¡FELICES 60!

OPINIÓN

El 7 de agosto de 1963 a la 1.15 de la madrugada en la Clínica Modelo de Lanús, nací yo

Por Osvaldo Bazán

Seguramente habrá maneras menos narcisistas de comenzar una nota del diario, pero queridos lectores ¿cómo no hablar de mí que soy una de las personas que más conozco y que está en el grupo de los que más quiero?

Además, es esto o las internas ¿qué prefiere?

Parece que desde chico estaba intrigado por saber quién había sido presidente cuando nací porque lo de Fito -otro sesentón- con “Kennedy a la cabeza” es muy lindo, pero yo precisaba saber quién era el presidente argentino en ese entonces. Andá a saber por qué, era una duda con la que -me cuentan- taladraba a mis padres.

“El presidente era José María Guido” me dijeron, y fue un balde de agua fría. Perón, Frondizi, Illia, son al menos nombres conocidos (o lo eran cuando en las escuelas había cinco días de clases por semana y la palabra “Baradel” no quería decir nada para millones de argentinos) pero ¿José María Guido? Militar no era, elegido por el voto tampoco. El famoso ni chicha ni limonada de quien se puede preguntar “¿Qué hace un muchacho como él en un lugar como ese?”. Llegó a presidente porque dirigía el senado cuando derrocaron a Frondizi.

Así llegué al mundo mientras nadie sabía bien por qué esa persona ocupaba el sillón de Rivadavia.

Pasaron 60 años.

Lo cierto es que me duró poco la vida en Lanús, a los 11 meses agarré la cunita y dije “¡Basta, me voy al campo!”. Bueno, no. Papá y mamá eran de Salto Grande, un pueblo de 2500 habitantes en el medio del Planeta Soja, 40 kilómetros al norte de Rosario, en la provincia de Santa Fe y para allá se fueron.

Habían llegado al conurbano bonaerense en las olas inmigratorias de los años ‘50.

Papá quería algo mejor para su vida que el destino de peón de campo que tenía marcado; se conchabó como oficinista naval mientras aprendía lo que sería su oficio: la fotografía.

Mamá trabajó en la Fábrica Argentina de Alpargatas hasta el día el día en que murió Eva Perón y la obligaron a subir a un camión, ponerse un brazalete negro y hacer como que lloraba. Ella, que había nacido en la pobreza; que era la del medio de 9 hermanos; que había juntado maíz descalza desde los 7 años; que se enamoró muy joven de quien sería su esposo; y que no pudo terminar la primaria dijo “no”.

Y renunció al trabajo al día siguiente.

Fue cuando con Don Bazán y señora supieron que querían volver al pueblo de donde nunca se habían terminado de ir.

Mi tío, que sigue viviendo en el pueblo, ya tenía un camión y ahí se subieron ellos, mi hermano, yo, algunos muebles, la máquina de fotos con la que mi papá construiría nuestra casa y nos alimentaría y emprendimos lo que para ellos era el regreso y para mí, la primera aventura.

Ese camión con acoplado nos daría después, quizás 5 años más tarde, las primeras vacaciones que recuerdo. Mis viejos, mi hermano, mis tíos, mis primos y unos vecinos todos en el camión, de Salto Grande a Córdoba; los colchones en el piso del acoplado eran el dormitorio. Habíamos llevado unas gallinas y hacíamos asados a la vera de la ruta, con bailes amenizados por el vecino que tocaba el bandoneón.

Recuerdo que su habilidad era ponerse el bandoneón por detrás del cuello. Tangos, polkas, pasodobles y chamamés.

Todavía hay algunas fotos en casa.

De todo hay fotos en casa, privilegio de ser hijo de fotógrafo.

Papá revelaba los rollos blanco y negro en casa, en un pequeño laboratorio al lado del baño. No se podía abrir la puerta durante horas. Entonces yo me metía temprano con él -que no paraba de silbar valsecitos y milongas- y veía aparecer mágicamente las caras fotografiadas en los papeles húmedos que salían de las cubetas.

Cuando venían las señoras al estudio fotográfico a retratar a sus hijos, en blanco y negro, yo tenía que anotar de qué color era la ropa que tenían puesta, así papá después las coloreaba con una acuarela especial para fotografías.

Una vez una señora vino enojada: “Este no es mi hijo”, se quejó. “Sí, señora, es su nene, mire, es él” dijo mi papá, comparando al chiquito de la foto con el que traía de la mano la clienta enojada. “No, Don Bazán, no es. Mi hijo no tiene un pulovercito verde”. Sí, la culpa era mía.

El pueblo tenía unos 2500 habitantes, tres cuadras (Zapata, Balcarce, San Martín, Alvear) por siete, después la vía, “el barrio atrásdelavía” y más allá el cementerio. Más o menos con los mismos chicos que comenzamos el jardín de infantes de la iglesia, fuimos a la única primaria -205, Antonio González Balcarce- y la única secundaria -José Hernández-. Este año cumplimos 60 y ya estamos en el grupo de wassap para hacer una cena todos juntos. Hay abuelas, gerentes, una kiosquera, un camionero, un ex presidiario y un periodista al que no le fue tan mal, entre otros.

