más altas hasta finalizar mis estudios. En esa materia, no más. Y en el resto de las sociales. Pero porque estudié mucho más de lo que me pedían. Los libros estaban ahí para ser leídos y a la espera de darme la información que quisiera cuando yo lo deseara. Matemáticas me la llevé todos los años sin faltar uno en la cuenta. Y la aprobé todos los años en diciembre, lo que no pudo borrar el mandato autoimpuesto de que no soy bueno para los números. Pero hay algo que nunca tuve: rencor por los que sí son buenos. Es más, los admiro y amaría tener ese superpoder.

Existía en mi familia surgida de inmigrantes de la última oleada un latiguillo para referirse a alguien mal vestido: “recién bajado del barco”. Seguramente la frase sea popular, pero en casa no se decía de forma despectiva, sino con cariño mientras nos acomodaban el peinado o nos fajaban la camisa correctamente. Todos habían bajado del barco alguna vez. Venían de pueblos, por Napoli estuvieron de pasada y Buenos Aires fue la primera megalópolis que pisaron. Nos encanta repetir que el ascenso social estuvo en el esfuerzo sobrehumano de ancestros sin registrar que son cosas que nosotros seríamos incapaces de realizar. Pocos encuentran en el saber un factor primordial. El saber cultural, el saber comportarse, el saber hablar correctamente. Cosas que después nos quedaron incorporadas en la familia: los cubiertos se utilizan desde afuera hacia dentro, no se apoyan los codos en la mesa, no se come con las manos debajo de la mesa, no se habla con la boca llena, no se aletea con los codos al cortar la comida, a una entrevista laboral se va vestido como si tuviéramos intenciones de obtener el empleo, no se señala con el dedo, no se pregunta por cuestiones privadas, se hace un esfuerzo por no comerse las eses, el pan pagado con trabajo es más rico, que el lujo es vulgaridad para el que no se esforzó por obtener esa comodidad, que no se toma lo que pertenece a otro, que no se mira para otro lado cuando alguien está desesperado, que donde comen dos pueden comer tres, que al maestro se lo respeta igual que a los propios padres. Porque sabe y porque trabaja para que los chicos también sepan lo que él sabe.

No sé si está usted al tanto, pero hubo una época en la que saber no estaba mal visto, donde se pagaban grandes premios en concursos populares para el que más conocía un tema y no para el que más se acercaba en un multiple choice con ayuda. Existió una época en la que los chistes no eran hacia los cultos por sabihondos, sino hacia los burros e ignorantes. Porque existió una sociedad en la que personas con primer grado, como una de mis abuelas, tenían tantos libros leídos como cualquier bibliotecario. Una sociedad en la que los medios de comunicación más accesibles ofrecían textos de Borges, Bioy Casares, Ocampo o Sábato. Y esto no es nostalgia: es una puteada por haber permitido este desastre cultural en el que nadie tiene la certeza de absolutamente nada y todo es “me contaron que”.

Saber no era una cuestión de ocultar orígenes ni de renegar de un modesto pasado, era hambre de progreso, nada más ni nada menos. No se despreciaba al culto con modales porque tuviera esos modales, ni se creía que saber era sinónimo de dinero y, por ende, de haber cagado a alguien. Se odiaba al hijo de puta, tuviera dinero o fuera un croto. La sed de conocimiento se inculca en casa o en el colegio. A todos nos gusta decir que de la escuela salíamos sabiendo. Los mejores maestros, además de enseñarte, te dejaban las herramientas para que continuaras tu aprendizaje todos los días, con una curiosidad que da alergia hasta que no se la satisface.

Algo que llamó mi atención es la cara de asombro que solían ponerme cuando hablaba de alguna película antigua o de algún disco de otra era. Yo no sabía, pero la cultura popular en la Argentina nunca fue un tema de raigambre histórica. Sólo los especialistas abocados a la curaduría de determinadas obras, o los cinéfilos, o los melómanos son portadores válidos de esos conocimientos. Vaya definición de época: saber mucho de un aspecto cultural de tu identidad nacional es una “manía”.

Tanto a mí como a buena parte de los hijos de la clase media argentina, nos hablaron de los ídolos del pasado. Nací medio siglo después de que Gardel se estrellara en Colombia y no se me ocurriría jamás responder “ah, pero eso pasó antes de que yo naciera”. ¿Cómo se puede ser tan egocéntrico como para creer que algo no merece ser conocido porque tuvieron el tupé de realizarlo sin esperar a que sho naciera?

