OPINIÓN
El presidente Milei a menudo debe encontrarse frente a esa disyuntiva
Por Carlos Mira
Cuando Vaclav Havel asumió la presidencia de la entonces Checoslovaquia en diciembre de 1989 le dijo a su equipo: “Entramos como héroes, pero al final, cuando se den cuenta del lío en que estamos metidos y de lo poco que podemos hacer al respecto, nos emplumarán y nos echaran de la ciudad”.
Eran los tiempos del descongelamiento del freezer al que el comunismo había sometido a toda la Europa del Este. Era tal el desbarajuste que esa aberración monstruosa (que increíblemente había logrado venderse como una elaboración intelectual) había provocado en todos los países que habían pasado por el horror de sufrirla, que los desafíos que enfrentaba el nuevo presidente (así como los muchos otros en el resto de los países de la ex órbita soviética) eran inmensos.
“Como deseaban ponerse al día y formar parte de Occidente”, dice Timothy Garton Ash en su monumental obra ‘Europa’, “se fijaron en todos los aspectos -constituciones, medios de comunicación, enseñanza, economía- a fin de reproducir lo que se hacía allí. En consecuencia, sintieron de lleno el impacto frontal de realidades que habían ido cobrando fuerza en Occidente desde la década de 1970. Al cabo de treinta años, esas realidades se resumían a menudo en una sola palabra: neoliberalismo. El historiador Philipp Ther lo explica de forma sucinta: «En el Reino Unido y Estados Unidos se ponía en marcha un tren neoliberal que iba a cruzar Europa en 1989». Pero «neoliberalismo» se ha convertido en un término muy general que es preciso desbrozar si queremos entender los complejos procesos que dieron lugar a las actuales sociedades poscomunistas. Desde luego, algunas personalidades destacadas de la transición sentían una fascinación intelectual por la obra de pensadores como Friedrich Hayek y Milton Friedman, que influyeron en la política económica de Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Václav Klaus, artífice de la transformación económica de la República Checa, es un buen ejemplo. Incluso durante la Revolución de Terciopelo, en los frenéticos pasillos del teatro Linterna Mágica de Praga, encontraba tiempo para ilustrarme sobre el libre mercado. Sin embargo, la mayoría de los nuevos dirigentes políticos de la Europa poscomunista no eran creyentes convencidos como Klaus. Recuerdo que en aquel tiempo pocos debatían en serio sobre la ideología neoliberal de la forma en que en las primeras décadas del siglo xx se había debatido sin cesar sobre el comunismo y el fascismo, cuyas acciones políticas se habían justificado con referencias a textos teóricos. Sin duda algunos políticos, entre ellos Mazowiecki, Havel y Geremek, habrían preferido como resultado final algo similar a la economía social de mercado de Alemania Occidental o la socialdemocracia escandinava. Pero primero tenían que desmantelar la economía planificada para crear una liberal, y los economistas les indicaron que esa era la mejor manera de hacerlo. Geremek me explicó sus ideas con una comparación gráfica pero muy poco científica: la economía planificada era como un gigantesco bunker de cemento y probablemente hacía falta una topadora gigantesca para derribarla.
El punto era que la propiedad privada, el Estado de derecho, el pluripartidismo, las elecciones libres y justas, medios de comunicación independientes y sin censura, la autonomía académica, el pluralismo, el sistema de contrapoderes, y una sociedad civil fuerte basada en recursos económicos privados independientes del Estado, había sido liquidado. Es decir, todos los cimientos que hacían posibles los efectos que los países poscomunistas veían en la superficie de los países prósperos del Oeste, habían sido demolidos en sus territorios.
Esta situación se parece mucho a la que atraviesa la Argentina. Sin el daño profundísimo que el comunismo le produjo a los países que durante la Guerra Fría estaban detrás de la Cortina de Hierro, el peronismo, el populismo y la mentalidad colectivista le han generado al país un estropicio de dimensiones bíblicas, tanto en lo material (los aspectos económicos y comerciales) como en lo espiritual (la manera de pensar, el tipo de mentalidad y un corazón de costumbres anti-trabajo y, fundamentalmente, anti-emprendimiento).
El presidente Milei a menudo debe encontrarse frente a la disyuntiva que Klaus definió como “la rapidez es más importante que el rigor”.
Es decir, la Argentina está en un punto en donde, a veces, son necesarias las brutalidades de la “topadora” -que describía el ex Ministro de Relaciones Exteriores polaco Bronislaw Geremek- porque, lisa y llanamente, no hay tiempo para operar los cambios que se precisan operar si la gente quiere ver, en la superficie, los resultados del nivel de vida de los países normales que mira en las películas de Netflix.
En la Europa poscomunista, los europeos del Este también querían vivir “inmediatamente” como sus colegas del Oeste. El punto es que para hacer eso se debía emprenderla sin miramientos contra el bunker que el comunismo había dejado armado: su sistema legal, su ordenamiento económico y su mentalidad.
Es imposible que el bulldozer no se lleve por delante algún “cuadrito” cuando se propone derribar un edificio de cien años de prohibiciones, regulaciones, imposiciones, rigideces y militarismo mental. Pero, de nuevo, como indicaba Klaus “la rapidez es más importante que el rigor”.
A todos los que reclaman ese andar prolijo, les recomendaría la lectura Timothy Garton Ash, este escritor británico pero con un amor por el espíritu europeo que lo distingue por sobre su nacionalidad, pinta con mucho detalle lo que costó reconstruir la parte de Europa que el comunismo destruyó. Y sobre todo cómo cuenta las decisiones que hubo que tomar para tratar de entregar lo que la gente reclamaba: vivir normalmente.
A veces resulta sencillo, desde la placidez del crítico, hacer observaciones sobre el accionar del que tiene que operar sobre un campo yermo y destruido. Pero como al presidente Havel (y a otros tantos otros héroes que reconstruyeron la vida civilizada en donde durante 80 años imperó el horror), se les reconoció la tarea ciclópea que tuvieron que emprender, si el presidente Milei tiene éxito, también le aguardará un reconocimiento que, estoy seguro, él preferirá disfrutar en el llano y con sus perros antes que en el intento de perpetuarse en un poder del que, en el fondo, descree.
(The Post)
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