UNA CIRUGÍA GRAVE QUE NECESITA SUERTE, PERICIA Y CORDURA

OPINIÓN

El himno que pidió Javier Milei –amante de los mensajes cifrados– para su noche de gala en el Teatro Colón


Por Jorge Fernández Díaz

Aquel caballero atildado y reo, de moño elegante y prosa lírica, era redactor de la vieja revista Gente y participaba de la tertulia regada con whisky que se desplegaba cada noche en el café de México y Paseo Colón. Se llamaba Horacio Ferrer y era admirador de Mario Mactas, y de un grupo de periodistas cultos y audaces que pernoctaban en la “alegre demencia de aquella redacción” (sic). Una tarde de 1969 salió a pasear por el centro, transido de tristeza existencial, y se le ocurrió una repetición sonora: “Ya sé que estoy piantao, piantao, piantao”. Rápidamente, se la hizo conocer a su amigo Astor Piazzola, y fue así que comenzó la escritura y composición de “Balada para un loco”, que revolucionó el tango y recibió duras críticas de sectores de izquierda: sostenían que se trataba de una canción “oligarca”, porque transcurría en Callao y en Arenales.

La misma actitud los llevaría, doce años más tarde, a criticar la visita de Frank Sinatra, por tratarse de un “emblema del imperialismo norteamericano”. Como se ve: toda una línea de conducta, caracterizada por la pedantería y la estupidez. Para aquel extraño redactor de Gente, luego devenido uno de los grandes poetas del tango, la letra de ese tema psicodélico y surrealista aludía a la necesidad de quebrar con “locura linda” la mala suerte de una sociedad agrisada y agobiante. Fue ese himno el que pidió Javier Milei –amante de los mensajes cifrados– para su noche de gala en el Teatro Colón, y por lo tanto han quedado desde entonces resignificados algunos de sus versos originales. Hay que imaginar al libertario codo a codo con su hermana Karina en la platea balcón, escuchando a Raúl Lavié y su quinteto, y canturreando para adentro: “Loco, loco, loco, loco, como un acróbata demente saltaré sobre el abismo de tu escote hasta sentir que enloquecí tu corazón de libertad”. El apelativo Loco, que persigue desde niño al nuevo mandatario, ha sido habitual en la historia argentina: le decían así a Dorrego, Alvear, Monteagudo, Rosas, Sarmiento, Mansilla e incluso al general Mitre; inicialmente, las madres de los desaparecidos eran las “locas de la Plaza”. Horacio González, antiguo líder de Carta Abierta, intentaba defender al kirchnerismo de sus desvaríos y aseveraba que las nuevas derechas del mundo no demolían a la política clásica (la casta) “ofreciendo alternativas económicas, sino saneamiento mental”. Es una lástima que no hubiera vivido para ver el todavía inescrutable fenómeno Milei, porque quizá se habría dado cuenta de que no solo la rebeldía se volvió de derecha, sino también la “locura”, y que este extraterrestre que apareció de la nada y se quedó con todo, lo hizo proponiendo una alternativa económica tan definida y contundente que en su asunción la multitud (el pueblo) ovacionaba el ajuste fiscal. Quizás sin comprender, es cierto, que las campanas también sonaban por ellos, puesto que acabar con los privilegios políticos es algo indispensable pero insuficiente: eso apenas mueve el amperímetro de un déficit monstruoso. El hecho de que algunos votantes entusiastas hayan pensado que el filo dentado de la motosierra no los iba a alcanzar es un abuso de la inocencia: el gasto público no se compone únicamente de ñoquis, corrupción y prebendas, sino de subsidios esotéricos e insustentables que llegan a vastos sectores de la población. El gas, el agua, la luz, la nafta, el transporte debían ser “baratos”, aunque nos saldrían a la postre muy caros, para que los populistas ganaran elecciones y se perpetuaran, y, eventualmente, señalaran como verdugos inhumanos a quienes los vencieran en las urnas e intentaran apagar ese motor megainflacionario. Las tarifas subvencionadas –estos “regalos” que hacía una administración cada vez más insolvente– no son las únicas razones del gran problema; se agregan muchos otros fondos subterráneos que son menos obvios, pero que forman un gran peso muerto. Después de dos décadas de feudalismo aldeano, casi todo contiene de manera directa o indirecta un poco de Estado, y éste ha generado –con su mano invisible– una cultura de poder, copiada de los prósperos reinos de Santa Cruz y Formosa. Con una diferencia crucial: una provincia puede quebrar, porque la coparticipación siempre irá a rescatarla. Un país tiene, en cambio, límites precisos y trágicos, y nosotros ya los hemos cruzado: aquí no hay rescate que valga. Este articulista está convencido de que el Estado puede tener un rol importante y virtuoso, y no participa de su demonización; incluso piensa que se puede ser estatista y no destruir todo en el intento. La gama de buenos ejemplos va desde ciertas naciones nórdicas hasta incluso la Bolivia de Evo Morales, que tiene la precaución de no calcar las torpezas irresponsables del kirchnerismo: bolivariano, pero no gilipollas. Ser estatista y fundir el Estado, es como vivir de la venta de huevos e incendiar el gallinero. Y no solo lo fundieron: también destrozaron su reputación, puesto que sus prestaciones resultaron mayormente penosas y a veces esperpénticas. Fue una locura de manicomio, compañeros; hasta Juan Perón se habría agarrado la cabeza, y alguien debería formular ahora, por lo tanto, una severa autocrítica. La estamos esperando.