Lo que nunca nadie supo explicarme es cómo en un país en el que Mirtha todavía vive, a nadie se le ocurrió una política educativa que preservara la construcción y trayectoria de nuestro acervo cultural por fuera del Día de la Tradición. Tanto nacionalismo en sus versiones populares, revisionistas y conservadoras y a nadie, absolutamente a nadie se le ocurrió enseñar historia de la cultura popular a nivel obligatorio en todas las escuelas secundarias. Tenés cinco o seis años para meter en la cabeza de los chicos la trayectoria del cine, la radio, el teatro, la televisión y la música de un país que se ha caracterizado, precisamente, por hacer todo eso bien, cuando no antes que todo el mundo –como en el caso de la radiofonía–, y con la escasez de recursos que siempre nos caracterizó.

Nada podría hacer más por el bien de nuestra sociedad que conservar un cachito, algo de lo que fuimos. ¿Sabías dónde realizó sus primeras grabaciones Carlos Gardel? Odeón tenía su estudio en la radio Splendid ¿Dónde funcionaba? Si el nombre no te genera un link directo, colaboramos: en el Teatro Grand Splendid ¿Dónde quedaba? Ahí, donde ahora hay una librería que es colocada año tras año entre las más bonitas del mundo. A nadie se le ocurrió poner en el mapa lo que allí dentro se esconde, que no es un desparramo de góndolas incómodas y un amasijo de gente que toma un libro para sacarse una foto y devolverlo, sino un pedazo de historia universal. Sí, universal.

Si existen influencers de cultura Pop, es que ahí hay material consumible y nadie pareciera verlo. Y en mi mente paranoica aparece que el saber de la historia de la cultura pop de un país puede llegar a mostrar el ascenso social en una misma generación como un hecho, el humor político hasta en tiempos de dictaduras, la destreza musical aprendida sin necesidad de haber nacido en una familia acomodada. Usted que sabe música: ¿vio lo complejas que son las partituras del tango? Bueno, cuando decimos “andá a cantarle a Gardel, Le Pera y los guitarristas”, nos referimos a un grupo de otros cuatro entre los que estaba Riverol, un tipo al que tuvieron que ir a buscarlo a los 36 Billares y no porque estuviera de joda: trabajaba de empapelador. También estaba Guillermo Barbieri, un tipo sin estudios musicales que, sin embargo, todos hemos escuchado tocar si alguna vez se posó en nuestro oído Mano a mano o Yira yira. Compuso 35 canciones para Gardel. Nadie tiene ni puta idea ni aunque sea el padre de Alfredo Barbieri, de quien mi generación en adelante tampoco tiene ni puta idea. A don Guillermo no lo salvaron ni sus nietos del olvido de esta ingrata y voluntariamente ignorante patria: Carmen Barbieri es nieta del guitarrista de Gardel. Esa, la mamá de Fede Bal.

A mí me fue determinado ser el más mejor primogénito del que todo se esperaba. Mi indisciplina me pateó –y aún lo hace– muy en contra. De mis hermanos admiro precisamente eso: la disciplina total que yo nunca tuve. Carezco de esa virtud. Mi única disciplina son estas páginas escritas semana a semana y, así y todo, hace al menos dos meses que todos los textos son paridos con dolor, totalmente carente de motivación o satisfacción. Culpo en parte a los algoritmos, pero casi todo lo demás recae en mí y en mi conflicto perpetuo de romper las bolas con cosas que no generan ganas de leer ni compartir. Es que siento que, si a mi me quema la cabeza tanta noticia cotidiana y repetida, ¿cómo podría escribir algo que no leería?

Podría dedicarme todas las horas de los próximos días hasta caer rendido de cansancio a revisar, buscar y aprender más y más sobre las curiosidades populares de un país con doscientos años de historia y sus ciudades con medio milenio a cuestas. No sé si esto me despertó la pasión por la historia migratoria o fue al revés, pero van de la mano. Es imposible no relacionarlas, no vincularlas, si en mi ciudad capital hubo una época en la que uno de cada dos habitantes había nacido en el extranjero y de ese número, el 30% venía de España. O sea: el 70% siquiera hablaba castellano. Es imposible no vincular la historia cultural con las migraciones si el Tango incorporó a los ritmos negros guitarras españolas y, luego, los pianos, violines y bandoneones de la mano de alemanes, italianos, franceses y rusos.

Es imperdonable que no se enseñe las idas y vueltas de nuestra cultura popular, más allá de la literatura. Es imperdonable que sólo tengan una chance los que concurren a una escuela especializada en artes dramáticas o música. No hay disculpa posible y es muy fácil tirarle a los chicos, como si hubieran nacido con un chip que dice “me chupa un huevo qué hubo antes de mí”. No tiene perdón porque todo está ahí, disponible para un dedo que se desliza en una computadora 8 mil millones de veces más potente que una Commodore 64, capaz de hacer lo que solo la ciencia ficción pudo soñar y que, por si fuera poco, entra en un bolsillo.

