OPINIÓN
Hubo un tiempo en el que las guerras se libraban con parámetros que hoy nos parecen horribles
Por Nicolás Lucca
Hubo un tiempo en el que las guerras se libraban con parámetros que hoy nos parecen horribles. Lo sé yo, licenciada, y lo sabe usted. Lo sabe cualquiera que haya hecho zapping y caído en algún documental de la Segunda Guerra. Más allá de la Shoá, en lo que tiene que ver con la guerra en sí el parámetro fue el de cualquier otra guerra previa: un bando simple o mixto contra otro bando simple o mixto. El éxito de una campaña militar se medía en la cantidad de daño infligido al enemigo y la victoria se obtenía ante una rendición incondicional. Es decir: sin posibilidad ni margen de negociación alguna por parte del derrotado.
Durante un par de milenios, el grueso de la humanidad vivió ajena a la noticia de una guerra lejana. Es probable que en Inglaterra nunca se hayan enterado, allá por el año 1273, de que los mongoles habían vencido en la Batalla de Xiangyang tras cinco años de asedio. Y dudo mucho que en las ciudades chinas supieran que los ingleses vivían bajo una regencia porque el copado de Eduardo I todavía no volvía de su fallida cruzada.
Con la aparición de la prensa, las guerras comenzaron a vivirse de otra forma. Como un tren que se acerca de frente, cada vez tuvimos más cercanía temporal de lo ocurrido en los frentes de batalla. Durante la Guerra de Secesión norteamericana, las noticias tardaban pocos días en salir en los medios de las ciudades alejadas del conflicto. Durante la Gran Guerra, el telégrafo hizo de las suyas y, desde la comodidad de vivir en Buenos Aires, los porteños podían leer en Caras y Caretas amplios informes sobre las hostilidades en el Viejo Continente.
Tengo un ejemplar de esa revista del 10 de octubre de 1914, cuando todavía venía en formato bolsillo. Sobra aclarar que hablo de la Caras y Caretas original, la que marcó historia y no el triste panfleto que financian nuestras expensas. ¿Ah? ¿Por qué la tengo? No sé, la pagué 6 pesos en 1999 en un anticuario perdido por San Telmo. Le cuento porque en ese ejemplar, entre publicidades de anfetas, técnicas para adelgazar que no pasan el menor control de la lógica y un tratamiento para abrir el apetito a base de Fernet, hay un tema que atraviesa todo el ejemplar: la guerra en Europa.
Apenas iban dos meses de conflicto. Tenían un optimismo desconcertante en que todo acabaría pronto –spoiler: les falta como cuatro años más, gente del pasado– y la cobertura apuntaba a mostrar los perfiles de vida de los comandantes de cada ejército beligerante, una crónica en un hospital de sangre, loas a esa cosa rara llamada Cruz Roja, fotos de corresponsales en Londres, Bruselas, Berlin, Roma, París, etcétera. Hasta las publicidades aprovechaban el boleo y una imprenta ofrecía cuadros decorativos con las fotos de todos los generales de todos los países. En acuarela. Enmarcado. 5 pesos, envío a domicilio incluído. Una sastrería recuerda que la guerra quedará lejos, pero que esto es Argentina y anuncia una “Guerra a la crisis” con ofertas. Sí, crisis, precios, recesión, dulce de leche, asado, Argentina, man.
A la luz del siglo XXI llama la atención la neutralidad de aquellos informes, una imparcialidad probablemente fundada en que el grueso de los lectores eran inmigrantes o hijos de inmigrantes de cualquiera de los países en contienda. También es probable que la neutralidad de la publicación fuera un espíritu de época: no era nuestra guerra y aún hoy cuesta entender cómo estaban compuestos los bandos entres monarquías y repúblicas de ambos lados. Y, por si no alcanzaran los motivos, nadie nos obligaba a tomar partido.
Mire, licenciada, le muestro lo que Julio Castellanos escribió para este número:
«La guerra europea no sólo ha atacado de parálisis a la navegación, y de hipocondría a la industria y al comercio, sino que ha contaminado de fobias a la administración nacional. En las oficinas públicas todos están embanderados como filos con alguna de las naciones beligerantes, como si se tratase de un partido político. Y por discutir si los germanos o los francos usan balas dum-dum o bombones, se olvidan de poner el “ocurra a donde corresponda” a algún expediente, con lo que ocasionan no pocas indigestiones al interesado en un pronto despacho. En la sección “Objetos incontrables”, donde antes de que el kaiser hubiera alborotado a Europa con sus ultimátums, eran los empleados gente pacífica que concurría a la oficina, aunque con algún retraso –y excepto los jueves por ser día de carreras– y no abusaban más que del té con galletitas, se han formado los dos bandos inevitables: por la entente y por la casi triple.»
