EN BALSA DE IGUAZÚ A BUENOS AIRES (2)


 


Por Oscar Fernández Real


HISTORIAS /

El último hidroavión







Precavido, quería asegurarme el boleto de regreso desde adonde fuera. Es que a mis veintitrés años nunca había salido de mi hogar, de una familia pequeña y humilde, sin muchos recursos económicos. 

Esto significaba que la aventura que encarara no podía ocupar mucho tiempo –mi sueldo era necesario para el presupuesto familiar—y que tanto el costo del viaje de ida como el de regreso deberían limitarse a mis reducidas posibilidades. A la par de mi empleo, por la noche estudiaba periodismo (volvía desde González Catán y llegaba apenas para cumplir con el horario), y ya tenía otras inquietudes.

Por esos días (19 de mayo de 1955) había aparecido en la tapa de la revista “Vea y Lea” la foto de un canoero (era un conde polaco llamado Victor Ostrowski) cuyo esfuerzo le permitió navegar a remo desde el Iguazú a Buenos Aires, protagonizando en su trayecto interesantes andanzas. Pocos años antes (en 1947) un grupo de audaces liderados por Thor Heyerdahl se lanzaron a cruzar durante tres meses el Océano Pacífico a bordo de una balsa a la que bautizaron “Kon Tiki“.





Thor Heyerdahl, el explorador noruego que cruzo el Pacifico en 101 dias a bordo de una balsa, y relato su experiencia al mundo en el libro "Kon-Tiki", aparece en esta foto fechada el 29.09.1947 en San Francisco. al lado, sostiene un tiburon pescado en el Oceano Pacifico, a bordo del Kon Tiki


La balsa Kon Tiki, en la que el noruego Thor Heyerdahl, junto con otros cinco hombres, realizaron una travesía a través del océano Pacífico desde el puerto de El Callao, en Perú, hasta una de las islas del archipiélago Tuamotu en la Polinesia, en 1947.

Eureka! me dije. Si yo lograba llegar al Iguazú, sería relativamente fácil armar allí –con tantos árboles de su selva—una balsa que luego la misma corriente del río Paraná se encargaría de empujar hasta Buenos Aires. Así, mi regreso estaría asegurado y con menos riesgos que el afrontar los tifones del Pacífico.

Entre las prioridades que debía ir resolviendo, figuraban sobre todo el tema de quién me acompañaría, de cómo solventaría mis gastos (sobre todo el pasaje de ida); y la fecha en que me convendría iniciar mi viaje.

Espejitos para los indios

Cuando comencé los contactos también había empezado a estudiar periodismo. Era un año convulso por la crisis política que culminó con el derrocamiento de Juan Perón. Y entre los enconos por desquites y resentimientos que sufría en todos los niveles la sociedad argentina se daba el posible cierre de nuestra escuela, en la cual figuraban figuras notorias como adeptos al régimen recién depuesto. Entonces, los alumnos pasamos a protagonizar un lírico intento de evitar su cierre, máxime por cuanto los profesores nunca intentaron hacer proselitismo con el estudiantado.

Durante la reunión de una de las comisiones que luchaban en pró de este intento, yo propuse realizar mi expedición llevando la representación de la escuela a la par que durante el viaje también remitiría material de interés periodístico, que un equipo de mis compañeros se encargaría de publicar. Era tal el desconocimiento de los porteños sobre las poblaciones del Litoral mesopotámico que recuerdo como uno de los estudiantes propuso hacer una colecta para recoger baratijas que podríamos entregar “a los nativos” y así obtener su ayuda. 

Más práctico resultó presentar una carta del rector interino en la sede de la Prefectura Marítima, para que en las distintas delegaciones de esta fuerza se nos prestara apoyo durante nuestro recorrido.

En la antigua Dirección de Puertos y Vías Navegables conseguí detalladas cartas de navegación y un informe donde se señalaba que para el próximo enero se daría una onda de crecida que aceleraría levemente la velocidad promedio del río Paraná, que era de unos cinco kilómetros por hora. Según mi cálculo, si nos dejáramos flotar a la deriva durante diez horas de luz diurna, en unos cuarenta días sin más paradas que los pernoctes podríamos cubrir los 2.000 kilómetros que separaban el Iguazú de Buenos Aires.

