CURIOSIDADES INEXPLICABLES

OPINIÓN

O que lo explican todo

Por Carlos Mira

Estoy realmente curioso por saber quién habrá sido el genio de la comunicación social que le recomendó al peronismo centrar su principal mensaje político de hoy en el odio.

Si hay alguna agrupación política en la Argentina que, por su propia conveniencia, debería tener vedado hablar de odio es el peronismo y, por supuesto con más razones, su etapa superior kirchnerista.

Si bien la Argentina lamentablemente ha sido un país históricamente cruzado por el odio (no hay más que repasar la historia de unitarios vs. federales, europeístas vs. “gauchos”, anglófilos vs aglofóbicos, pro-aliados vs pro-nazis, peronistas vs. antiperonistas) lo cierto es que, luego de la derrota del caudillismo que mantenía al país dividido en feudos miserables y atrasados y hasta la llegada del peronismo casi 100 años después en 1945, el país vivió una relativa paz social, con un notorio progreso económico y un ambiente de suficiente tolerancia como para sentar las bases de una convivencia más o menos ordenada y armónica.

Fue la llegada de Perón la que marcó un olímpico retroceso a las épocas de la Mazorca con organizaciones paraestatales secretas dedicadas a perseguir y marcar opositores, discursos furibundos cargados de furia y rencor contra los que pensaban distintos (“levantaremos horcas en todo el país para colgar a los opositores”, “repartiremos alambre de fardo para colgarlos a todos hasta que no queden ni los hijos de ellos”, “trabajaré incansablemente hasta que no quede un ladrillo que no sea peronista”, “todo aquel que en cualquier lugar de la república atente contra las autoridades constituidas puede ser muerto por cualquier argentino”, “por cada uno de nosotros que caiga, caerán cinco de los de ellos”, “al amigo, todo; al enemigo, ni justicia”, “no necesitamos mujeres inteligentes ni capaces, necesitamos fanáticas”, “apruebo y encomio todo lo actuado” [carta de Perón a Montoneros luego de que éstos secuestraran y asesinaran al General Aramburu], “eso de ‘leña’ que ustedes me piden, por qué no empiezan ustedes a darla”, “haremos bajar los precios aunque tengamos que colgarlos a todos…” Y así se podría seguir en un sinfín de recuerdos odiosos que botaban con toda naturalidad de la boca de Perón y Eva).

Ese clima de antagonismo irreconciliable desembocó en la guerra civil de los ’70 en donde organizaciones armadas peronistas (Montoneros y Fuerzas Armadas Peronistas) se unieron al odio comunista del ERP y las FAR para sumir al país en un baño de sangre.

En esa década infame cayeron en las calles de la Argentina miles de inocentes: políticos, sindicalistas, empresarios, militares, policías, jueces, quiosqueros, transeúntes, mozos de cafeterías, verduleros, chicos del colegio, bebés, choferes… Todo en aras de la instauración -por la fuerza de la violencia- del pensamiento único peronista.

El contraataque militar ordenado por el propio gobierno peronista de Isabel Perón (que mandó aniquilar a las fuerzas guerrilleras) produjo más de 8000 muertos y desaparecidos en un baño de sangre de sentido inverso. Ese delirio culminó con la invasión a Malvinas respaldada por todo el arco político y social del país.

Confirmada la derrota, el retroceso en chancletas de todos los irresponsables que habían apoyado esa aventura delirante desembocó en el regreso de la democracia y la primera derrota electoral del peronismo a manos del presidente Raúl Alfonsín.

A ese gobierno, más allá de sus limitaciones en términos de ideas económicas y de un plan de desarrollo moderno que sacara al país del lodo, el peronismo no le regaló un solo día de paz. Lo bombardeó con paros generales, exigencias estrambóticas y el regreso de un discurso divisor. Tanto fue el esmerilamiento que el presidente llamó a elecciones 6 meses antes de lo que correspondía y entregó el mando, en consecuencia, con la misma anticipación.

La llegada de Menem al gobierno produjo, por la propia personalidad del presidente, el primer corte en el discurso de odio peronista. Uno de los primeros actos públicos del nuevo presidente fue ir a abrazarse con el Almirante retirado Isaac Francisco Rojas, el ícono aún vivo de la Revolución que había derrocado a Perón. Se iniciaba un periodo de 10 años de paz.

