CONTRAFÁCTICO

OPINIÓN

Buenos Aires, en algún momento reciente

Por Nicolás Lucca

Nuestro viejo amigo Juan sale por unas cervezas con su gran amigo. En realidad lo hacen para verse las caras de vez en cuando, que con el paso de los años, ahora se dedican a engordar en sus casas.

Las conversaciones triviales han desaparecido hace ya demasiado tiempo. Hablar de fútbol es hablar de política. Hablar de parejas es hablar de política. Todo es hablar de política, menos la política, a excepción de hablar de política, que hoy es tener que hablar de cholulismo, de si el presidente pasa mucho o demasiado tiempo en Xwitter y si lo va a llamar a Majul para que vaya a reírse de sus ocurrencias todos los meses. Con la cámara desde arriba, claro.

Lo que no cambia, sino que va en aumento, es el criterio al hablar de cualquier cosa: mantener una conversación es en términos futboleros.

Juan tira un comentario que roza lo bucólico sobre el costo de la bebida en comparación a otras cosas. Entre sus rápidas comparaciones, ya sabe que es más barato ponerse en pedo que comprar comida. Medio kilo de café, o una colita de cuadril, da igual: cuestan lo mismo que ocho litros de cerveza. La curda es una buena forma de pasar el rato sin pensar en las cosas que nos llevaron a embriagarnos.

–¿Y qué preferías, que gane Massa?– disparó Pedro con la sutileza del que no quiere reconocer que está como el ojete pero feliz con el resultado. Como cuando ganás un partido aunque con nueve lesionados y tres expulsados. Festejos, tranquilidad, alivio. Hasta que recordás que te falta el partido revancha.

–¿Para vos estamos en el año 2024 o en el 11111101000?– contrapreguntó Juan tras darle un largo sorbo a su pinta.

–No te entiendo– contestó Pedro semi atragantado con una papa frita.

Juan no quiere tener que explicar el sistema binario. Un chiste explicado es un mal chiste. Tampoco quiere decirle que él no prefería nada porque ya estaba resignado con las opciones electorales ni bien comenzó el año anterior. Una ponencia en vano, claro está, ya que el mundo está dividido en dos.

Como siempre, solo que hemos vivido bajo una ilusión de abundancia de opciones. Todo muy bonito, la variedad de colores en las boletas, los debates entre cordobeses y argentinos, las internas de coaliciones de lista única y demás cosas. Pero a la hora del bife, solo hay dos puntos: carbonizado o con posibilidades de recibir RCP.

Y si tan solo fueran las cosas binarias, quedaría todo ahí y punto. Lo nuestro está siempre varado en lo contrafáctico como única alternativa posible a una pregunta que nadie hizo. El famoso “si hubiéramos hecho tal cosa”.

El recuerdo más antiguo que Juan tiene de un contrafáctico fue la primera vez que escuchó decir “acá nos equivocamos, vistes, teníamos que echar a los gallegos, no a los ingleses”. Probablemente haya sido en boca de su padre, odiador de todo lo británico a excepción de su música, de los que consideran que el Almirante Guillermo Brown no es el Admiral William Brown nacido en el Reino Unido. Tampoco le enseñaron que el primer cementerio de protestantes que tuvo la Argentina fue clausurado en cuestión de meses por la cantidad de oficiales británicos que morían combatiendo por nuestra independencia en combates navales para los que no teníamos experiencia.

Juan comienza a contarle esa historia a Pedro pero es interrumpido en segundos, no más.
–Vos querés regalar Las Islas.

Juan no sabe si tomarse la pinta por el ojo para sufrir con otra cosa, pero optó por decirle que él no dijo nunca que las islas son británicas “como algunas personas sí hicieron”.

–Bueno, pero en campaña se dice cualquier cosa– contrasta Pedro mientras succiona restos de cheddar de su dedo índice.

–¿Vos no decís que, casualmente, sólo están haciendo todo lo que prometieron en campaña? ¿Están haciendo cualquier cosa o las promesas se cumplen? Ponete de acuerdo.

–¿Ves que querías que gane Massa?

Las hipótesis históricas contrafácticas son un embole, además de configurar el mayor acto de autoindulgencia que uno pueda llevar adelante: no sólo no se es responsable de las desgracias que puedan suceder, sino que encima se cree que, si la historia hubiera tomado otro rumbo mucho tiempo antes de nacer, la vida sería distinta. Usualmente, todos somos autoindulgentes contrafácticos. Nos gusta creer que no tenemos la culpa de lo que pasa y que nuestro presente sería idílico si otros sujetos hubieran tomado otras decisiones que escapan a nuestro control. Pero eso también se rompió. Ahora estamos como el orto gracias al contrafáctico y no por culpa del mismo. Todo podría ser peor.

La base de la creencia de las invasiones inglesas es creer que no haber echado a los ingleses nos habría puesto a la altura de Estados Unidos. Es lo mismo que suponer que si mamá se hubiera casado con el señor rico que se la quiso levantar a los 17 años, nosotros seríamos millonarios. O que nosotros seríamos.