Dada la magnitud del desequilibrio, el proceso iniciado –no se sabe todavía con qué suerte ni pericia– tiene un nombre y está contemplado en el Diccionario de Americanismos, que elaboró alguna vez la Asociación de Academias de la Lengua Española. El término preciso es “desestatización”: “Eliminación o reducción de la presencia del Estado en determinadas actividades, especialmente en la economía”. No se trata meramente de privatizar, sino de ir retirando los tentáculos paralizantes con que un pulpo gigante asfixió la productividad, y creó una mentalidad de empleado público, una rutina de consumidor esclavizado y un vicio de capitalista mafioso, y que con todo eso hundió masiva y paradójicamente a los menos pudientes en una verdadera miseria oceánica. La desestatización es como la desintoxicación de un adicto terminal: tendremos síndrome de abstinencia, dolores, frustraciones y recaídas, pero la alternativa luce muchísimo peor. Porque es un asunto de vida o muerte. Y esta vez no contamos siquiera con la anestesia de la deuda para graduar el sufrimiento. Nos encontramos desnudos en el embarcadero, y viene hacia nosotros un tifón.

Como en un desagradable déjà vu retornan los sindicalistas multimillonarios de la Carta del Lavoro, cómplices irredimibles del gobierno empobrecedor: amenazan hoy con las protestas que tuvieron a bien no ejecutar mientras sus afiliados pasaban hambre e infortunios. Un verdadero escándalo moral. También reaparecieron los albertistas expresos o encubiertos que acusan a Milei de haber faltado a la verdad, cuando callaron las múltiples mentiras de los ilustres salientes. Y comunicadores que pasaron en un santiamén de eufóricos mileístas a defensores de pobres y ausentes: pusieron la cara para el triunfo (nadie les pidió tanto) y ahora usan la demagogia barata para no quedar pegados a los amargos costos de un plan de estabilización. Con ellos viajan, presurosos, fiscalistas para quienes el León estaría siendo tibio; falta muy poco para que digan que es un massista de buenos modales. Le hacen a Milei lo que, en realidad, éste le hizo a Macri hace seis o siete años: el nuevo presidente está probando de su propia medicina. Tiene algo de justicia poética para alguien que hacía campaña con el dogma, pero que empieza a gobernar con un pragmatismo heterodoxo que no le hubiera tolerado a nadie. Luego están, por supuesto, los violentos operadores de redes sociales del oficialismo, que están aprendiendo los sinsabores del otro lado del mostrador: participaron como salvajes inquisidores y ahora actúan como prudentes escuderos; vendían navajas y ahora reparten algodones. No es hora, me atrevo a decirles a unos y otros, de andar cuestionando al cirujano: incluso quienes no lo elegimos sabemos que debemos operarnos y que ya estamos dentro del quirófano; todo lo que podemos hacer es rezar para que no falle. Es un cirujano exótico y algo psicodélico, pero no hay vuelta atrás. La luna va rodando por Callao.

(LA NACIÓN)


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