DE NUEVO EN EL CENTRO DE BUENOS AIRES

OPINIÓN

Hacia muchos años que no iba al centro


Por Carlos Mira

Primero la pandemia y luego mi alejamiento parcial de la Argentina -que me llevó a ocuparme de otras cosas lejos de allí- hicieron que se sumara mucho tiempo antes de que volviera a esas calles que, aún en pleno noviembre, están hoy frías y sombrías.

La experiencia se potencia porque llego allí usando el subte, la línea D que corre por debajo de las avenidas Cabildo, Santa Fe y Córdoba.

Desde antes de salir hacia una muy agradable presentación del grupo Bago a pocas cuadras del Obelisco, tenía pensado usar el trayecto como una excusa para la observación: iba a prestarle atención a todo lo que me rodeara y, si fuera posible, hacer una comparación mental con lo último que recordaba de aquellos mismos lugares cuando los frecuentaba poco menos que diariamente.

La experiencia fue devastadora. Y no me refiero a un empeoramiento físico del entorno al que, al contrario, en muchos casos encontré mejorado.

Me refiero a la gente: a su aspecto, a su vestimenta, a sus movimientos, a sus caras, a su idioma, a su lenguaje corporal, a la expresión de sus rostros…

La primera impresión es la de un enorme deterioro. Hace frío, pese a ser noviembre, y la gente va abrigada. Pero la ropa que llevan luce gastada, ajada, como si tuviera un uso intenso y de mucho tiempo.

Mucha de esa gente, sin embargo, lleva la ropa con una actitud digna que, al mismo tiempo, denota la confesión tácita de que ha sabido estar mejor, que ha vivido mejores tiempos.

Otra gente, no. Otra gente lleva puesta esa ropa sin siquiera darle importancia, como si nunca hubieran tenido nada mejor, como si no hubieran conocido tiempos de abundancia. Los primeros aparecen resignados, los segundos acostumbrados. Ambos grupos conviven, pero no son iguales.

En general, me costó encontrar gente bien vestida y aún en la reunión a la que iba -en donde antes hubieran sido mayoría los sacos y hasta las corbatas- ahora solo vi camperas.

Traté de llevar mi memoria a treinta años atrás. El resultado de la comparativa mental arrojó un enorme contraste. Un contraste al que solo se me ocurrió definir con una palabra: decadencia.

De repente recordé aquellos años en donde el aspiracional de aquellos viajeros de subte y de los apurados transeúntes de Buenos Aires (en especial, los jóvenes) eran los yuppies, es decir, los jovenes profesionales urbanos a los que les interesaba escalar porsiciones en el mundo de las empresas a partir de trabajar mucho, esforzarse y, en alguna medida, ser audaces y jugados.

El contraste no podía ser más grande: lo que veía ahora era un resignado conformismo y una actitud gestual que denotaba una renuncia completa a la audacia, a la ambición y a la autoestima. Era como si un tremendo sablazo le hubiera caido por la cabeza a toda aquella concepción tan característica de los ’90. No hay dudas que el resentimiento que provocaron aquellas costumbres (en alguna medida novedosas para la Argentina) ganó la batalla cultural que contraatacó en los años 2000 para imponer un modelo popular al que le costó (y le cuesta) distinguir la diferencia entre lo masivo y lo vulgar.

También pensé en aquellos que hoy tienen más de 80 años. ¡Cómo procesaran esas personas el país que conocieron de chicos y este que viven hoy! Si yo estoy asombrado por el contraste del país de los ‘90 con esta Argentina después de veinte años de kirchnerismo, me imagino lo que será para ellos que pudieron codearse con los últimos coletazos de la abundancia y del desarrollo.

La mirada de la gente denota tristeza, inseguridad y un notorio decaimiento de la autoestima.

Cuando escucho conversaciones a lo lejos, en muchos casos no entiendo lo que hablan. Es decir, sé que hablan en castellano pero hay muchos términos que desconozco. Es como si escuchara una especie de cruza de idiomas en donde hay una base que entiendo y otra que desconozco: como si un holandés escuchara el Papiamento, o un inglés el Patois.

En el subte sí escucho una conversación entre tres personas. Una señora y un muchacho tienen evidentemente algún tipo de relación familiar, aunque el aspecto de ambos no da para que la señora sea la madre del muchacho. La tercera es una chica que es la que pronuncia la palabra que me hace prestar atención a lo que dicen: en un momento ella dice “Australia”.

Era obvio que el muchacho estaba por emigrar. Esa chica entonces le pregunta: “¿tenes sentimientos encontrados por irte?” Y el chico le responde: “Es que siento que no hay más nada que hacer aquí”.

Otra cosa que me impresionó es que la gente no aparece tan apurada como recordaba eran las frenéticas calles de Buenos Aires. Muchos arrastran lo pies y otros van riéndose en grupo como si no estuvieran acuciados por el tiempo o por la obligación de cumplir un horario.

Es como si estuvieran en Babia: viven porque el reloj marca un minuto cada sesenta segundos pero su vida parece vacía, sin que nada importante la ocupe y sin que tampoco tengan ambiciones de que su vida se ocupe. Es como si estuvieran durando más que viviendo y como si nada les importara demasiado.

Más allá de las mejoras físicas, sí me parece que el centro de la ciudad está más sucio. En muchas veredas hay aureolas de orín y en otras basura sin recoger.

Pero lo que vi y lo que escuché no fue, con todo, lo que más me impactó. Lo que más me impactó fue que en todo ese trayecto a pie desde que salí del subte en la estación 9 de Julio hasta que llegué a la reunión y luego en el camino inverso para regresar, sentí la sensación de caminar inseguro, de necesitar vigilar -hasta donde pudiera dar mi visión periférica- lo que ocurría a mi alrededor.

Fue una sensación horrible, la idea de que puedan atacarte, de ser una presa para un depredador. Nunca antes había sentido eso caminando por Buenos Aires.

Trato de proyectar el horizonte del país si todo siguiera por el rumbo que la Argentina trae. La imagen es estremecedora: gente de bien asustada y acechada por gente mala que cuenta con el beneplácito y la preferencia de quienes gobiernan.

Gente que se dio por vencida porque la bajada de línea es clara en el sentido de que el mérito y el esfuerzo no valen y que solo cuenta la fuerza bruta y estar con quienes gobiernan.

Ciudadanos a los que le fueron sacando todo para igualarlos con otros que, ni de cerca, hicieron los esfuerzos que hicieron ellos o arriesgaron el capital que arriesgaron ellos, pero que, en ese horizonte, casi diría que viven igual o mejor que los que se esforzaron y se arriesgaron.

No sé porqué viene a mi memoria una frase de la cultura popular que recordaba que, contrariamente a lo que se cree, el color del comunismo no es el rojo: es el gris.

El cielo encapotado de Buenos Aires parece darles la razón.

(The Post)


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