Yo me desempeñaba por entonces como técnico controlador en la filial González Catán de la Mercedes Benz –en cuatro años, meteóricamente, había dejado la fábrica de fibrocemento, cumplido el servicio militar en la Policía Federal, y trabajado en Mantenimiento de Aerolíneas Argentinas--y cuando solicité permiso sin goce de sueldo para realizar esta expedición, mis jefes alemanes se entusiasmaron con mi proyecto. Uno de mis superiores me pidió que a mi regreso diera una conferencia sobre mi contacto “con las tribus del Alto Paraná”. Faltó que, como mi compañero de la escuela de periodismo, me aconsejara el intercambio de ayuda por espejos y abalorios. 

Un loco como acompañante

Desde mi infancia yo contaba con la amistad de Toto, un pintoresco muchacho que le traía dolores de cabeza a su padre, disciplinado maquinista del sistema ferroviario administrado por los ingleses. Desde los seis años Toto contradecía su propia inteligencia y espíritu bonachón con arranques rebeldes, que le impedían ajustarse a cualquier reglamento, especialmente si era laboral. Aunque más de una vez tuve que ir a visitarlo a comisarías por incidentes menores, yo secretamente admiraba lo que consideraba su valentía para afrontar situaciones no convencionales. Como, además, no tenía compromisos de ninguna clase y se llevaba bien conmigo, Toto de inmediato aceptó acompañarme en mi expedición.

Años después aprendí lo importante que es elegir la adecuada compañía para realizar alguna aventura. Como en toda sociedad, el error es buscar un socio que supuestamente aporte algo de lo que uno cree carenciar. Aquella vez yo traté de compensar mis aprensiones y dudas buscando en mi amigo de la infancia –aquel que siempre protagonizaba peleas callejeras—una dosis de valentía que ignoraba si yo mismo la poseía para afrontar situaciones riesgosas. En la escuela primaria a mí no me gustaba pelearme, quizá no tanto por cobardía sino por timidez. No soportaba ser protagonista de esas confrontaciones con otro chico que todos los demás alentaban al grito de “Pesto, pesto”, como entretenimiento de dos pequeños gladiadores que animaran un espectáculo de potrero al terminar el horario de clase. En cambio, a Toto le agradaba ser el actor de esta clase de encuentros.

De mi presupuesto para realizar el viaje de ida pronto acordamos que yo pagaría los pasajes hasta Posadas y que él abonaría el traslado desde esta ciudad hasta el Iguazú, seguramente en uno de los viejos y polvorientos ómnibus de línea provincial. Al analizar los costos de los posibles medios de transporte, comprobé que si bien el ferrocarril Urquiza o los ómnibus –descartado el fluvial por la cantidad de eventuales negativos que ofrecía—en apariencia resultaban relativamente económicos, los gastos en comida y su larga duración, podían compensarse con el vuelo por hidroavión que brindaba Aerolíneas Argentinas.

Además –y por supuesto—el atractivo de despegar y acuatizar era muy fuerte, de modo que pronto saqué los dos pasajes Puerto Nuevo- Posadas pensando también en el simbolismo que representaba hacer ese mismo recorrido en el medio más veloz y completarlo por otro singularmente muy lento. 

Hidro con historia de bombas

Una mañana, acompañados en la despedida por nuestros padres –que no me preguntaron mucho, demostrando una excepcional comprensión y confianza en su hijo- y alguna infaltable tía, desde el muelle de la dársena F una lancha nos hizo recorrer unos treinta metros hasta donde se balanceaba a flote la mole de un cuatrimotor Short Sunderland. Como fuimos los últimos en ingresar, tuvimos que instalarnos en los sitios más incómodos, subiendo por estrechos peldaños hasta una hilera situada en la parte superior (el tercer nivel) y sentados hacia atrás, casi en el borde posterior del ala.

