OPINIÓN
Continúan los Juegos del Hambre entre Victoria Tolosa Paz y las agrupaciones sociales por el temita de haberle entregado planes sociales a gente con aviones en un país de cartoneros
Cuando contaba con 18 años de edad me ganaba mi dinero en un kiosco de diarios y revistas cerquita de mi hogar, en el porteño barrio de Lugano. Para quien no conozca la dinámica, un día normal de aquellos tiempos consistía en despertarse a las 4.30 horas, entreabrir el kiosco, recibir los diarios del camión de repartos y, de manera urgente, comenzar a colocar dentro de cada uno de ellos los suplementos que habían llegado la noche anterior. Y por urgencia me refiero a la velocidad de la luz: cada minuto de demora eran menos diarios vendidos por los canillitas en los semáforos.
Despachados los muchachos, comenzaba el armado final del kiosco y un ritmo acelerado de ventas que duraba, con toda la furia, hasta las 8 horas. En cuanto la mayoría de las personas ya se había tomado sus colectivos rumbo a sus empleos, venía una larga mañana interrumpida de vez en cuando por alguien que quería alguna revista. Ese período de embole lo quemé junto con mis ojos al leer noticias cada bendita mañana. Comenzaba con las secciones que me interesaban de un diario, seguía con las mismas de otro y de otro, y así hasta que volvía al primero para comenzar a leer las secciones que menos llamaban mi atención.
Para redondear, a media mañana ya sabía hasta los caballos ganadores del hipódromo y comenzaba a pasear por revistas, que sólo eran de actualidad una vez a la semana.
En un principio, esa dinámica me dio –además de unas ojeras dignas de importación– un nivel de conocimiento de la actualidad difícil de dimensionar. Y absolutamente en vano, dado que no podía hacer nada para modificarla desde mi lugar de vendedor de periódicos de 18 años en un barrio alejado hasta de las manifestaciones. Esto, lejos de perjudicarme, benefició mis estudios: a los seis meses no quería tocar un diario ni para envolver huevos y comencé a llevarme apuntes y libros para matar el tiempo. Casi nada después, si alguien me preguntaba por alguna novedad, le recomendaba leer el diario. O sea: trabajaba de algo que no consumía, que me había saturado.
Obviamente es una descripción de una era que ya no existe: Clarín vendía un promedio de 350 mil ejemplares diarios. Hoy vende la mitad y es el número uno del país en visitas online. Pero…
Quienes hoy están saturados de información ya no son los que venden diarios ni los que producen las noticias, sino los propios consumidores. El síndrome kiosco de diarios –algún nombre tenía que ponerle, patente pendiente– se democratizó y ahora alcanza al grueso de las personas que históricamente se caracterizaron por conformar el núcleo informado de la sociedad.
Un informe del Instituto Reuters de la Universidad de Oxford detalló que, en la Argentina, el índice de confianza en las noticias es del 35%. El detalle fue publicado en junio de este año y, sin embargo, creo que si lo hicieran hoy algunas cosas cambiarían. O sea: aún más hacia la baja de consumidores. No sé si en confianza, pero sí en cantidad de consumidores que registra una merma histórica mes a mes en todos y cada uno de los portales de noticias, en todos y cada uno de los canales de noticias. El que diga que no, miente.
¿Motivos para la falta de confianza? ¿Razones de la caída? ¿Cómo es que en el momento de mayor oferta de noticias de la historia cae la demanda? Habrá miles de explicaciones, pero supongo que la primera es casi de ley comercial elemental: exceso de oferta, caída de demanda. El medio con mayor cantidad de visitas del país publica a diario un promedio de 450 notas. ¿Quién puede leer 450 noticias a lo largo de un día? “Bueno, Nicolasito, no hay que leerlas todas, sino la sección que sea de tu interés”. Okey, lo tomo y repregunto: ¿Cuántas noticias tiene esa sección? ¿Cincuenta, cuarenta? ¿Quién las lee todas?
El híper ministro de Economía anuncia un acuerdo con las petroleras para que los combustibles aumenten igual, pero en cuatro cuotas hasta alcanzar el 15,8%. Por mucho menos comenzó el estallido de los chalecos amarillos en buena parte de Europa. Claro, allá anunciaron que se trataba de una actualización de impuestos. Acá se presenta como un beneficio a la ciudadanía,. Justo en el país en el que el mayor componente del precio de un litro de nafta es la voracidad impositiva del Estado.
En la Casa Rosada le entregaron un premio a Ginés González García, un ministro al que echaron por un vacunatorio paralelo. El premio fue entregado por la actual ministra, que no vio nada mientras vacunaban a sus propios familiares. Desconozco si ahora entregan premios al mejor despido de la gestión de los ministros despedidos. Quizás es que no logran ponerse de acuerdo consigo mismos: si era tan bueno como para darle una placa, por qué cazzo lo echaron. Sin embargo, es un contenido elemental del Manual de Kapeluz para el Buen Kirchnerista: si es denunciado, se lo amuralla en su despacho. Si no me creen, pregunten por Berni.
Continúan los Juegos del Hambre entre Victoria Tolosa Paz y las agrupaciones sociales por el temita de haberle entregado planes sociales a gente con aviones en un país de cartoneros. Detalles. Ahora se suma a la puja Juan Grabois, caliente porque Tolosa Paz pidió que se levante el secreto fiscal de los beneficiarios para hacer más rápido. Pochoclo.