Esto viene a cuento porque, como no tengo ganas de escribir, me caliento de bronca como un viejo que pasa por la puerta de un boliche. Sólo que never in the puta life se me ocurriría culpar a los chicos de lo que nosotros no hicimos. No jodamos con que no tienen ganas de aprender o no pueden o no les da. En todo caso, somos aburridos para contar las cosas. O peor aún: no podemos transmitir lo que a nosotros no nos interesa. Y como ahora está en veremos todo eso que llamamos Occidente, se ha instalado que a este choque de civilizaciones se lo combate con una batalla cultural basada en valores. ¿Cuáles valores? Si nadie conoce su historia cultural, difícilmente pueda saber cuáles son los valores que representan a su sociedad. O a sí mismo.

Supongamos que a todos les enseñamos la historia del cine argentino o los pormenores e hitos de la histórica línea temporal del teatro. Imaginemos que todos llegan a la vida adulta con una noción de cómo se desarrolló la música argentina y cómo mierda pasó que tenemos una influencia musical brutalmente desproporcionada a nuestra cantidad de habitantes. Enseñemos postales de nuestra cultura, aprovechemos esos viajes en el tiempo que significa poder escuchar o ver hoy algo que fue hecho hace poco o mucho tiempo. Mostremos las ventanas a las distintas etapas de nuestra historia por fuera de la política y de la economía y recién ahí hablemos de valores y cuáles queremos. Veamos si nos parece bien o mal cagarnos de risa del presidente de turno, perder la solemnidad, escribir canciones sobre el accionar de las fuerzas de seguridad, hacer películas sobre corruptelas varias o sobre gente que sale adelante, mostrar el abordaje de las penurias de los distintos a las normas establecidas, reírse de todo y, después de todo eso, preguntemos si están bien o mal determinadas cosas o qué se opina de lo que hoy creemos como establecido. Preguntemos si una jueza que censura un programa de humor es causal de indignación, merece tan solo una cobertura periodística, o amerita cagársele de risa durante diez minutos en horario central con la reunión de actores, músicos, periodistas y escritores más populares y más impensada que la historia haya visto. Si hubo algún puritano que se ofendió por faltar el respeto a alguna investidura, nadie se enteró o pasó desapercibido como debe ser en un Estado en el que las personas que cumplen funciones no son dioses.

Hay que enseñar todas esas cosas que formaron una identidad. Cosas que puedan ayudar a responder la pregunta “qué es ser argentino” sin caer en excepcionalidades místicas, legendarias o épicas estúpidas. Y también si queremos una alternativa para que no se vayan nuestros hijos. Como país de inmigrantes ya deberíamos saber que no es normal la emigración de quien no huye del hambre, de la guerra ni de las catástrofes. La inmensa mayoría de nuestros emigrantes son personas calificadas y con recursos que se cansaron o quieren ver otra cosa. ¿Qué te define la argentinidad? ¿Qué te hace especial? Como padre ¿qué tenés para ofrecer además de “este es el lugar en el que naciste”? No es nacionalismo, no es el dulce de leche, no es el colectivo, ni la birome ni el fútbol. Es la totalidad de una cultura que pareciera que ni nos calienta conocer. Y, por definición, nadie conserva lo que no sabe que existe.

¿A alguien le molesta que otro sepa mucho de muchas cosas? Ahí tiene los libros. ¿Jode que otro conozca mucho de música? Nunca fue tan fácil y barato solucionarlo. No hay excusa para la ignorancia, pero hay algo mucho peor y es que no existe justificación para envidiar el conocimiento ajeno con lo fácil que es preguntar. Tomar bronca por esto ya es cuestión para que sean abordadas con usted, licenciada. La historia que se enseña es la historia política y ésta siempre es sinónimo de su época, de sus contradicciones, de sus virtudes, de sus ambiciones y de cómo siente la sociedad. O sea: la cultura. Negarla, seguir en la negación de no querer conocer ni saber, continuar la senda de la ignorancia celebrada, de la consagración del burro como “tipo común”, sólo puede generar mundos peores. Porque nadie que sea experto en una cosa sabe solo de esa cosa. Sobre todo porque si sabe solo de una cosa, no sabe nada. Y eso es muy triste, ¿no?

Sí, ya sé que me pasé, que hace diez minutos que hace circulitos con el dedo, pero no me tiró una soga sobre qué hago con eso de que no tengo ganas de escribir.

P.D: Antes de que cierre la puerta, ¿me tira algún tip? Bueno, cerró, no más.

(Relato del PRESENTE)


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