EDITORIAL
En primera persona
Por Walter R. Quinteros
Tremendista por donde se me mire, así soy. Para no irme muy atrás en el tiempo vamos a hacer de cuenta que el mundo empezó a ser mundo cuando yo empecé a salir a bailar. Es decir que les hablo de los años setenta y, créanme mortales, que no había canciones más lindas que esas, eran poesías que escribía un tipo y venía otro y le ponía música.
Los diarios hablaban de una guerra allá lejos y hace tiempo desatada a cara de perro en un país llamado Vietnam. Eran unos tipos que daban órdenes y venían otros dispuestos a morir por cumplir la orden de esos tipos en nombre de la Libertad unos y del Régimen otros.
En aquellos años, nuestras chicas, las de nuestro barrio, se cepillaban el cabello, doblaban sus pestañas hacia arriba y se convertían en hadas, reinas, princesas, diosas y ladronas de nuestros corazones. Eran un combo perfecto para conocer en un solo viaje, los límites que empezaban en un cielo lleno de ángeles y una recorrida final por las calientes pasiones de todos los recovecos existentes en el infierno. Todo por el mismo precio de organizar un "asalto" con discos del Sótano Beat.
Se dice que el tremendismo es una técnica literaria narrativa, el tremendismo en la prensa, está inclinado a las noticias sensacionalistas.
Es decir que así de tremendista era quien esto escribe. Y para mi, especialmente para mí, la vida comenzó, no cuando me compraban las Billiken y todas esas revistas que venían levantando el polvo de los caminos del tiempo desde los años cincuenta y sesenta por mi cabecita, no, ni el Reader's Digest ni nada de eso. Ni la colección Robin Hood ni nada. Ni las enciclopedias de tapas duras ni los "Preceptores" de moda en aquellos años. Nada de nada.
Mi mundo comenzó cuando una mañana de un día domingo mi padre me alcanzó el diario.
—Leé pichón, en el mundo suceden cosas.
Instrucciones para leer el diario según mi viejo —que sentado en el sillón del patio controlaba el humo del asado que se dispersaba por encima de las plantas frutales—: Empezá por el editorial —decía papá, ferroviario el tipo—. El editorial, me explicaba, es lo que piensa el dueño del diario. Después volvé a la primera plana y leé las noticias, pero ya sabés como es la cosa, me dijo. El pensamiento del dueño les va marcando la cancha a los que escriben.
O sea, la cosa para mi viejo era así: el diario se comenzaba a leer en la página 2 del segundo pliego, columna, opinión del editor, editorial. Después había que volver a tapa —esas son notas, decía mientras cargaba la pipa—, las que los muchachos creen más importantes o son las últimas noticias, la primera página, pichón, es la última que entra en la bobina de impresión. Era ferroviario, el tipo, pero se ve que algo sabía de eso. Aquí, mirá, está el obituario, me señalaba la página de los muertos entre los deportes y los chistes, esas son caritas que ya no veremos más, respetá esa página, siempre. Elos han caminado esta tierra antes que nosotros.
Más allá de mi deseo irresistible por conocer el punto exacto donde comenzaban las piernas descubiertas por el uso de pequeñas minifaldas de mis audaces amigas. Más allá de mi deseo por aprender a fumar. Más allá de mis ganas absolutas de descubrir el sabor del beso de una boquita pintada, y esa cosa dando vueltas en mi cabeza de tener una guitarra Fender o una batería Pearl Crystal o un equipo de música Ken Brown, propios desatinos de la edad, aprendí que la realidad, estaba impresa en las hojas gigantes de los diarios.
La realidad del mundo donde sucedían cosas venía en cuatro o más pliegos que formaban cuatro páginas cada uno y que vos —si tenés una edad parecida a la mía—, seguramente como yo, doblabas el diario en tres partes, prolijamente, con cuidado y lo aprisionabas en el sobaco para llevarlo al bar, de puro canchero nomás y para mostrárselos a los pibes de la barra. ¿Estamos en la página de los muertos? ¿No? Bebamos a nuestra salud, entonces.