Y Estados Unidos no fue un virreinato español conquistado por ingleses: nació como una asociación de 13 estados fundados por ingleses. Si queremos ver ejemplos de lugares que ya estaban organizados y fueron conquistados por ingleses, deberíamos mirar para otro lado: Botsuana, Ghana, Camerún, Malaui, Kenia, Pakistán, Zambia, Bangladesh, Zimbabue, Suazilandia, Sudán, Uganda… ¿Acaso es culpa de los ingleses que esas naciones se encuentren en el furgón de cola del desarrollo? Andá a saber: es totalmente contrafáctico.

Muchos de los valores que se ponderan de los norteamericanos –quienes ponderan esos valores, claro– tienen su origen en el Reino Unido de la Gran Bretaña, pero fueron modificados, perfeccionados o desarrollados a pesar de, y no gracias a la cultura británica. La política de desarrollo demográfico de Estados Unidos basada en la inmigración fue una decisión del Estado norteamericano independizado, no una idea de la realeza británica. La llegada masiva de inmigrantes europeos a la Argentina fue una política de Estado encarada por el gobierno argentino.

Ambas medidas no se han visto en ninguno de los países que fueron conquistados por la corona británica. Primero, la Argentina no existía ni en la primera ni en la segunda invasión inglesa. Segundo, hablar en primera persona del plural sobre lo que se debería haber hecho a principios del siglo XIX cuando nuestros ancestros de aquellos años estaban con sus cabras en algún monte europeo, es de boludos.

Si Argentina hubiera sido conquistada por los ingleses, no estaríamos acá. Igual que si mamá se hubiera casado con el señor millonario. Binarismo contrafáctico: o ingleses o españoles. Como si los Estados Unidos fueran perfectos. Detalle para cualquiera que no se haya dado cuenta: esa identificación brutal que sentimos con Los Simpsons existe porque retratan una sociedad demasiado parecida a la nuestra. Springfield no queda en el segundo cordón del Conurbano Bonaerense.

–Te quedaste colgado, Juan

–No, pensaba en algo: si estuviéramos en 1950 y te dijera que la Unión Soviética no debería existir ¿me preguntarías si hubiera preferido que ganaran los fascismos?

–¿Sos boludo? Eso es recontrafáctico.

Juan piensa cuánto costará pedir la canilla de tirar cerveza para hacerle una enema de Porter a su querido amigo, mientras intenta recordar cosas positivas que justifiquen su amistad. Obviamente, las encuentra. Pero cada vez le cuesta más. Porque todo, absolutamente todo está teñido de política. Y de guita, claro. El argentino de la nueva década del veinte debe hablar de guita todos los días. Y cuando solo se puede pensar en una cosa, no queda tiempo para pensar en absolutamente ninguna otra de esas que hacen que valga la pena ganar plata y de las otras para las que no se necesitan guita. Pero como tenemos que pensar en dinero para sobrevivir o tener techo un par de meses más, tampoco quedan ganas para las cosas que no requieren de dinero.

–Te volviste hippie, Juan– arroja Pedro y larga una carcajada cómplice.

–¿Pero vos no pensás en guita todo el tiempo? ¿No viste lo que fue la inflación de este mes? ¿Y la del anterior? ¿No viste lo que aumentaron las prepagas, los colegios, los seguros de los autos, los impuestos y todo menos nuestros ingresos?

–Peor era si ganaba el kirchnerismo.

Juan ya decidió que esa noche llegará totalmente alcoholizado a su casa. O a cualquier casa. Mientras ordena la carta entera “en ese orden”, entrega la tarjeta de débito y la del Incucai por si se queda sin fondos, nuestro amigo comienza una perorata sin fin.

–Qué se yo… De preferir, quiero cuentos, historietas y novelas, pero no las que andan a botón. Yo las quiero de la mano de una abuela que me las lea en camisón.

–¿Ah?

–Que yo quería un cielo bien celeste aunque me cueste, y ahora resulta que me costará el triple de lo que ya lo pagué mil veces en cada crisis que me dijeron que era “terminal”, como todas las putas crisis económicas que tuvo este país desde que en 1873 tuvimos una crisis “terminal” por déficit en el comercio exterior, imposibilidad del pago de deuda externa, capitales especulativos y escasos, y la cantinela de siempre.

