LA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD

OPINIÓN

¿Cuál es o cuál debería ser el objetivo de un gobierno?


Por Carlos Mira

Si aceptáramos respuestas generales podríamos decir que esa tarea sería la de favorecer la felicidad de los individuos que componen la sociedad.

Dije a propósito “de los individuos que componen la sociedad” y no “de la sociedad” porque la felicidad debe ser un logro individual, no colectivo: la felicidad tiene (debe tener) tantos contenidos como personas.

El punto es que, en el caso argentino, parecería haber, al menos inicialmente, una concordancia llamativa en lo que hace a los argentinos felices: trabajar poco y conseguir cosas gratis.

Algunos podrán decir que exageré demasiado aquello de una “respuesta general” porque, después de todo, ¿a quién no le gusta trabajar poco y conseguir cosas gratis?

Es verdad. Pero lo trascendente en el caso argentino es que los gobiernos (fundamentalmente peronistas) han interpretado tan bien ese desiderátum que han llevado al mismísimo corazón de la ley el espíritu del no-trabajo y de la gratuidad.

Ya Alberdi, antes de la organización nacional, desarrolló en profundidad el concepto de lo que él llamaba “holgazanería” emparentándolo directamente con el tipo de legislación, heredada de la Casa de Contratación de Sevilla, y que él, precisamente, se proponía desterrar con un verdadero “Nuevo Orden”.

Por lo tanto no soy yo ni el primero ni el último que hace referencia a esta característica de nuestra idiosincrasia.

La cuestión que pasa a tener trascendencia aquí es descubrir qué es primero, el huevo o la gallina.

Alberdi parecía estar muy seguro de que el drama tenía su origen en la ley. Por eso concluía que, cambiando la ley, cambiaria el comportamiento.

La realidad de los casi 100 años de vigencia del orden “demoliberal” (1853-1943) parecieron darle la razón: los argentinos, dirigidos por un orden jurídico que los invitaba a la aventura individual, la emprendieron con pasión y llevaron al país a la cúspide del mundo.

Pero lo que ocurrió a partir de allí nos obligaba preguntarnos si el monumental éxito sociológico y electoral del peronismo no consistió justamente en haber decodificado aquel gen ya identificado por Alberdi y que el tucumano creía extirpable por la vía de la legislación.

Si bien mucha de la legislación “social” -cuya autoría el peronismo se atribuye- en realidad ya estaba vigente antes de Perón, es innegable que el peronismo no solo la profundizó sino que hizo del “trabajar menos” una bandera que, como un Alberdi al revés, la llevó al seno de la ley.

Si bien se observa, las disposiciones de los cientos de estatutos laborales que hoy son el corazón de ese derecho son normas que tienden a reducir la jornada de trabajo: es lo que el peronismo llama “ampliación de derechos”.

El costo que ha tenido esa “ampliación” no solo debe medirse en términos económicos o de costos de producción: el mayor mal fue cultural, inoculando la convicción de que haciendo menos es efectivamente posible lograr más.

Otro tanto ocurre con la gratuidad. El peronismo original utilizó salvajemente la idea de que era posible regalar cosas. Es más, creó una fundación con el nombre de la mujer del líder cuyo principal objetivo era regalar cosas, especialmente a los chicos.

Desde la sidra y el pan dulce hasta las bicicletas y las muñecas el peronismo trasmitió subliminalmente la idea de que las cosas (y las cosas más lindas de la vida) podían “venir de arriba”.

Hoy las organizaciones de trabajadores (más allá de que se han convertido en un aguantadero de mafiosos millonarios que se valen de los trabajadores para vivir como una nouvelle noblesse) tienen como principal objetivo lograr que se trabaje menos.

No está entre sus fines conseguir mejores condiciones de trabajo sino, directamente menos trabajo.

Esa característica esencial del sindicalismo y del derecho laboral arrojó a ocho millones de individuos a la selva más absoluta: la informalidad y la externalización del trabajo.

Son casi irrisorias las argumentaciones que defienden este tipo de ley acusando a quienes proponen cámbialas de querer “hacer el ajuste con los trabajadores”.

¿Qué mayor ajuste que vivir de changas, sin cobertura médica, sin vacaciones pagas, sin horarios, sin seguro de accidentes, sin nada?

Si el sistema “blanco” de trabajo tuviera que absorber los 8 millones de trabajadores informales entregándoles a ellos las mismas condiciones que hoy gozan los 6 millones que tienen empleo registrado, no quedaría una sola empresa en pie en la Argentina.

En general cuando uno hace este tipo de planteo queda como el antipático de la película: ¿qué a los argentinos no nos gusta trabajar? ¡Pero si trabajamos como condenados!

Lo peor, la gran paradoja que el peronismo hizo posible, es que ambas cosas son ciertas: por tener poco apego al trabajo (lo advertido por Alberdi ya en el siglo XIX) prohijamos un movimiento político que, para sacar una demagógica ventaja electoral y una supremacía cultural sobre el resto, consagró una legislación que, con el tiempo, asesinó el trabajo formal y obligó a los argentinos a trabajar, paradójicamente, más y en peores condiciones para poder sobrevivir.

Claramente la distancia que hay entre este final real y la aspiración teórica inicial de la felicidad (entendida ésta como trabajar poco y conseguir cosas gratis) no puede ser más abismal.

Por eso el peronismo es, antes que nada, un fenómeno paradojal: un conjunto de sandeces amontonadas que no ha hecho otra cosa que conseguir lo contrario de lo que demagógicamente decía perseguir.

Pero hay que reconocer algo: el peronismo es también el fenómeno político (probablemente mundial) más exitoso en lograr convencer a la sociedad (o a una parte aún electoralmente decisiva) que los culpables de esos resultados son los demás y que, si los demás no existiesen, no habría por delante -en las palabras de Fernando Iglesias- otra cosa más que “días felices”.

(The Post)

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