Hijos de la dictadura en un pueblo en que, como en el Pueblo Blanco de Serrat, por no pasar, ni pasó la guerra, Buenos Aires era una cosa que quedaba lejos, el poder era una cosa que estaba lejos pero también, por la ubicación geográfica en el centro del país, el pueblo me permitió escuchar radios todas partes: a Víctor J. Barbiere en LT10 y a Juan Carlos del Missier en LT9 los dos de Santa Fe; el ranking semanal del “Disco Show” auspiciado por Vértice Musical de Córdoba, conducido por el tío Pepe González, los domingos a la mañana; al Negro Guerrero Marthineitz en “Reencuentro” por Continental, y claro, las 4 de Rosario: LT8, LT2, LT3 y Radio Nacional que los domingos a la tarde pasaba un programa con la cortina “La tarde que te amé” por Industria Nacional.

La radio se encendía para mí a las 7 am con “Prohibido Detenerse” por LT8 de Rosario y terminaba cuando me dormía maltrecho en el Valiant II celeste en el garaje, porque ahí estaba la radio que mejor agarraba la porteña Del Plata en donde escuchaba a Juan Alberto Badía y Graciela Grace Mancuso en “Imagínate, Flecha juventud”. A veces, cuando no agarraba Del Plata, lo escuchaba por Radio Nihuil de Mendoza, que también lo transmitía.

No sería quien soy sin esa educación de a.m. que me dejó un gusto por todas las músicas del mundo, una avidez innata por cualquier información y la certeza de que no hay mil imágenes que tengan la fuerza de una palabra.

¿Qué se espera de un hombre de 60 años?

¡Qué sé yo! No me pasó nunca y todavía estoy, como supongo todos los que llegamos acá, asombrado de ese 6 ahí adelante.

Sé que como argentino pasé del cementerio de la dictadura a la primavera alfonsinista pensando que sí, que se comía, se curaba y se educaba.

Estaba estudiando periodismo en La Plata; el año ’83 explotó en mi cabeza que era como una máquina de pochoclo. Las madres de los pañuelos, la libertad, el sexo, el fin de la guerra, “Cordialmente” con Mareco y la “Humor” y el preámbulo de la Constitución: pasaba todo al mismo tiempo, todo lo que había estado oculto o prohibido.

Estuve en la plaza el 10 de diciembre del ’83, el día en que Alfonsín asumió y habló desde el Cabildo. Antes habíamos saludado a los autos que traían a Bush padre, a Felipe González y hasta el en aquél momento respetado actual dictador de Nicaragua, Daniel Ortega.

Había sol.

Todo era lindo.

Poco tiempo después -si es que me acuerdo bien- me fui al cine a ver “Pra Frente Brasil”, una película que había estado prohibida. Y después otra, “Regreso sin gloria”. Creía que la democracia era eso. Poder ver películas prohibidas. Qué alegría que hoy sea casi imposible explicar el concepto “películas prohibidas”.

Como muchos argentinos alguna vez pensé que no había país mejor en el mundo.

Como muchos argentinos alguna vez pensé que no había país peor en el mundo.

La hiperinflación del ’89 me agarró en Rosario, donde fue mi formación profesional. Sonaban los teléfonos en Radio 2, donde trabajaba, anunciándonos dónde eran los saqueos. Teníamos órdenes de no difundirlo, para no convertirnos en guías del caos.

Vino Menem y mi enojo. Me amaron y amé. Tres veces.

La primera, una chica.

Sólo para confirmar lo que sabía desde siempre.

No había manera de que yo fuera heterosexual, por más que lo intentara para dejar a todo el mundo tranquilo, especialmente a mí.

No me salió.

Entendí a los golpes y gracias a un grupo de amigos que en aquél momento creí eternos, que el problema no era yo. El problema era cómo los demás me miraban. Y como no podía ir por ahí cambiándole los ojos a todo el mundo, decidí que no debía importarme.

Veía al menemismo hacer de este país una central de experimentos corruptos, con el Primer Mundo como anzuelo deseado, pero con anclaje en lo peor del caudillismo nacional como realidad.

Y encima, la segunda relación terminó después de seis años de amor gay rosarino. Un día me dijo por teléfono que no volvía más. Después escribí una novela y hasta una comedia musical que me permitió conocer a Ricky Pashkus y a Ale Sergi. Es lo mejor que me dejó aquella relación que terminó con una llamada telefónica. Hasta conseguí con ellos dos hacer una gira nacional y poner otra obra, “Yiya”, en la calle Corrientes.

Recibí otra llamada, la de Gerardo Rozín que me dijo “Gordo, dejá de llorar en Rosario por ese pibe que no vale la pena. Venite a Buenos Aires, te consigo trabajo” y así fue. Después de haber pasado por las radios que escuchaba de chico, por la tele que miraba en el pueblo -mi debut fue en el aún vigente “De 12 a 14” de Canal 13, de la mano del gran Carlos Fechenbach, por la revista Risario y los diarios Rosario y Rosario/12, me vine a la gran ciudad.

