OPINIÓN
Carancheo con la tragedia de Bahía Blanca. Protesta violenta y represión para extremar la polarización. Piñas e insultos en el Congreso. El peor repertorio

Por Carlos Sagristani
Los argentinos vimos, concentrada en pocas horas, una antología de lo peor del espectáculo político. Reproducida por las cámaras y la guerra de relatos del periodismo de tribus que domina el prime time televisivo.
En Bahía Blanca, demagogos sin estómago, carancheando en la fatalidad. Buscando carroña en el drama y la tragedia de los inundados. Arrojándose culpas. O encaramándose al outfit de las pecheras “solidarias”. Probablemente, hasta que el olvido haga su trabajo y las promesas de soluciones estructurales vuelvan a revelarse incumplidas en el próximo desastre.
En la calle, en unas pocas cuadras estratégicas de la gran vitrina del poder, actores impensados escenificaron una ficción justiciera. Y coquetearon con la tragedia, acaso buscada. Un cartucho de gas lacrimógeno perforó el cráneo de un fotógrafo militante. Está grave. La tele mostró a una jubilada demás de 80 años aporreada y arrastrada por policías. Manifestantes rompían baldosas y las arrojaban contra los policías. Varios de ellos resultaron heridos.
Fue un suceso anunciado. Sectores de la izquierda dura y del kirchnerismo desplegaron un ensayo de radicalización. Y usaron a los jubilados y sus justas reivindicaciones como arietes. Barras bravas entrenados como fuerza de choque se camouflaron con el ropaje inocente de hinchas de fútbol solidarios. Todo un estreno. Nunca antes actuaron ese papel cada vez que un ajuste se ensañó con los jubilados, en todos los gobiernos.
Hasta Mario Firmenich se coló en la caravana del buenismo impostado. El condenado a perpetua por la Justicia de la democracia, por homicidios y asociación ilícita, e indultado por el “neoliberal” Menem, se sumó a la protesta contra el “neoliberal” Milei.
El gobierno dejó crecer y hasta amplificó la puesta en escena con las amenazas seriales de la ministra Patricia Bullrich. La erradicación de los piquetes lustró su chapa de ruda. Y le proveyó inocultables réditos políticos en una franja de la sociedad.
¿Será por eso que se hizo poco y nada para impedir que los manifestantes violentos tomaran posiciones y desencadenaran la provocación? Hasta algún relator libertario de la tele sugirió incluso que ciertos desmanes evidenciaban el típico accionar de agentes de los servicios de inteligencia infiltrados. Como en los viejos tiempos.
No existe simetría en las responsabilidades de los protagonistas. Ni en las presentes, ni en las del pasado. Aun así, no podrían ser más funcionales unos a otros. Ambos suponen que ganan en su intento de extremar la polarización típica de su concepción belicista de la política.
Es una práctica perversa. Erradica la negociación y los acuerdos que definen a toda democracia que, en esencia, es un régimen transaccional para canalizar y resolver los conflictos. No les sirve a los revolucionarios con ambiciones hegemónicas y fundacionales. Por izquierda o por derecha, si cabe ese distingo.
El peor daño es la creciente naturalización de la violencia política. Que empieza en la palabra. Se traslada en pequeñas escaramuzas a las vías de hecho. Y ya sabemos cómo termina.
Es un fantasma que amenaza la mayor conquista del retorno, hace 40 años, al imperio –aun imperfecto– de la Constitución y el estado de derecho: la pacificación política. La decisión ciudadana de no volver a dirimir las diferencias a las piñas, a los tiros o a los bombazos.
En el interior del parlamento, políticos clase B escenificaban un doble programa de comedias clase B. Entre opositores y oficialistas. Y entre oficialistas y oficialistas. Un epílogo a la medida de esta triste antología de la degradación democrática.
(Radio Mitre)
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