PIEDRA LIBRE PARA TODOS LOS NIÑOS

EDITORIAL

Sepan que dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho, y ocho, dieciseís

Por Walter R. Quinteros

Hoy es el Día del Niño, así, como lo marca la palabra justa. Y este día hace que se despierten esas células del sistema nervioso a las que llamamos neuronas y, que las tenía adormecidas, para traerme algunos recuerdos de mi infancia. 

Por ejemplo, mi primera mascota, un perrito callejero abandonado en un terreno baldío, a quién se me ocurrió llamarlo "señor Funes", por haber nacido en la ciudad de Dean Funes. Opinaban, supongo, la mayoría de los mayores de la familia que, quién esto escribe, no podía a tan corta edad, llamar a un perro "señor Funes". Algo andaba mal.

Se usaba la siguiente frase en aquellos tiempos, "dónde se ha visto" que un perro se llame señor Funes. Conclusión, mi primera mascota fue rebautizado con el nombre de Tony. Aparentemente, a los perros hay que ponerle nombres cortos para que entiendan que los llamamos, que hablamos de él. Dos sílabas es suficiente. Y, conociendo a los empleados del Registro Civil de las mascotas, es muy probable que lo hubiesen cambiado por "Esecoso".

Cuatro días al año recibía regalos siendo niño. Normalmente para el Día de los Reyes Magos, en el día del niño, en mi cumpleaños y en Navidad. Tomen, eso era tener suerte, eso formaba parte de mi infancia feliz. Para eso, mi padre se levantaba a trabajar de lunes a viernes en aquellos ferrocarriles argentinos admirables. Para eso, mi madre, mantenía la economía del hogar, comida sabrosa pero austera, ropa remendada pero limpia. Los manuales escolares pasaban de mano en mano, entre hermanos y primos solidarios. 

Un cajón de manzanas, resguardaba soldaditos, autitos, camioncitos, álbumes de figuritas y una sala de armas de lata y plástico. Mientras que la colección Robin Hood de cuentos, y las infaltables pelotas de fútbol, compartían la terraza del ropero.

Hubo años, a medida que fui creciendo, que mis exigencias en cuanto a regalos, fueron aumentando hasta llegar a pedir la bicicleta en reemplazo del viejo triciclo abandonado en el patio y, casi al final de esa etapa maravillosa empecé a privilegiar los pedidos por ropa "de marca" y por algunos discos de vinilo. El final de esa historia de amor que vivimos los niños, rodeados de ficciones e historias tomadas de los libros y revistas llenas de super héroes, llegó con mi primer trabajo. Vender pastelitos.

Los chicos de aquellos años nos adaptábamos a todo. Desde limpiarnos las raspaduras sangrantes en las rodillas y codos con nuestra saliva, a tomar agua directamente de las canillas públicas, de ir a la escuela con pantalones cortos y las niñas con pollerita ante las inclemencias de los inviernos pasados, a prestarnos los juguetes, a escuchar con solemne silencio a los abuelos y reinvindicar el honor de nuestro apellido en formidables escenas de pugilato en la calle.

Ya de adulto, casi convirtiéndome en una persona que parece molestar con sus torpezas a esta sociedad de hoy, miro a los pibes como seres desprotegidos. Nada saben de nuestros juegos, están como encerrados en la burbuja que les otorga el celular y, a la hora de comprarles algo para que se diviertan, como nosotros lo hacíamos, nada de eso encontramos. Trompos, baleros, barriletes y otros tantos y simples juegos han sido jubilados de las vidrieras de las jugueterías.

Algo me dice que la felicidad de ahora no es la misma felicidad de antes. Es como que recibió un pase y vos saliste a marcarla, pero te pisó la pelota, te miró, te amagó para aquí, para allá te hizo abrir las piernas, te tiró un caño y en esa gambeta, vos quedaste avergonzado, solo, mirando las vidrieras distintas a las de tu infancia.

Como yo, supongo, debe haber otros abuelos que todavía queremos crear una especie de atmósfera blindada como para mantenerlos a salvo del avance de la tecnología, pero estamos perdiendo la batalla. Y no es que me enoje contra la tecnología, pues nos ha aliviado algunas tareas. Pero la felicidad de jugar a la mancha, se va desvaneciendo.

Entonces miro a mi alrededor, veo que el cemento de las construcciones y el de las calles llenas de luces multicolores, se van imponiendo en el paisaje urbano. Y no me queda otra cosa que —sentado desde la mesa de un bar—, hacer el molesto ejercicio de recordar aquellas casas sin rejas, las canchitas de los pibes, el parquecito y las galerías para las nenas de nuestra niñez. 

Insisto, nada hay para mirar en las vidrieras que no sea unos raros juguetes sacados desde la TV y unos inentendibles juegos electrónicos. La lucha es desigual. Debe ser porque cada época tiene su contexto. Su estética. Quizás estos niños ven una aureola luminosa en ellos que yo no alcanzo a percibir.

Démosle una rueda de automóvil para que corran al lado de ella. Una carrera de embolsados, una media vieja para que hagan la pelota de trapo. Rescatemos las muñecas peponas y las rueditas de acero para llevarlas con el alambre. Las bolitas o las canicas, el engrudo para el barrilete, la rayuela, las latitas de sardinas agujereadas para que le crucen un alambre y le pongan cuatro tapitas de goma de "las penicilinas" como ruedas todo terreno y las rellenen con masilla para que se "agarren" en los patios. Los banquemos en el ring raje de las siestas. Dejemos que nos avisen con un grito que suena a tambores de guerra ¡Piedra libre para todos mis compañeros!

Y que nos canten en nuestras horas aciagas, esas del marasmo de nuestras soledades, que hay que levantar la barrera para que pase la farolera, que dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho, y ocho, dieciseís. Ocho, veinticuatro, y ocho, treinta y dos. Ánima bendita me arrodillo en vos.

Feliz día, niños.

(LA GACETA LIBERAL)

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