Pasaron 110 años, licenciada. Puede que hayan cambiado el té por el mate, pero la escena da igual aunque cambiemos el decorado. Nuestras pasiones por tomar bandos son como una obra del Yaquespiare, Shekspier, o como se llame ese señor: escritas ayer. Podrán pasar tres siglos más y acá reinará la discordia con tal de no hacer lo que cada uno tiene que hacer.
Ah, esa no la vio ¿no? Me refiero a que no me quedo en el “somos así” para quejarme sino que le tiro mi hipótesis: preferimos pelear que hacer lo que nos toca. ¿Se entiende? O sea: si al señalar un culpable pateo la pelota afuera, imagínese que en algún momento tendré que buscar otro plan. Y como no quiero hacerme cargo de lo que me toca, o busco un nuevo enemigo o tomo partido de una guerra que no entiendo o de la que digo entender. Una guerra que llevan adelante, según creemos, otras personas que no nos conocen ni nos tienen en cuenta.
Entonces, imagine si mejoro el sistema, si no tengo que buscar enemigos permanentemente porque tuve la precaución de crear uno enorme y sin rostro identificable. Ahí cambia el juego. Básicamente, porque nadie sabe de qué hablo. Y así, sigo sin hacer lo que debería hacer.
Mire, yo tenía la teoría de que hablamos mucho más de la Segunda Guerra Mundial que de la Primera porque ocurrió el Holocausto y porque cayeron las bombas atómicas. Luego comprendí que fue todo una enorme guerra con dos décadas de tregua en el medio y que nunca le damos bola a la primera de ellas porque, literalmente, no entendemos nada de lo que pasó.
Imagínese que estamos en 1915 y tengo que explicarle quiénes están en guerra. Si le digo que hay dos bandos, es mega sencillo. Si le explico que uno de los bandos es una Triple Alianza, puede que comience a complicarse, pero no es para tanto: Imperio Austrohúngaro, Imperio Alemán y Reino de Italia. El otro bando es el Triple Entente, compuesto por el “Entente Cordiale”, que era una alianza entre Francia y el Reino Unido, el Acuerdo Franco-Ruso, el Entente Anglo-Ruso… y el Reino de Italia. Sí, comenzamos la guerra de un lado, la terminamos del otro, cosas que pasan. Igual, ya se convirtió en algo inentendible. Y eso que Entente significa Entendimiento en francés.
¿De quién es la culpa de que hayan destruído el puerto de Hamburgo? Del Triple Entente, claro. Y andá a saber si fue un barco británico, la infantería francesa, un batallón ruso, las bombas italianas o un alemán que se olvidó de cerrar la llave de paso. ¿Por qué nos va mal? Por culpa de “la guerra”, así, como si fuera una persona o una empresa, y no hubiera un culpable, o dos, o quinientos, como si no existiera un estado agresor, otro agredido, y demás cosas.
No me ponga esa cara. Mire, si cree que la aburro, tenga en cuenta que fue en 1914 cuando Carl Jung comienza a darle forma a la Escuela de Zurich luego de romper con Freud. Y ya que hablábamos de la Suiza en la que vivía Jung, ¿vio que la neutralidad a veces es un negoción? Bueno, no para todos. Jung residía en Suiza, la guerra no tenía por qué afectarle, pero cayó en una bestial depresión. Justo él, que aunque usted no quiera, fue un médico psiquiatra. En medio de ese pozo consiguió algo hermoso y desarrolló un sinfín de teorías que hasta el día de hoy nos acompañan, entre ellas la del Inconsciente Colectivo.
¿Cómo que me voy por las ramas? Mire, nosotros hace varias décadas que reseteamos el contador de “Años Transcurrido sin Guerras” y todavía corre. Nos falta mucho para alcanzar el récord anterior de 112 años, pero mire lo que pasa cada vez que nos olvidamos lo que es tener un enemigo de verdad, alguien externo, uno al que le tememos porque nos enseñaron que las guerras son hasta el último hombre: nos inventamos enemigos donde hay gente que no cuenta con un botón rojo.