El Presidente compró un avión de 22 millones de dólares. Sí, eso.
Cualquiera de estas noticias, individualmente, podrían resultar en el recuerdo de un año crítico de otro país. Una inflación de 7% anual provocó cambios drásticos en la economía de la mayoría de las naciones para revertirla de forma urgente. Acá viene por mes y se celebra si baja a 6 puntos a las trompadas. De hecho, una inflación del 100% podría significar 10 años de economía colapsada. O la inflación acumulada en los últimos 34 años en Canadá, las últimas tres décadas en España, o este medio siglo en Japón. También representa los últimos 25 años en el Congo, los pasados 16 en Bolivia o los últimos 14 en Namibia.
Nosotros sumamos tres cifras en un año. Y no podemos hacer nada para evitarlo, lo cual nos agobia. ¿Suma que sepamos que se recaudará mucho menos con la liquidación de cosecha por culpa de la sequía? No nos aporta nada porque nada sabemos de qué piensa hacer al respecto el abogado que tenemos por híper ministro. Por ahora, todo consiste en “mañana vemos”.
Muchas personas, por no decir casi todas, quedaron agobiadas por el aluvión de información durante la cuarentena. Acaba de finalizar la segunda semana de aumentos de casos de Covid y hasta el gobierno bonaerense recomendó comenzar a utilizar nuevamente los tapabocas en lugares cerrados. Y de vuelta a empezar…
Esta semana charlaba sobre “qué sacamos de positivo de la pandemia” y yo no encuentro una cosa buena. Ni una. Ni siquiera como sociedad y esa idiotez buenista de todos unidos como sinónimo cínico de todos aislados. Días después escuché “quinta dosis” y comencé a recordar el desastre de la gestión, las jodas de falta de control, el despilfarro de guita sin preguntar, el negocio de amigos vestido de geopolítica y las consecuencias económicas que incluye a esta inflación galopante y a un estrés postraumático colectivo sin precedentes a nivel local.
En medio de todo esto, la Vicepresidente anunció con bombos y platillos que daría sus “últimas palabras” y que lo transmitiría por YouTube. No midió. Nuevamente habló de “pelotón de fusilamiento” en un país con una vasta historia de fusilamientos reales. Y uno que creía que tan solo estaba en un juicio oral. Como nadie se enteró porque –repito– casi nadie consume noticias, salieron los sindicatos de empleados públicos a anunciar que, si el 6 de diciembre es condenada Cristina, “se para el Estado”. No entiendo la necesidad de hacernos ilusionar de esa manera.
Pero no quiero correrme del eje central de este texto: lo chiquitito que es el mundo para el que hablamos, por el que discutimos, por el que nos decimos de todo. Un universo que cae en todos los formatos con la increíble y siempre eterna excepción de la radio. Un punto de rating argentino equivale a 78.121 personas según el propio IBOPE. Supongamos que tenemos un gobierno que sabe organizar un censo y realmente somos 47 millones de condenados en este purgatorio al que llamamos Argentina: ¿somos conscientes de que tres puntos de rating también significa que 46.765.637 compatriotas ni se enteraron de qué dijiste sobre qué cosa?
Y dentro de ese micromundo, más micromunditos llenos de personajes que nos darían cosita si no fuera que compiten con nosotros por el mismo oxígeno. Gente que sabe que no es normal el nivel de guita alcanzado por Cristina pero la justifica en nombre de una prebenda disfrazada de derecho vía subsidio a una serie, una película, un festival “gratuito” o lo que venga.
Y no quiero dejar afuera a aquellos que también saben que no es normal pero lo desmienten para sostener un esquema de ideas que solo existen en sus cabezas; que la realidad les demostraría a diario el producto de años de despilfarro si tan solo se animaran a mirar a las personas tiradas en la calle. O a esas que se meten dentro de los containers de basura a ver si encuentran algo. Ni de milagro pretendo que registren que la muerte de un chico de cuatro años aplastado por un camión en un basural debería, de mínima, interpelarlos sobre costos-beneficios de El Modelo.
Todos, absolutamente todos tienen algo en común con el resto de la sociedad informada, esa que ya aclaré que es minoría: culpar a los medios de comunicación y a sus integrantes por lo mal que le puede ir al político favorito. Ni que fuéramos tan importantes. De hecho, la mayoría de las personas más relevantes de los medios siempre tuvieron muy en claro algo que se podía resumir en una frase del humorista gráfico español Forges: “Los periódicos en España se hacen, en primer lugar para que los lean los periodistas; luego los banqueros; más tarde, para que el poder tiemble y, por último e inexistente término, para que los hojee el público”.
Quizá, el problema radique en que todos, incluso las personas más relevantes de la información, lo han olvidado o prefieren sentirse importantes. Aunque eso implique que la inmensa, casi absoluta mayoría del país no nos escuche, no nos lea, no nos vea.
Después de todo, ¿qué tenemos para ofrecer más allá de demasiadas noticias sobre cuestiones que ya todos conocen y que nadie puede modificar? Ideas, quizá. Pero para eso hay que leer otros temas. Y no hay tiempo para leer, ¿no ven que estamos con las noticias?
Indígnese, por favor.
Ah, qué difícil cobrar por esto…
(© Nicolás Lucca / Relato del PRESENTE)
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