LA CULPA EN EL OTRO

OPINIÓN

Que la suerte de los países está atada al tipo de legislación que tienen, es cada vez menos discutido

Por Carlos Mira

Lo que parece ser algo bastante obvio fue puesto en duda durante décadas en la historia humana. En efecto, muchos países, durante más tiempo del conveniente, se empecinaron en echar mano a otras causas para explicar los motivos de sus reiterados fracasos.

Aseguraban que nada de malo había en sus leyes y que las razones por las que no podían avanzar debían buscarse en otros sitios.

En muchos de esos casos, esa idea de buscar las razones de un fracaso “en otros sitios” tenía una interpretación literal, es decir, que estos países señalaban a otros países u organizaciones como los causantes de sus problemas, como si la culpa de sus tropezones fueran los obstáculos que otros les ponían.

No sé cuánto ha contribuido el psicoanálisis (o los mecanismos de pensamiento que el psicoanálisis genera) a que estas interpretaciones dominaran gran parte de la historia de muchos países. Pero lo cierto es que, obviamente, una escuela que te enseña que vos no sos casi culpable de nada y que lo que te ocurre en la vida es el resultado de lo que otros te hicieron y que no debes sentir culpa por nada sino imponerte con tu propio “yo” parecería, en principio, haber jugado un papel importante.

Creer que tenés la capacidad de negar ciertas revelaciones propias del sentido común cuando ellas se empeñan en oponerse a lo que tu “yo” te indica, puede volverte ciego a la posibilidad de aceptar que, simplemente, estás haciendo algo mal.

¿Algo mal comparado con qué?, seguramente te preguntará alguien fanatizado con el psicoanálisis. O, para usar una terminología tan común en ese reino, “¿desde qué lugar me decís que estoy haciendo algo mal?” “Pues desde el lugar que parecen señalar aquellos a los que les va bien”, debería ser la respuesta.

Este relativismo al que las teorías psicoanalíticas han expuesto al mundo, han repercutido notoriamente en la suerte de los países en el último siglo.

La rebeldía que supone relativizar incluso hasta los más elementales principios del sentido común, fue señalada como uno de los principales rasgos de “independencia” que toda persona que se estime a sí misma debería mostrar.

Trasladados esos conceptos de las conductas individuales a los países (si bien las naciones no se psicoanalizan) es bien visible como algunos países se han empacado en ese ensimismamiento y han rechazado de plano cualquier alternativa de siquiera considerar la posibilidad de que su fracaso sea el resultado de su propia culpa.

La Argentina ha sido una especie de epítome de esa postura. Si bien en general América Latina se ha caracterizado mucho por esta especie de altanería de cuarta, la Argentina ha sobresalido por sobre las demás naciones de la región.

No en vano el país, y en particular Buenos Aires, es uno de los lugares del mundo con mayor cantidad de psicoanalistas por kilómetro cuadrado y de mayor densidad de psicoanalistas en relación a su población.

La típica postura de no estar dispuesto a aceptar “recetas” que vengan del exterior o soluciones que se apliquen en otro lado, ha sido una especie de sello de identidad del país de los últimos 100 años.

“Nosotros hacemos todo bien y tenemos el mejor orden jurídico del mundo, lo que ocurre es que los intereses de los poderosos -en alianza con los rancios cipayos del país- no quieren que triunfemos y sabotean nuestro éxito”.

(Breve digresión: para otro capítulo quedará la explicación de la paradoja de que esa especie de “egoísmo” insuflado por el psicoanálisis en los psicoanalizados termina, en la mayoría de los casos, generando individuos “altruistas” a nivel de las posturas sociales o “filosóficas” que sostienen… Raro: egoístas en los hechos pero altruistas en los papeles: enamorados de la humanidad pero en guerra con el hombre).

Volvamos…

El encadenamiento de fracaso tras fracaso no fue suficiente evidencia para cambiar esa obcecación. Al contrario: cuanto más estrepitoso fuera el fracaso y cuanto más se escuchara la teoría de que la culpa era nuestra, más se insistía en el error.

Una de las argumentaciones favoritas de los defensores del “nosotros hacemos todo bien” fue decir que el tipo de legislación argentina era perfecta pero que el país había tenido la “mala fortuna” de caer en manos de malos ejecutores que habían arruinado el funcionamiento perfecto de las leyes que la sociedad había elegido darse a sí misma.

Lo primero que llama la atención frente a esta postura es, obviamente, la dimensión de la “mala fortuna”. Haber tenido la desgracia de ser el lugar del universo en donde se habría producido la concentración de mal paridos más alta de la historia humana, sonaría hasta soberbio: sería algo así como plantear que, hasta en lo malo, somos los mejores.

Por eso esa explicación empezó a quedar ridícula, especialmente luego del latrocinio kirchnerista.

El nivel de profundidad a que el kirchnerismo llevó el tipo de legislación que es en realidad el motor que ha tenido la frustración argentina, ha sido de tal magnitud que -más allá de que en los 20 años de dominación del mal patagónico paradójicamente ha ocurrido también la existencia en la cima del poder de una banda de mafiosos- la velocidad de la debacle del país se incrementó a tasas geométricas.