Creo que nosotros aprendemos con sangre. Y como el siglo XXI trajo una nueva forma de conflictos bélicos en los cuales no hemos participado, nos quedó el manual antiguo, como cuando mi vieja me compró el Kapelusz en Parque Rivadavia que incluía a la República Federativa Socialista de Yugoslavia y el Territorio Nacional de Tierra del Fuego. Estábamos en 1992. Lo mismo, pero a nivel sociedad.
Y como no soy el único que cree en eso, a lo largo de varias décadas han proliferado ingenieros políticos que caen con novedades robadas impunemente de manuales de guerra. ¿Cómo se iba a la guerra? Ah, usted es más joven que yo, cierto. Mire, la idea de una guerra, sin importar cuál fuera la motivación, tenía como objetivo la victoria total y absoluta. Obviamente, con humillación del enemigo, en caso de ser posible. Una victoria implicaba, también, una ganancia: territorio, fin de agresiones previas, deposición de un gobierno, destrucción de infraestructura competitiva, adquisición de nuevas rutas comerciales, lo que fuera. ¿Para qué ir a la guerra si no vamos a obtener algo? ¿Por el honor? No, para eso están los soldados.
Los gobiernos iban a la guerra para obtener un beneficio. Y para eso se utilizaba todo, desde el factor sorpresa, redes de espionaje y saboteadores. Miré lo que habrá calado este viejo sistema que rigió por milenios que al día de hoy vemos los números de muertos de una guerra como un precio a pagar por la gloria del triunfo y ya está.
¿Qué se necesitaba para ir a la guerra? No, no me gaste con eso del casus belli. Para ir a la guerra se necesita tener un enemigo bien, pero bien identificado y tener en cuenta dónde reside. Más que nada para saber a dónde ir a pasear los tanques.
Se cuentan en número los analistas modernos que sostienen que El Arte de la Guerra de Sun Tzu es un libro de cabecera para comprender acciones políticas, pero no todos han husmeado las páginas de la obra “De la guerra” del Mayor General Carl von Clausewitz. Este buen hombre a quien aún se estudia, sostenía que la cohesión moral de todos los combatientes es necesaria para una victoria. Y nada atenta más contra la superioridad moral de estar del lado correcto en una guerra que saber que algo de lo que apoyamos no existe, o no era tan así, o era un poco menos de lo que creíamos.
Cuando un país iba a la guerra, buscaba también compromisos de neutralidad. O sea: no te pido que te unas, pero por lo menos no me patees en contra. Y dejame moverme en paz, que no estoy para sorpresas. Y vaya que tenían beneficios por el hecho de ser neutrales. Por lo pronto, no tenían nada que reconstruir, mientras que esos otros que jugaban al quemado internacional, debían alimentarse, proveerse de insumos y, cuando todo finalizaba, reconstruirse.
Pero las guerras cambiaron. El Fin de la Historia dio paso al Choque de Civilizaciones y ahora estamos todos paranoicos, con frentes abiertos por todos lados, heridas que vienen, sospechas que van y sin un enemigo identificable.
Fíjese lo que habrá influido el concepto de guerras en la comunicación política que uno de los primeros objetivos de la guerra de antaño era bloquear la propaganda del enemigo y contrarrestar con la narrativa propia. Nuevamente: cohesión, muchachos, cohesión. Todos estamos del lado correcto. De ahí a los pelotudos que rompen en llanto porque creen que la única verdad es aquella en la que creen aunque los hechos los desmientan, solo existe un paso.
No digo que no intentemos actualizarnos, pero se nos mezcla con lo que tenemos en sangre, que no son otra cosa que conceptos viejos. Todavía hablamos de traidores cuando alguien disiente dentro de su propio metro cuadrado político. Como si estuviéramos en una guerra y tuviéramos que lidiar con un pelotudo que cruzaba la línea roja para contar dónde cargaban nafta nuestros tanques. Piense por un minuto qué pasaría si todavía se aplicara de verdad la pena capital contra los traidores en la Patria. ¿Qué hacen los países primermundistas ante una manifestación en contra del accionar bélico de su gobierno? No alcanzarían los metros de soga, licenciada.
Todavía medimos todo con la regla de Juan Sunday Perón y unos cuantos aún no se enteraron. ¿Qué es esta cosa tan marcial, de cadenas de mando, de obediencia debida, de “si no te gusta, renunciá”, tan, pero tan presente en nuestra política desde siempre?
Y ni hablemos del manejo de la información. ¿Sabe qué es la información en una guerra, licenciada? Oro. ¿Se acuerda cuando comenzamos a ver guerras en vivo y en directo? Bueno, fue cuando se acabaron las guerras tradicionales, casualmente. ¿Cómo hace un gobierno para controlar la información del “vamos ganando, seguimos ganando” si cualquier párvulo tiene en su bolsillo un estudio multimedia de alcance global?