Unos años atrás y durante mi paso como técnico por el sector Mantenimiento de Aerolíneas me habían enviado a cubrir una suplencia en esa base portuaria y allí pude conocer un poco sobre esos grandes hidroaviones.

Con el término de la segunda guerra mundial las naciones vencedoras se encontraron con muchísimos excedentes de materiales bélicos, entre los que figuraban cientos de miles de aviones de todo tipo. Por poco más de dos mil dólares “de los de antes” se podían conseguir bimotores de transporte y por 250 dólares motores en estrella para esos aviones.

La firma británica Short fabricó -- a partir de diseños de los años treinta-- unos grandes hidroaviones a los que denominó Sunderland cuya función era servir como patrulleros de largo alcance y, eventualmente, como transportes de carga transoceánica, bombarderos antisubmarinos o guardacostas. Eran muy lentos, quizá por su voluminoso casco, pero compensaban eso con sus otras prestaciones, para las que no se les exigía velocidad. Tenían torretas giratorias con ametralladoras o cañones en su proa y en su popa, y podían agregárseles otras armas similares (pero no dobles o gemelas) en su dorso y laterales. Las bombas se disponían en lanzadores externos bajo las gruesas alas –tenían tal espesor que por su interior podían arrastrarse los mecánicos hasta los dos primeros motores, abriendo los bordes para que sirvieran como balcones de mantenimiento—y durante la guerra realizaron numerosas operaciones. Hasta se decía que hundieron algunos submarinos y lograron alcanzar a aviones de la Luftwaffe que intentaron atacarlos.

La incipiente aerolínea argentina compró media docena de estos grandes hidros para utilizarlos primero en sus itinerarios transatlánticos y luego en sus servicios mesopotámicos, en regiones donde la carencia de buenas pistas era sustituida por abundantes espejos de agua, tanto cursos de ríos como lagunas y aún esteros, alternativas sólo para emergencias.

Las conversiones de uso bélico a funciones pacíficas se realizaban en muchos talleres privados pero luego las mismas fábricas efectuaban esas modificaciones. Así los Sunderland ya convertidos pasaron a llamarse Sandringham, con las torretas cerradas (solamente la delantera conservaba un tambucho para tareas de amarre) y sus interiores ofrecían disposiciones para pasajeros y pequeñas cargas. Quizá como influencia de las instalaciones que ofertaban los ferrocarriles estos hidroaviones presentaban asientos tipo literas enfrentadas y en boxes de seis asientos. Una curiosidad que luego se apreció en otros grandes aviones, como los Stratocruiser o más modernamente en los Jumbo, eran sus escaleritas caracol que comunicaban sus cubiertas inferior con la superior.

La aparición de aviones más rápidos y de mayor capacidad, así como la construcción generalizada de aeropuertos con buenas pistas hizo que se abandonara la fabricación y el uso de grandes hidroaviones. Varias firmas británicas construyeron verdaderos gigantes con cascos y hasta el famoso Howard Hugues diseñó un mastodonte de madera que apenas hizo un breve vuelo, pero la falta de demanda hizo que los servicios con hidroaviones se dejaran de lado, sin llegar a alcanzar la década del sesenta. . 

Nosotros dos, aventureros en ciernes, ignorábamos todo esto aquella mañana del lunes 9 de enero en que –luego de cuatro horas de vuelo-- el gran casco del Sunderland abrió dos altos surcos de agua frente al puerto de Posadas. Eran las 11,23 constaté en mi sencillo reloj Delbana.

Así vimos el puerto de Posadas cuando bajamos del hidroavión y la lancha nos desembarcó en tierra misionera (Toto posa en la borda de un barco)

Aquel lunes 9 de enero de 1956 empezaba nuestra aventura en la que realmente iríamos a la deriva de acontecimientos y fuerzas externas que no podríamos manejar. Muchas veces la suerte compensó nuestra imprudencia y falta de experiencias para permitirnos seguir con vida.

Oscar Fernandez Real 

(Próxima nota: Perseguidos por un Winco)

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