LO QUE QUEDA

OPINIÓN

Trato de encontrar un rayo de esperanza en alguna forma de ver las cosas que no sea el “peor no se puede estar”


Por Nicolás Lucca

Hace demasiado tiempo que los spots de campaña se centran en dos temas centrales: la esperanza y el cambio. Por lo general, la esperanza está puesta en el cambio y éste solo puede funcionar como frase de campaña cuando al oficialismo le va mal.

En 1989, a pesar de prometer reformas económicas profundamente liberales, a Eduardo Angeloz no le dio la cara para negar a Raúl Alfonsín. Así, el eslogan de 1983 “Ahora Alfonsín” devino en “Ahora le toca a la Economía”. Una suerte de manto de piedad para el desastre económico que atravesaba la presidencia que tuvo que lidiar con la frágil institucionalidad heredada, los alzamientos militares y el copamiento de un regimiento.

Angeloz no podía hablar de cambio. Él era del mismo partido, aunque no formó parte del gobierno. Por otro lado, Carlos Menem tenía la crisis económica de su lado. Podía darse el lujo de tener a Litto Nebbia con el jingle de campaña “Valerosos Corazones” y su letra plagada de lugares comunes donde abundan la esperanza y el cambio. Literalmente.

Para 1995, la esperanza estaba puesta en la continuidad y el cambio no fue propuesto por nadie. Las críticas al oficialismo pasaban por la corrupción o los primeros resultados del plan económico traducido en un aumento de la desocupación. Para 1999, a pesar de estar en contra de la política laboral y económica de Menem, Duhalde no tenía forma de despegarse. De La Rúa prometió cambio con continuidad; mantener el régimen monetario, disciplina fiscal y el “fin de la fiesta de la corrupción”.

Es difícil digerir una campaña electoral como la de 2003, dado que el Partido Justicialista quebró todo esquema al presentar tres candidatos con el mismo sello. Con lograr que dos entraran al balotaje, ya estaba confirmado el poder. El resto, era ver quién comandaba. Ahí, Néstor Kirchner propuso dos cosas: “Un país en serio” y “Primero Argentina”. Su plan limpieza a Duhalde llegó recién en las legislativas de 2005, cuando proliferaron las acusaciones de mafioso, recuerdos a la pesada herencia recibida y hasta la culpa de la masacre de Avellaneda. Y eso que el gobernnador de la provincia de Buenos Aires aún era Felipe Solá.

Pero la promesa de continuidad económica estaba marcada por el factor Lavagna. El resto, podía cambiar sin que nada cambie. La esperanza es algo que se demostró que podía construirse de forma retroactiva.

Para 2007 no había forma de que ganara alguien que prometiera un cambio. Así y todo, se prometió que “la Argentina que viene la hacemos entre todos, Cristina, Cobos y vos”. Y alguna colectora de Lavagna, obvio. Crisis y más colectoras-divide-votos mediante, en 2011 Cristina ganó bajo una nueva palabra: Fuerza. La fuerza de Cristina, La Fuerza nos une, Fuerza Argentina. Era un calco de la campaña de Silvio Berlusconi de 1994, pero a quién le importa.

Ya en 2015 se vivió una campaña en la que el candidato oficialista perdió por representar la continuidad. Era raro, él decía que representaba un puente que Cristina negaba, pero por las dudas le enchufaron a Eduardo Zannini para que nadie se confunda. Mauricio Macri tuvo servida la opción de campaña representada en un cambio y convirtió un slogan en nombre de alianza electoral.

En 2019, la fuerza del cambio quedó encarnada en el que prometió volver muy atrás, como a principios de siglo, básicamente. Emprendió una campaña con olor a naftalina y con la nostalgia como bandera. Esperanza en el pasado. Un cambio. Para atrás, pero un cambio.

Redacté este racconto porque tuve que chequear una cosa: que nunca existió un candidato que se presentara como la promesa del cambio, cuando el principal drama a cambiar es su propia gestión como ministro de Economía. Nunca nadie se atrevió a tanto. Nunca nadie se atrevió a mucho menos, siquiera.