No sé desde qué punto se cruzan los manuales nuevos con las viejas prácticas, pero esta manía global de querer utilizar las nuevas tecnologías de comunicación para minimizar o anular la información, es mezclar libros y que salga algo parecido a una estrategia. Así es que se usan técnicas antiguas con medios nuevos para resultados que vaya uno a saber dónde terminan.
¿Quién es el enemigo? Y, todo depende de qué momento de la revolución digital hablemos. En 2008 el enemigo era “el campo”. ¿Quién del campo? “Los de la Sociedad Rural y las otras entidades”. Ah, ¿quiénes de todos sus miembros? ¿Los gauchos también? ¿Quién es el enemigo en “los medios hegemónicos”? ¿Cuál o cuáles de sus dueños, gerentes, directivos, empleados, ordenanzas, administrativos y cadetes? ¿A quién acusamos cuando decimos “los periodistas”, “la casta”? Existen alrededor de 14 mil periodistas que trabajan de periodistas en la Argentina. ¿Quién es el enemigo?
Espere, licenciada, que también tenemos 3.5 millones de personas que trabajan en el sector público entre todas las provincias, municipios y la Nación. ¿Cómo hacemos para identificar quién es casta y quién no? ¿Lo es un enfermero del turno nocturno del hospital Paroissien en Isidro Casanova, Deep Matanza? No es un problema de generalizaciones, que una generalización puede ir para el lado de un estereotipo. Acá hablamos de enemigo, de alguien que quiere la destrucción de algo y, para vencerlo, hay que aniquilarlo y humillarlo en términos militares de antaño. Pero ¿cómo hacemos si en cuestión de minutos el enemigo es el compañero de bloque, el que te prestó los votos, el que te armó el equipo económico en campaña, el mejor ministro de todos los tiempos o tu mejor amigo?
Bajo esta bandera tenemos un gobierno nacional, 23 provincias y una ciudad autónoma, cada cual con su poder ejecutivo, legislativo y judicial, con sus miles de funcionarios y demás. Sumemos 1300 municipios con sus concejos deliberantes y tribunales de faltas. ¿Quién es el enemigo? Dentro de los poderes nacionales, ¿dónde está el enemigo? ¿Es más enemigo cualquiera que cuestione a Ariel Lijo que el mismísimo Ariel Lijo? ¿Son más enemigos un par de decenas de senadores que los 1800 funcionarios nacionales atornillados a sus sillones desde la época en que este país era gobernado por Violencia Fernández?
De vez en cuando pasa algo y el enemigo tiene nombre y apellido. Pero como también este país circula a la velocidad de la luz, los enemigos se nos queman rápido. Si uno quisiera leer un resumen mensual, tampoco entenderíamos quién es el enemigo. Esta semana, por ejemplo, el enemigo del gobierno fue Lousteau el lunes. Para el miércoles, el enemigo pasó a ser Mauricio Macri. No veíamos tanto desagradecimiento político desde que los Kirchner le dijeron mafioso a Eduardo Duhalde. Lo increíble es que Cristina no figura en la lista negra. Y hay un tipo llamado Sergio al que nunca mencionan.
Es un brete, licenciada. Porque señalar enemigos y pretender la instalación de una narrativa que otorgue cohesión, podía funcionar cuando nos enterábamos hoy de lo que había pasado ayer, o cuando queríamos una primicia y rodeábamos la tele o la radio como nuestros ancestros hacían con una fogata: para que nos cuenten qué pasó durante el día. En cambio hoy… bueno, hoy da un poco de cosita. Hoy vivimos todos bajo el escrutinio de la opinión pública. Somos testigos, jueces y acusados a la vez, de forma ininterrumpida, en cada acto que hacemos delante de otra persona. En este berenjenal en el que todos tenemos voz pero casi nadie un oído, hay quien pretende señalar al enemigo sin dar precisiones, pero con una descripción que bien le podría caber a usted, a mí o a mi vecino.
¿Sabía que mi vecino tiene apellido ruso? Una vez le pregunté cuándo había llegado su familia al país. Me contestó que todavía no habían arribado. No le entendí el chiste. Ah, sí, la hora. Pero no saqué ninguna conclusión y… ¿Me abre, al menos? Bueno, me fijo si está el encargado.
(Relato del PRESENTE)
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