La Argentina desde principios de los años ‘20 (y con gran notoriedad a partir del peronismo) se ha dado a sí misma un tipo de ley que aquí llamaremos “dependiente de personas”.

¿Qué quiero decir con “dependiente de personas”? Pues sencillamente que la posibilidad de que la ley fuera “buena” o “mala” (o que causara buenos o malos efectos) dependía de que su implementación cayera en manos de “buenas personas” o “malas personas”.

Sería algo así como una legislación efectivamente perfecta en los papeles pero que necesita de un ejecutor inmaculado para funcionar porque, de caer ese instrumento “perfecto” en las manos equivocadas, el resultado podría ser incluso peor al que se hubiera tenido de haber contado con una ley no “tan buena”.

Sería algo así como la quintaesencia de que “lo mejor es enemigo de lo bueno”: tanto énfasis habría puesto la Argentina en darse a sí misma la ley perfecta que se perdió lo que podría haber obtenido de una ley apenas “buena”.

Me parece que la distinción entre leyes “buenas” y leyes “perfectas” radica en la mayor o menor dependencia que unas y otras tengan de la injerencia humana.

La prueba empírica demuestra que, mientras las leyes “perfectas” son “dependientes de las personas”, las leyes “buenas” son “a prueba de personas”, esto es, son un tipo de leyes que, caigan en las manos de quienes caigan, no podrán causar un estrago social.

A esta altura, obviamente, estoy tentado de cambiarles el calificativo a ambas e invertirlo: pasar a llamar solo “buenas” a las que antes llamábamos “perfectas” y llamar “perfectas” a las que antes solo considerábamos “buenas”.

Muchas veces los adjetivos que se le ponen a las cosas (en este caso a las leyes o al tipo de legislación) deriva de que su análisis se hace en la asepsia del laboratorio y no en la impureza de la calle: el tipo de ley argentina podría ser “perfecto” en la pureza de la teoría pero en la práctica ni siquiera es que pasó del nivel “perfecto” a un mero nivel “bueno”: pasó de lo que se creía iba a ser un sueño a ser una pesadilla.

Un tipo de legislación, digamos, menos “ambicioso” pero más realista, habría evitado que las “joyas legales” ejecutadas por los “mal paridos” (que la “mala fortuna” habría puesto en el camino de los argentinos) hubiera destruido al país.

Si en lugar de “depender de personas” el orden jurídico hubiera sido “a prueba de personas”, otra hubiera sido la “fortuna” de la Argentina y quizás el país no tendría necesidad de buscar en “la mala suerte de estar en manos de mal paridos” las explicaciones de su fracaso.

Si el psicologismo no le hubiese inculcado a los argentinos el convencimiento de que, en la vida, siempre los culpables son “los otros”, tal vez, como nación, la Argentina no se habría inclinado a pensar durante tanto tiempo que sus problemas eran causados por “los de afuera”, evitando así caer en dos problemas que hoy están en la base de su fracaso:

1.- cerrarse a imitar lo que hacen los que triunfan, y

2.- entregar a una élite un conjunto de herramientas legales que, presentadas como un pasaporte al paraíso, fue en realidad un vehículo para la riqueza de la élite y la miseria del pueblo.

Me dirán que quienes se psicoanalizan en la Argentina son apenas una ínfima minoría. Es cierto. Pero la corriente de la “no culpa propia” -tan típica del psicoanálisis- encajó perfecto en esa mentalidad y la exposición de una franja importante de la elite dirigente a los influjos del psicoanálisis, en mi criterio, no hizo otra cosa más que profundizarla.

La sociedad argentina prefirió quedarse a esperar que la legislación “perfecta” produjera los resultados mágicos que prometía y, cuando no llegaron, en lugar de reconocer que había fallado al darse a sí misma ese tipo de ley, prefirió creer el cuento de que el país había tenido la mala fortuna de caer en manos de personas que no supieron aplicar las leyes que la sociedad había elegido e identificado como las “mejores”.

Aquello de que, a veces, “lo mejor es enemigo de lo bueno”, totalmente ausente del razonamiento argentino. ¿Cómo un omnipotente que nunca falla y que nunca tiene la culpa de nada, podría haberse equivocado?

Siempre -como nos enseñaron los psicoanalistas- es mejor creer que la culpa es de los demás; que nosotros, si es que nos equivocamos, solo lo hacemos cuando hacemos lo que nos dicen los demás, aunque esos consejos vengan de quien te puede demostrar lo buenos que han sido esos principios para ellos.

Ojalá que esto que parece percibirse hoy (que los argentinos -o al menos algunos de ellos- han empezado a considerar la posibilidad de que no son tan omnipotentes y que pueden haberse equivocado al elegir el tipo de ley que eligieron darse) no sea un mero soplo de un viento ocasional sino un verdadero vendaval de renovación.

(The Post)




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