–Bueno, pará, Juan, no es para tan…

–Ya sé de dónde vengo, Peter. Muchas veces, en la vida, no hay demasiadas opciones y uno va a regañadientes aceptando lo que le toca en pos de un mal que considera menor. No sé vos, pero yo no imagino a nadie con la calculadora en la mano y una copa de champán en la otra para celebrar que este año destinará siete sueldos enteritos al pago de impuestos. Bueno, no imagino a nadie de la puerta para afuera del Borda. Debe hacerlo y lo hace mientras recontra putea. ¿Y con qué me encuentro? Con el Claudio María Domínguez de los economistas que dice en una entrevista que “gracias a las moratorias nos educaron para no pagar”. ¿No era que los impuestos son un robo? ¿No era que, en la Argentina, “la evasión debería ser considerada un derecho humano”? ¿Vos viste las contraprestaciones de nuestros impuestos? Más que moratorias deberían llamarse “te pido disculpas, man”. Pero ahí andan, con un quilombo nuevo por día, bien agitados todos en redes sociales, para que nadie pregunte “che, ¿y qué medida tomaron hoy?”

–Juan, pará, no podés hacer fondo blanco que ya no tenés veinte años y la venita de la sien se te marca y…

–Y de pronto son todos papistas. La guita de los comedores ahora la manejan los evangelistas, Milei llora en el muro de los lamentos y se abraza con el Papa. Lo de Iglesia y Estado por separado, mantra laicista del roquismo y de la Generación del 80, tuvo una vuelta de tuerca: ahora no sabremos qué separar primero.

–Bueno, Juan, no hay socotroco que te venga bien– interrumpe Pedro como quien llena el tanque de un carro hidrante con aeronafta.

–¿Quequé?

–Que los medios agreden a los líderes de derecha por hacer lo mejor por sus países. Mirá Bukele, mirá a Trump o a Putin.

–¿Putin? ¿Trump? ¿Ya te mamaste o estás así de tarado de antes y no me di cuenta? ¿Cómo es que podés defender al hijo de puta de Putin a pesar de que el Presidente se abrazó con Zelenski, pero no podés cuestionar absolutamente nada de todo lo demás? Y mejor ni te pregunto qué tienen en común un partidario del proteccionismo ultramontano como Trump y un tipo que quiere importar argentinos.

–Bueno, pero lo del Papa fue un gran gesto y a vos tampoco te va.

–¡Pero no fui yo el que lo trató de ser el representante del maligno!

Las relaciones interpersonales comenzaron a reconfigurarse. Como las alianzas políticas, nuestra vida social comienza a verse afectada por tipos que celebran el estado general de las cosas. Y eso es un componente nuevo. Hay personas que celebran a Milei por lo que es en sí, porque les parece divertido, porque les causa gracia tener un indomable. Y es absolutamente válido. El tema es cuando armás una juntada con amigos que saben que tenés que mudarte en este contexto, o que tenés que elegir a cual pibe mandás a un colegio privado, o que tenés que pensar si te sale más barata la prepaga de tu vieja todos los meses o un sepelio por única vez. Y llegan y comienzan, solitos, a hablar felices de las domadas en Xwitter. Como si no hubiera otro tema. Y no, en la Argentina de los últimos tiempos, no se puede hablar ni de los Oscars copados por los progres, ni del fútbol que debería ser privatizado, ni de religión porque Milei batió un récord con sus 70 minutos de reunión privada.

–Mirá lo que habrá sido que ni los medios pudieron hacerse los boludos y tuvieron que reconocer que fue una visita récord– señala Pedro como quien le agrega una cuarta estrella a la camiseta de la Selección.

–Peter, cortala con los medios que en los de mayor alcance está más blindado que el Papamóvil Pakistan Edition. Setenta minutos es un récord que ustedes creen que es cucarda de aprobación pontificia. Como si un gobierno liberal lo necesitara. Como si un gobierno lo necesitara. También pudo haber sido un exorcismo, el consuelo de que todos los perros van al cielo, una introducción al funcionamiento del Estado…

–¿Sabés a quién no recibió nunca el Papa?– tira Pedro con media sonrisa.

–Tampoco se juntaron con ningún Papa los presidentes Roca, Pellegrini, Avellaneda y Sarmiento, mientras que cualquier dictadorzuelo es recibido porque así es el protocolo.

–¿Ves que nada te viene bien?

Y Juan sí sabe que hay cosas que le vendrían muy bien. Primero, que Peter pague la cuenta. Segundo, no tener que pensar en guita todo el fucking tiempo. Tercero, no tener que pensar en políticos, en quién le hará menos daño. Y que todo deje de ser tan binario y simultáneo, como si no pudieran hacerse las cosas bien y sin aturdir.

Acá siempre hay que elegir y tomar partido con todas las fuerzas posibles. ¿Una plataforma de compra-venta no paga 150 millones de dólares por el beneficio de la economía del conocimiento? Es una exención impositiva. ¿Un festival es beneficiado por una exención impositiva para llevar a miles de personas a gastar al culo del mundo? Es un despilfarro. Azules o colorados, unitarios o federales, peronistas o los que les ganen, membrillo o batata, con o sin papa, eficientes o transparentes, resolutivos o institucionalistas. Nunca las dos cosas, eso no se puede. Mirá si nos vamos a privar del atroz encanto de ponernos una camiseta y preguntarle a otro “Qué hubiera pasado sí”.

(Relato del PRESENTE)


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