Y en buena medida, obedece a que nunca vimos un plan tan audaz para llegar a la presidencia de parte de un tipo sin ninguna emoción genuina. Una hoja de ruta trazada con paciencia desde 2019, cuando vio que todo le fue perdonado tras su retorno al kirchnerismo. El segundo paso consistió en conseguir un lugar de peso, pero en segunda línea. Lo suficiente para obligar a todos a rosquear con él, no tanto como para quedar expuesto: la presidencia de la Cámara de Diputados. Fue allí donde pudo cocinar el Poder que Alberto no quiso, desde cebarle mates a Cristina hasta comprarle la cajita feliz a Máximo. Y fue allí donde juntó el consenso necesario para llegar al ministerio de Economía con el apoyo y movimientos cambiarios de los amigos empresarios que no tiene.

También fue en ese cargo donde ordenó el financiamiento de espacios que dividieran el voto opositor. Sí, aún sostengo lo que dije hasta el 22 de octubre. Fue una joda que salió mal y ahí lo tienen al ministro, con un nivel de actividad hiperkinético que por momentos cruza la línea de la desesperación. Igual, ellos mismos reconocen que no les salió tan mal: agradecen cualquier chance electoral a que enfrente tienen a Javier Milei.

Por lo general, al llegar el final de una campaña, uno celebra que se apague el motor ese que molestaba, el vacío del silencio. Sin embargo, a inicios de esta semana tenía una sensación difícil de procesar: querer que todo se termine cuanto antes y, a la vez, no querer que llegue el día. Como quien tiene que someterse a una cirugía mayor y ya está cansado, pero cagado en las patas.

Todos, absolutamente todos los especialistas, analistas financieros y lectores de borras de café, dan por sentado que se viene una fea. Por estos días escuché demasiadas veces que “la bomba ya explotó”, como si no se pudiera estar peor. Y ahí me encontraba yo, a los gritos contra la radio para que me escucharan vociferar que sí, que siempre se puede estar peor, porque mejor o peor es una condición y es absolutamente subjetivo. ¿Mejor que cuándo? ¿Peor para quién?

Trato de encontrar un rayo de esperanza en alguna forma de ver las cosas que no sea el “peor no se puede estar”. Siempre viene algo que te demuestra que sí. Comprenderlo ayuda a disfrutar más y cuidar lo bueno, lo lindo. Una viejísima frase –y por viejísima me refiero a unos milenios– sostiene en hebro “Gam Zeh Ya’avor”. El famoso “Esto también pasará” que no es igual que el simplista “todo pasa”. Cuando tomamos conciencia de que esto también pasará, no cedemos todo al destino, afirmamos que deberá pasar y vemos qué hacemos al respecto. Y como “esto también pasará” es una cuestión de conciencia del tiempo, debemos aprender a valorar los buenos momentos.

En esa búsqueda de algo de paz, me refugié en los más grandes. Bueno, en los más grandes que quedan tras la partida de la generación que vivió los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Los amo –por si leen esto– pero es muy difícil procesar el “ojalá vuele todo a la mierda pronto”. Yo todavía recuerdo a la generación de mis padres al borde del suicidio por la tragedia que significó la crisis económica desatada a finales de los 80s que no calmó hasta entrada la década siguiente y de cuyos coletazos muchos no se recuperaron jamás. También recuerdo el caos compartido en 2002, de cuyos efectos muchos de mi generación nunca nos recuperamos.

Hay personas que no tienen joyas para empeñar, viviendas para vender o alquilar, ahorros o todo lo que implica un patrimonio normal en los sueños de eso que todavía muchos tienen el tupé de estereotipar como clase media argentina. ¿Somos conscientes de qué es la clase media de hoy? Gente que no sabe dónde vivirá cuando venza el contrato de alquiler, bien entrados en la cuarta década de su vida, con el trauma de haber sido criados con “la casa propia” como mandato bíblico.

Millones de personas que, cada vez que escuchan “la salida es Ezeiza”, no sabe qué responder. Porque no tiene cómo comenzar de cero en otro lado. Porque no tienen dónde ir.

