OPINIÓN
Siéntense en la última fila de un avión cuando está vacío
Por Carlos Mira
Empiecen a ver, a medida que los pasajeros entran, que es lo que más les preocupa: la seguridad de su equipaje de mano.
Muchos de ellos harán un doble chequeo aún cuando ya sepan que las maletas están seguras.
¿Por qué ocurre eso? Sencillamente porque es mentira que el ser humano esté más interesado por la suerte ajena que por la suerte propia.
Es SU propiedad lo que les importa. Mientras la propiedad privada esté insegura no habrá tranquilidad pública: ese es el gran punto de contacto entre lo público y lo privado. La seguridad pública empieza cuando la propiedad privada está segura, del mismo modo que los pasajeros se sientan tranquilos cuando están seguros que sus pertenencias están protegidas.
Cualquier esquema social que invierta estos términos y pretenda tener seguridad pública posponiendo -o incluso peor, desconociendo la seguridad de la propiedad privada- no solo estará condenado al fracaso sino que provocará un permanente ambiente de zozobra social, igual al que el observador de la última fila de un avión podría notar en los pasajeros mientras estos no estén convencidos de que su equipaje está seguro y a salvo.
La hipocresía socialista de vender un horizonte utópico en donde la regla no sea el interés propio sino el altruismo ha fracasado ostensible y rotundamente en todo el mundo, en todos y cada uno de los lugares donde se intentó porque sencillamente es una idea contranatura. Y las ideas contranatura no funcionan: chocan contra el orden cósmico del Universo y se hacen pedazos contra el suelo.
Una vez le escuché decir a Damián Szifron, el director de “Relatos Salvajes” que condenar al socialismo por algunos fracasos sería lo mismo que condenar a la obra “Romeo y Julieta” simplemente porque una puesta en escena de esa obra fue mala.
El problema, Damián querido, es que TODAS las puestas en escena del socialismo han sido malas: no hay un solo ejemplo en todo el mundo en donde la “puesta” haya sido buena.
Los países nórdicos, quizás los que estuvieron más cerca de ofrecer una versión comprable del Estado de Bienestar en los ‘80, tuvieron que recoger apresuradamente el barrilete durante los ‘90 y los 2000 porque iban directo a la quiebra, más allá de contar, por el desánimo social, con las tasas de suicidios más altas del mundo.
Szifron no comparte sus ingresos: habla de un estado ideal en donde la obligación de repartir es de los demás, no de él. Si estuviera abordando un avión sería el primer intranquilo hasta saber que su equipaje de mano está seguro.
Detrás de todo socialista hay un inmenso hipócrita. Hablan sobre las conductas que deberían tener los demás, pero no de las de ellos. Y para rematarla tolerarían que un mandamás oficie de “repartidor” compulsivo, siempre que el sistema le siga asegurando lo suyo.
Para decirlo en palabras simples, el socialismo es una pura y simple mierda: it sucks.
El socialismo tiene dos tipos de personajes en su universo: la élite que vive de la demagogia para hacerse millonaria y los zombies resentidos que creen que la justicia consiste en que todos tengan las mismas posesiones materiales independientemente de los méritos de cada uno.
Los Szifron de la vida pertenecen al primer universo, las generaciones que han sido educadas en el adoctrinamiento peronista componen el segundo.
Entre ambos está la gente que trabaja, explotada por los primeros y envidiada por los segundos.
¿Qué puede salir de un orden social basado en ese sistema? Solo el mismo desorden que el observador de la última fila del avión observa mientras los pasajeros conservan la inseguridad sobre sus pertenencias.
Terminar con la hipocresía socialista puede ser uno de los hitos más grandes de la administración del presidente Milei. Independientemente de los que consiga en el terreno que es su especialidad (la economía) y lo que pueda lograr en materia política (con el avance legislativo de las reformas) derrumbar la mentira socialista -que es generosa con lo ajeno y egoísta con lo propio y que gusta de usufructuar los bienes y servicios que produce la idea que su engendro pretende destruir (como los iPhones, los viajes y los buenos autos)- puede convertirse en la más grande contribución que el presidente pueda hacerle a la Argentina.
Esta observación no significa que la “nueva sociedad” deba ser una selva parecida a la de los pasillos de los aviones en donde no son extrañas las peleas por un lugar en los portaequipajes.
La moderación del interés propio fue explicada como nadie en la historia por Alexis de Tocqueville, luego de su viaje de 9 meses por los EEUU en 1830.
Confirmando que, en la nueva sociedad democrática “el interés individual se iría convirtiendo cada vez más en el principal, si no en el único móvil de las acciones de los hombres”, Tocqueville advierte que lo que “falta saber es cómo entenderá cada hombre su interés individual”.
