LA HISTORIA MÁS HERMOSA DEL MUNDO

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Durante casi todo ese verano nuestra madre sometió a mi hermana y a mí a absoluto confinamiento doméstico

Por Fernando Sorrentino

A fines de 1955 cayó sobre la Argentina la epidemia de poliomielitis, que se prolongó hasta los primeros meses de 1956. Estas fechas coincidieron con mi último grado de la escuela elemental y el inicio del colegio secundario.

Puesto que el virus atacaba especialmente a los niños, durante casi todo ese verano nuestra madre sometió a mi hermana y a mí a absoluto confinamiento doméstico, con el fin de evitar posibles contagios. Ya en esa época yo era una especie de “máquina de leer”, de modo que mitigaba aquellos días de encierro con la lectura de los libros que, en tal reclusión, había reunido el azar.

Cuando, ¡por fin!, pude salir de nuevo a la calle, vi, sentado en el umbral de su casa, a un chico de mi edad que estaba leyendo un volumen de tamaño, digamos, temible, a juzgar por la anchura del lomo.

Al acercarme, ese niño (desdichado) me dijo algo así como:

–Este libro me lo regalaron para mi cumpleaños. Pero a mí me aburre, no me gusta. Si lo querés, te lo doy.

Desde luego, acepté, encantado de la vida, y, con el gruesísimo tomo bajo el brazo, volví a mi hogar. Abrí el libro, empecé a leer y, fascinado, ya no pude abandonarlo, excepto por las obligadas pausas a que me obligaba el cansancio de ojos y de mente.

Era, de Charles Dickens, David Copperfield, colección Robin Hood, traducción de María Nélida Bourquet de Ruiz.

¡Qué inmenso placer, qué pasión despertó en mí la lectura de David Copperfield! El novelista me hizo vivir adentro del libro. Me contó las peripecias más cautivantes y me proveyó de la infinita riqueza de detalles atinados que forjan el alma de la literatura narrativa: es decir, la diosa Verosimilitud, cualidad imprescindible cuya carencia transforma en inevitable mamarracho o vuelve directamente nulo todo intento de relatar una historia.

Les tomé simpatía a Peggotty y a Traddles y a Micawber, y me espeluzné con el siniestro Uriah Heep, y experimenté el ansia de asesinar al señor Creakle y al señor Edward Murdstone, y a, por lo menos, darle a la señorita Jane Murdstone un contundente y vengativo puntapié en su trasero de bruja malvada.

Aprender a comparar y a valorar

No porque David Copperfield fuera la mejor novela de cuantas que en el mundo han sido (aunque sin duda se halla entre las mejores de las mejores), sino por el momento en que me tocó leerla: a los trece años, esa lectura fue un punto de inflexión en mi temperamento lector. Sirvió para volverme más lúcido y para empezar a comparar y a discriminar.

Había, digamos, un conjunto formado por mis autores anteriores. De ellos, elijo citar sólo tres, pertenecientes a tres idiomas distintos: Emilio Salgari, Jules Verne, Henry Rider Haggard. A estos queribles y queridos amigos no les quito un ápice de mérito. Pero sí me di cuenta de que entre ellos, por un lado, y Charles Dickens, por otro, se hallaban unos cuantos, yo diría muchísimos, escalones de diferencia en favor de éste.

Esa especie de brusca y bienvenida iluminación me dotó, andando el tiempo, de criterio (sagradamente hedónico) para elegir mis lecturas. E, inclusive, para ser sensato en el prejuicio: antes de ni siquiera hojear sus escritos, intuyo qué autores pueden gustarme y cuáles pueden desagradarme (factores determinantes: el tema; el título; la cara o la ropa del autor…).

Una vez leído David Copperfield, adquirí inmediatamente, de la misma colección Robin Hood, Nicholas Nickleby, que leí con similar placer. Y, en seguida, acudí a la queridísima y entrañable Biblioteca Mundial Sopena, y compré Oliverio Twist (que tenía como título El hijo de la parroquia) y el Pickwick y Almacén de antigüedades y Tiempos difíciles y…(*)

Por las razones expuestas, debo decir, sin la menor vacilación, que David Copperfield resultó, en aquel joven avatar de mi existencia, la historia más hermosa del mundo.

* Andando el tiempo, y cuando dispuse de dinero propio como fruto de mi trabajo, adquirí los seis tomos de las Obras completas de Dickens, en la famosa edición de Aguilar en papel biblia, a dos columnas y letras diminutas. Los textos, en su mayor parte, fueron traducidos por José Méndez Herrera; un número menor de ellos, por Amando Lázaro Ros: uno y otro adoptaron el absurdo criterio de, en lugar de utilizar el razonable usted del siglo XIX, emplear el incómodo, extenuante y mayestático vos, concordado con la segunda persona del plural, uso que ya no existía, desde hacía siglos, en ningún país hispanohablante. A pesar de estas piedras sembradas por ambos representantes de la Madre Patria, no creo haber procedido mal con esta compra. Pero sí cometí una insensatez ¡imperdonable! al regalar, ni siquiera recuerdo a quiénes, todos los amados libros dickensianos de Robin Hood y de Sopena.

(Fernando Sorrentino / La Prensa) 

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