Con el paso de los años se fue olvidando hasta la terminología del odio y por primera vez en casi un siglo en el país se respiraba un clima de armonía casi desconocido por varias generaciones.

La estabilidad, el crecimiento económico, el inicio de un periodo de modernización y de integración de la Argentina al mundo acompañó esa paz social hasta que no pudo distinguirse bien si la paz era la consecuencia de la estabilidad y el progreso o si estos eran el efecto de la concordia.

Pero el gen peronista de la no-alternancia traicionó al presidente para buscar su reelección. Para lograrlo accedió a reformar la Constitución, entregando a la provincia de Buenos Aires (y en particular al conurbano bonaerense) prácticamente el poder de elegir al presidente al abolir el Colegio Electoral y transformar al país en un distrito único, entre otras barbaridades arquitectónicas.

El proceso de reformas fue el precio que el presidente pagó para lograr ser reelecto. O más bien el precio que la Argentina pagó para que el presidente se diera el gusto de ser reelecto. Menem fue emplazado a detener el proceso de cambio si quería contar con los brazos levantados en el Congreso para avanzar con la reforma. Y el presidente accedió.

En el llamado Pacto de Olivos se encarnó el huevo de la serpiente de lo que llegaría casi 10 años después.

Al detenerse el proceso de reformas y solo mantenerse el envoltorio de la Convertibilidad, ésta comenzó a dar señales de incompatibilidades severas entre lo que pasaba en la superficie y lo que pasaba en la profundidad. Como el presidente –por el pacto espurio que había sellado- no podía profundizar las reformas que habrían mantenido la Convertibilidad viva, el sistema comenzó a ajustar con las salvajadas de los ajustes hechos a la fuerza lo que no podía continuar. La variable de ese ajuste fue el empleo. Al no haberse reducido la estructura del Estado -en un plan de segunda generación de reformas- y no haberse cambiado las leyes laborales que se arrastraban desde los años ’40, el corset monetario estalló en un crecimiento de la desocupación.

El problema se combinó con una crisis financiera provocada por el crecimiento del gasto en un marco monetario refractario a los déficits. El resto es conocido. El país terminó otra vez con muertos en la calle el 19 y 20 de diciembre de 2001 y con el asesinato final de las ideas del progreso a las que se culpó (bajo el lema del “neoliberalismo”) de las penurias sociales que siguieron al 2001.

Ese discurso de rencor acumulado fue usufructuado por los Kirchner que recrearon las condiciones de la división social con el regreso de la terminología del odio, de la furia y del resentimiento. Fueron ellos el caldo en donde nacieron los D’Elia que se llenaban la boca con la palabra odio para referirse a todo lo que fuera “blanco”, “rico” y “exitoso”. Fueron ellos el caldo en donde renacieron los Montoneros y la pretensión de recrear la revolución de los ’70.

Los Kirchner vieron que esas eran vetas adecuadas para la única finalidad que les interesaba: conservar el poder para robar.

Escuchar a Cristina Kirchner, en una reunión con curas villeros, como si fuera una mala actriz de telenovela, con la voz entrecortada, decir que el Papa Francisco la había llamado para confirmarle que la violencia física empieza por la violencia verbal, resulta poco menos que dantesco ¿La jefa superviviente de un movimiento que no se privó de ninguna incitación al odio y a la división social con tal de aferrarse al poder diciendo que la violencia física empieza por la violencia verbal? ¿En serio?

Sería repetitivo ensayar aquí -como hicimos con Perón y Eva más arriba- transcribir las diversas ponzoñas destiladas por los Kirchner y sus esbirros en los últimos 15 años.

Pero ver que quienes no dudaron en traer de nuevo a la Argentina un clima de insoportable in-convivencia y una terminología de la más rancia intolerancia, se declaren “víctimas del odio” es muy fuerte. Muy fuerte.

Quizás esas injustificables realidades argentinas dispuestas a perdonar a un movimiento imperdonable expliquen el fenómeno de un país que, teniéndolo todo, se quedó sin nada.

(The Post)


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