Un poco más adelante afirma: “En EEUU no se suele decir que la virtud es bella. Se afirma que es útil y se demuestra cada día. Los moralistas americanos no pretenden que haya que sacrificarse por los semejantes porque sea hermoso hacerlo…” El tema es que él observa que allí, esos “sacrificios” no se entienden solo como un beneficio para otro sino como un beneficio para uno mismo: sería algo así como verle la costado egoísta a la solidaridad. En una palabra: soy solidario no por la hermosura del romanticismo sino porque me conviene a mi. Si de ese acto que hago porque en el fondo me conviene a mi, resulta un beneficio residual para otro, tanto mejor. Pero el punto es que lo que me mueve a ser solidario es que el ejercicio de esa solidaridad, antes que nada me conviene a mi.
Tocqueville se pregunta “¿qué les interesa a los hombres? Sus propios intereses. Ergo, demostrémosles y enfaticemos cómo promoviendo el bien común hay una gran utilidad y beneficio tanto para los demás como para uno mismo.
“El interés bien entendido es una doctrina poco elevada, pero clara y segura. No persigue grandes fines, pero logra alcanzar sin excesivo esfuerzo lo que pretende. (…) No tengo inconveniente en afirmar que la doctrina del interés bien entendido me parece, de todas las teorías filosóficas, la más adecuada a las necesidades de los hombres de nuestra época y que la veo como la más firme garantía existente contra ellos mismos. Hacia allí, pues, debe dirigirse principalmente el espíritu de los moralistas de hoy. Aun cuando la juzguen imperfecta, deben adoptarla como necesaria (…) A fin de cuentas, no creo que haya más egoísmo entre nosotros (Francia) que en América; la única diferencia es que hay allí un egoísmo cultivado y aquí no. Todo americano sacrifica una parte de sus intereses particulares para salvar el resto. Nosotros queremos conservarlo todo, y con frecuencia todo se nos escapa”.
Precisamente gracias a esa “adaptación” la propuesta que desarrolla Tocqueville tiene una gran ventaja con respecto a las más celebres y reconocidas teorías políticas o morales: es realizable para el hombre común.
Tocqueville destaca algunas claves: “(…) Han adquirido conciencia de que en su país, y en su época, el hombre es llevado hacia sí mismo por una fuerza irresistible (el individualismo exacerbado) y, al perder la esperanza de contenerla, no se ocupan ya sino de guiarla”.
“No procuraron resistirse en vano a la fuerza irresistible del individualismo, algo que hubiera limitado lo mucho de positivo que tiene la iniciativa privada, ni se dejaron atropellar por su vehemencia en un individualismo exacerbado donde se rompen los compromisos y responsabilidades con los otros. No. Como si fuera un río caudaloso, lograron encausarlo y sacarle utilidad a su avasallante ímpetu. De éste modo, lograron desarrollar un individualismo sano, moderado, que es el eje de la sociedad moderna mediante la iniciativa privada y la sana ambición. Al mismo tiempo, ponen los límites frente a su faceta descontrolada o exacerbado. Estos límites se logran mediante la dedicación voluntaria y consciente de que una parte de su tiempo, capacidades, dinero, en fin todo tipo de sacrificios, debe contribuir al bienestar social. Es un deber no una opción.
Así lo relata Tocqueville: “Los americanos, se complacen en explicar mediante el interés bien entendido casi todos los actos de su vida. Se complacen en demostrar que un sensato egoísmo les lleva sin cesar a ayudarse unos a otros y les predispone a sacrificar en bien del todo una parte de su tiempo y de sus riquezas (…) Un sensato individualismo puede complacer nuestras ambiciones personales y al mismo tiempo satisfacer y contribuir al bienestar general”.
En la Argentina hicimos todo lo contrario: pretendimos imponer la solidaridad y el altruismo no solo por la fuerza sino por la creación de un mainstream social que condenó la persecución del éxito individual como un delito moral.
El resultado fue que los que se enancaron en las altas torres de la virtud y desde allí empezaron a dirigir admoniciones morales sobre lo que debía hacerse, aprovecharon esa demagogia para llenarse de oro ellos al tiempo que esparcieron una cultura del resentimiento y de la envidia que fue la que nos trajo hasta aquí.
Esa élite se propuso a sí misma como el gran árbitro de lo que ellos mismos se encargaron de calificar como “conflicto social”.
De resultas de ese arbitraje ocurrió lo siguiente:
1.- ellos se quedaron con la parte del leon,
2.- a los supuestos beneficiarios solo le llegaron migajas de pobreza, y lo peor,
3.- instalaron una mentalidad que mató la iniciativa privada y creó una cultura avergonzada por el éxito.
No debería haber demasiadas sorpresas sobre el hecho que, después de 80 años de este disparate, el país haya caído al más profundo de los subsuelos.
Si el presidente Milei logra extirpar esta “anomalía moralista” (que de moral solo tiene el verso porque en realidad sirvió para alentar el robo de unos pocos) y cambiarla por la doctrina del interés propio bien entendido, sus eventuales logros económicos quedarán reducidos a la altura de un detalle, comparados con el copernicano giro que semejante cambio operará en la mente argentina.
Ojalá las fuerzas del cielo lo acompañen para que pueda lograrlo.
(The Post)
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