De la noticias tremendistas de aquellos años setenta en la Argentina, se sumaban las internacionales. Pandemias como la polio, influenza, viruela, cólera, sida, ya daban vueltas por otros países. Pero a nosotros no nos importaba eso. La guerra fría entre las potencias se ponía caliente, pero a nosotros no nos importaba eso.
Así, el tiempo fue pasando, la moda, la ropa, la música, la electrónica, la vorágine que nos metió en una espiral que cada vez tiene mayor velocidad. Hoy, aquellos pibes de los años sesenta y setenta, estorbamos, parecemos fantasmas merodeando las mesas de los bares. Así de tremenda es nuestra situación, pero no nos importa, nuestras chicas siguen igual de lindas, atractivas, elegantes, apetecibles. Pensarlas, recordarlas, amarlas, nos salva de todo peligro.
Ahora, sentados en una mesa cualquiera de un bar cualquiera, vemos como, de nuevo, se están abatiendo sobre el mundo todas las plagas de Egipto sumadas a las del Apocalipsis. Sin dejar de lado la plaga de políticos inservibles que tenemos.
Pero para que nadie se llame a engaño, les voy a decir que lo mismo habrán pensado cada uno de cada generación que haya pasado desde que los humanos habitamos el planeta. Porque todas las cosas que vemos ocurrieron ya alguna vez. Vivimos un "déja vú".
Es casi seguro que si no las hemos experimentado, fue porque no estábamos todavía entre los vivos, pero las hemos leído en espectaculares novelas históricas o las vimos en el cine, en la TV, en la compu, o las leímos en los diarios tremendistas.
Hay miles de historias que desafían a los tiempos, como esta última pandemia, y esta guerra que asoma a convertirse en la peor de todas. Y eso nos refleja que somos un mundo distraído por la superficialidad de la opinión pública en las redes, mientras se abate sobre nuestras cabezas, la peor de las catástrofes.
Es un espanto concluir que las noticias más vistas mantienen cierto aire de frivolidad, farándula, bloopers, horóscopos, reggaetón, políticos corruptos y recetas de cocina, cuando ahora todo está globalizado. Es cierto que siempre habrá pestes, guerras y catástrofes en el mundo. No hay diarios de buenas noticias. Pero tampoco saben todos el secreto que me enseñó mi viejo, "empezá por el editorial". Ahí está el secreto. No se si les importa eso.
Pero de vez en cuando, creo, debemos hacer un "mea culpa" y fijarnos que no apostamos un mísero gramo de confianza en el proyecto humano. Hacemos las guerras, nos descuidamos y aparecen las pestes y, a las catástrofes naturales hasta casi como que las incentivamos. De puros brutos que por permitirlo, nos han ido convirtiendo.
—"Todo lo que nos pasa, debería ser un llamado constante a mejorarnos como raza", dice alguien de la mesa. Bien, de total acuerdo, nada podemos solucionar desde la mesa de un bar, lo sabemos. Nos decimos los pocos que quedamos en la mesa y brindamos por nuestra salud.
Porque cada año que pasa, cada día, cada minuto, debería ser mejor que el anterior, y en forma tremendista les tengo que decir que no, que ahora me doy cuenta que antes, mucho antes, cuando en mi casa nos sentábamos todos en la mesa, cuando llenábamos nuestros vasos con la bebida para acompañar esa carne que mi viejo cortaba sobre la tabla y mamá nos hacía brindar y agradecer esa comida, ese antes, era mejor.
Puede ser que nos toquen tiempos muchos más oscuros de los que nos muestra la historia, pero nos queda la esperanza que siempre la humanidad se ha superado, todavía andamos.
También es cierto que todavía nos queda algo por recorrer y quién sabe lo que nos tocará en el final de nuestros días, y qué será de nuestros hijos y qué de nuestros nietos.
En la mesa del bar, aunque nadie diga nada, estoy seguro que por lo bajo, agradecemos al cielo y a nuestros antepasados lo que ya nos tocó. Ya está.
Volviendo a aquella época —antes de conocer como se lee de punta a punta un diario—, me tocó vivir en un lugar casi pacífico —casi—, y creo, que era un poco más amable y respetuoso.
La guerra comenzaba cuando venía un tipo de otro barrio a querer levantar una chica de las nuestras. ¡Tremendo quilombo!
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