Finalmente, encontré la esperanza en sobrevivir los próximos meses con la certeza de que todos los votos positivos por alguno de los dos candidatos son un apoyo a un ajuste. Si gana uno de ellos, ya tengo los pochoclos para cuando sus votantes vean que su única salida es pegar un cargo, pero que ya se los repartieron todos. Ahí, cuando los vea tener que elegir entre pagar Netflix o cargar la SUBE; cuando sientan el mismo pánico atroz a perder lo que tienen, el mismo pánico que tenemos demasiados argentinos. No festejaré, porque voy a estar igual de rotos que ellos. Comeré pochoclo, no más. Porque es barato.

Y si gana la otra opción, habrá que ver qué de todo el inmenso abanico de lo prometido puede llevar a cabo, a sabiendas de que al menos dos caballitos de batalla son de imposible aplicación. También me intriga cómo se organizara el corsódromo de llorones que encontrará crisis económica recién a partir del domingo a la noche.

Mi esperanza está centrada en tips de mi terapia. Sí, ya sé que soy paciente psiquiátrico, pero ¿vieron lo que es este país? Disfrutar de pequeños detalles que me aislen del desastre de mi entorno. Leer, mirar ficción, disfrutar de lo que tengo sin pensar en lo que no puedo solucionar, jugar, tocar un instrumento, no dejarse permear por personas que dicen que todos vamos a morir cuando están aún mejor que nosotros.

Y buscar otras actividades. Estamos híper informados sobre cosas que escapan a cualquier acción que podamos hacer. Y hay otra vida. Hay miles de eventos que suceden mientras nosotros estamos ocupados en pensar cuándo nos tapará el agua de una vez por todas.

Hace muy poco tiempo comenzó a debatirse sumar la educación financiera a la educación elemental. Nos costó medio siglo de crisis económicas terminales. Quizá sea hora de sumar algo de educación emocional. Porque votar, votamos por conveniencia. Siempre. Pero no sé en qué momento pasó que la conveniencia comenzó a medirse en ganar por la sensación de ganar, como si el futuro de las personas se definiera por cuál hinchada tiene más aguante.

Igual, es una utopía. Gasten lo que no tengan en educar a sus hijos y ayúdenlos a que sepan diferenciar conveniencia de egoísmo. Algo mínimo para que no ocurra lo que ocurrió estos últimos años, en los que todos escuchamos a gente decir que no estaba de acuerdo con cómo se estaban dando las cosas, pero que “lo importante es ganar”. Y nadie ganó.

Ahora, sin importar el resultado de este domingo, lo que vale es pensar en cómo lidiamos con lo que quede después de la piña que se viene. Y qué haremos con eso. Porque todo, tarde o temprano, pasa. El tema es que lo económico es lo único que siempre nos asusta. Si no fuera así, no habría forma de que este gobierno se la lleve de arriba tras los años que vivimos, con un presidente que violó su propio decreto y un candidato que vacunó a sus padres antes que a los tuyos. Y se la lleva de arriba. ¿O acaso no está en el balotaje? O acaso alguien le recuerda que toda su familia se vacunó antes que los nuestros. Lo puteamos por el estado de la economía. Nadie mira el ropero que no cierra de tantos muertos que tiene adentro.

Muchas veces se ha vivido con relativa tranquilidad mientras la economía funciona y se percibe orden en la calle. Cuando la gente puede darse sus gustos, el resto pasa a segundo plano, sean los derechos humanos, la corrupción, o cualquier otra cosa que podamos soñar en nuestras locas cabecitas de idealistas. Orden y progreso, el resto ni se discute, que no hay tiempo. Y todo eso lo hemos perdido.

Por eso, más que este presente, me preocupa qué pasará con el próximo que logre imponer orden y garantizar el progreso.

Perdón, me preocupa qué estamos dispuestos a sacrificar a cambio de tener orden y progreso.

P.D: Para los solemnes que han cantado su voto a viva voz pero gritan «cuidado con la veda», este texto sí cumple con la ley electoral.

(Relato del PRESENTE)


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