Y una noche mientras me cambiaba para ir a ver a Gloria Gaynor al boliche “América”, me llama por teléfono mi prima y me dice, llorando, que mi hermano había sido arrollado brutalmente en la ruta 34, la ruta de la muerte -pero todas son las rutas de la muerte- hecha en los ‘60, una mano hacia Rosario, otra hacia Tartagal.

Murió en el acto.

Un drama típicamente argentino.

Según la asociación civil Luchemos por la vida, 6184 personas perdieron la vida el año pasado en las rutas argentinas.

Hoy la 34 está mucho peor y ya no solo se transporta soja y maíz. Ahora es una ruta de la droga.

A los 80 días murió mi viejo, de tristeza.

Y me volví a enamorar. Y la tercera parece la vencida.

El menemismo llegaba a su fin, vino la Alianza y un manto de tristeza cubrió la ciudad.

El estallido del comienzo del milenio me encontró en la redacción de “Noticias”, a pocas cuadras de donde moría gente en esa pueblada organizada -ahora está más claro- por el peronismo. El chino lloraba en la puerta del súper, golpeamos cacerolas y queríamos que se fueran todos.

Todos.

Estábamos bajando un escalón que ya no subiríamos.

Algunos amigos se fueron.

Y entonces el flaco de los mocasines que prometía una vida austera pero sana.

No estuve entre los que vieron las primeras señales.

Mi educación política era sentimental; compré de segunda mano un hombre nuevo que ya era viejo y creí en sueños de generaciones pasadas. Estaba del lado de los buenos y eso fue tan tranquilizador hasta que se hizo un corset insostenible. Salir del closet del progresismo fue más difícil que salir del closet sexual. Hoy ser gay está mejor visto; en cambio criticar dictaduras homofóbicas, no tanto.

Una mañana caminando por la calle suena mi celular y era Jorge Guinzburg que me invitaba a su casa para ofrecerme un trabajo. “Se va a llamar ‘Mañanas Informales’, va a durar poco tiempo y vas a cobrar poco” me dijo.

Una de las dos cosas fue verdad, pero no importó.

Fue un curso intensivo al lado de un grande chiquito.

Aprendí que al salir en televisión mucha gente te va a odiar, porque no le gusta tu cara, porque no le gustan tus camisas o porque alguna vez dijiste algo que no le cayó bien o porque sí. Y que también habrá gente que te amará por lo mismo. Y que ni un helado de chocolate le gusta a todo el mundo.

Como había aprendido hace mucho, entre los que los demás pensaban de mí y lo que pensaba yo, prefería quedar bien conmigo. Que va’cer, los demás no son mi problema.

Conocí a la farándula de cerca.

En general, los quise tener lejos.

También murió mi mamá, y por fin pude llorar por las tres ausencias más grandes. Por suerte, tuve un hombro donde hacerlo. Mi sostén más firme cuando todo se desmoronó. Lo sigue siendo, ojalá que para siempre.

El país iba creyéndose el relato que comenzaba por decirle “relato” a lo que era simplemente una mentira.

Y la miseria nos fue cercando.

Cromañón y Once.

Bolsos revoleados en conventos, valijas venezolanas, pactos iraníes. Todo fue más oscuro, más brutal, más degradado.

Hubo un “no” a todo lo que fuera positivo.

Y yo cada vez más sin saber si amo u odio esta tierra siempre incendiada.

Hubo una “Guerra contra el campo” que me encontró en Buenos Aires sabiendo que este país es dos, tres, mil países y en todos ellos, el malentendido que no permite que Argentina se encuentre con su capital de igual a igual. Años de sospechas y prejuicios mutuos cruzan la General Paz y los vivos de siempre se aprovechan.

Y un día Jorge Lanata me ofrece trabajar en el diario “Crítica” y creí tocar ese cielo con estas manos. Finalmente todo se vino abajo y los grandes nombres de aquella redacción tomaron cada cual para su lado. En muchos casos, fue lo mejor que nos pudo pasar. Más de uno de aquellos compañeros agarró para el lado de los tomates. O mejor, de la guita.

El país ya no era lo que era cuando dormía en el Valiant II.

Mataron a un fiscal y vi a la presidenta por televisión en una silla de ruedas preguntándose “¿Se mató?, ¿Lo mataron?”.

Me pasó el país por todos lados.

La sensación de que las cosas deberían ser más fáciles para todos.

La sensación de que unos cuántos nos usaron para su conveniencia mientras recitaban grandes palabras como “patria”, “libertad”, “solidaridad”.

Todo mentira.

La sensación de que la salida está ahí nomás, pero siempre es la Puerta 12.

Estoy llegando al final y veo que no conté casi nada de lo que pensaba contar.

Que si 20 años no es nada, llevo tres veces nada.

Y tres veces nada son algo.

Un país que era más elegante, más culto, más sano y más rico cuando la maravillosa juventud de los ’60 creyó que había tocado fondo y necesitaba una revolución.

Que las décadas pasan y uno elige entre crecer o envejecer.

Cumplo 60.

Los próximos 60 serán mejores.

Esto recién comienza.

(El Sol)

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