¡VAMOS, TIREN!

HISTORIAS /

Las dramáticas horas de un conscripto que herido defendió a sangre y fuego el Regimiento de Monte Chingolo


Por Adrián Pignatelli

Fue un instante. El sargento Saravia, pistola en mano, lo tironeó con fuerza del brazo, justo en el momento en que un camión Mercedes Benz 1112 azul manejado por el “sargento Manuel”, del ERP embistió el portón del regimiento, provocando que sus dos hojas se abriesen violentamente. 

El quilmeño Eduardo Luis Chavanne, soldado clase 54, bombero voluntario por vocación desde 1972, sintió el tirón y obedeció. Aún lo ignoraba, pero sería uno de los protagonistas de la operación más importante del grupo guerrillero, que planeaba robar gran cantidad de armamento del Batallón de Depósito de Arsenales Domingo Viejobueno, en la localidad bonaerense de Monte Chingolo.

Cuando le tocó cumplir con el servicio militar, Chavanne fue al Distrito Militar La Plata con una decisión tomada: quería ser paracaidista. Fue destinado a la IV Brigada Aerotransportada de Córdoba. Pero a los pocos días, junto a algunos soldados más, fue enviado de vuelta a Buenos Aires con una camada que justo salía de baja. “Viajé con los cardenales, como le decían, por las boinas rojas que lucían”, recuerda.

De ahí en más, tal como le habían indicado, debía presentarse todos los miércoles en el Distrito Militar para que fuera nuevamente destinado. Invariablemente recibía la misma respuesta. “No tenés destino”. Hasta que una semana decidió presentarse un jueves. “Llegaste justo. Tomate el colectivo y presentate en el Batallón de Arsenales Viejobueno, que falta un soldado”. Era marzo de 1975 y tenía 21 años.

Asignado a la Compañía Comando y Servicio, con el correr de las semanas fue asistente del teniente primero Massini. Lo que más le afectaba era quedarse en el cuartel los domingos, especialmente cuando jugaba Quilmes, club del que es fanático.

Ese martes 23 de diciembre de 1975, a las 18:50 cuando el sargento Saravia lo tomó del brazo, se había retrasado unos diez minutos en incorporarse al retén de guardia. Le tocaba el Puesto 9, que todos la conocían como “la tosquera”, que daba a la avenida Pasco.

Chavanne salía de la guardia, iba por el patio de armas, cuando llegó la advertencia de Saravia. “Estábamos donde caería el soldado Sessa”, explicó. Juntos vieron cómo un camión, seguido por otros vehículos, irrumpía en el cuartel. Ambos se dirigieron a refugiarse en la cantina, y mientras corría cargaba su FAL. El cantinero, su esposa y una empleada no entendían lo que sucedía.

Y se desató el infierno.

En la cantina, había otros dos soldados. Chavanne rompió el vidrio de una ventana y comenzó a disparar. Un proyectil le rozó la oreja. Incrédulo, se sentó.

Los gritos de Saravia lo volvieron a la realidad. “¡Vamos! ¡Vamos! ¡Apunten!”. Ahí fue cuando Chavanne comprendió el por qué, durante la instrucción, los militares ordenaban a los gritos.

El tableteo era constante. “Con el correr de los minutos, empezamos a tirar con más puntería”, relató a Infobae. Pensó en la suerte corrida por Jorge Bufalari, su compañero que estaba de guardia en el portón y que había sido herido cuando comenzó el ataque. “Al enano lo hicieron percha”, se lamentó.

Por momentos, los disparos cesaban y se escuchaban las voces de los atacantes: “Soldado, rendite, la cosa no es con vos”.

La guardia, ubicada al lado de la cantina, estaba acribillada. Una granada arrojada dentro de la cantina provocó el derrumbe de los cajones de gaseosas, y Chavanne, justo cuando cambiaba el cargador de su fusil, resultó herido en su pierna izquierda. Sin percibirlo entonces, guardó en su puño cerrado un proyectil que había estado a punto de introducirlo en el cargador.


El proyectil que Chavanne nunca llegó a poner en el cargador y que guardó durante 45 años.

De fondo, comenzaron a escucharse el ruido metálico y pesado de los carriers que venían de La Tablada. Cuando se asomó, pudo ver a compañeros suyos caminando por los alrededores. Todo había terminado. Ya era de noche.

Los heridos fueron llevados a la jefatura. El teniente coronel Duilio Di Iorio le preguntó a cada uno cómo se sentía y a todos les dijo que se los evacuaría. En un helicóptero fueron llevados al Hospital Aeronáutico, donde le hicieron las primeras curaciones.

A la una de la mañana, percibió un revuelo en el hospital. Había llegado el general Jorge Videla, comandante general del Ejército. Fue a saludar a cada uno de los heridos. Se sentó en la cama de Chavanne y, tomándolo del brazo, le dio las gracias. Luego de preguntarle su nombre, quiso saber de qué cuadro era hincha. “De Quilmes”, respondió. “Qué le vamos a hacer…”, respondió el militar mientras se iba.

Tres o cuatro días después, no recuerda bien, fue derivado al Hospital Militar Central. Allí permanecería cerca de un mes. En su familia se pensó lo peor. Cuando su papá fue a la puerta del cuartel a preguntar por él, el soldado de guardia hizo el ademán de que no lo conocía, y el papá lo interpretó como que lo habían matado.

Una vez dado de alta, regresó al regimiento, donde le firmaron la libreta. En el medio, debió acudir a Di Iorio porque un oficial quiso cobrarle el uniforme que no había devuelto.

Para Chavanne, como para tantos otros conscriptos, el regreso fue difícil. Dejó a su novia, sintió que ella no se merecía verlo así, renunció a los bomberos, no hablaba de lo que había pasado ni quería que le preguntasen, y durante años no quiso pasar ni por la puerta del cuartel. Trabajó con su padre. Nunca más volvió a ver a sus compañeros de cuartel. Solo visitaba a uno, pero el estado anímico de su amigo era tan malo, que la madre le pidió que no lo visitase más.


Un rosario que dos monjas le obsequiaron a Chavanne cuando estuvo internado en el Hospital Militar Central.

Los años pasaron. Se casó, tuvo dos hijos, es abuelo, toda su familia conoce su historia y les cuenta su verdad. Hace treinta años que vive en Santa Clara del Mar, donde tiene una pequeña distribuidora de herramientas.

Aún hoy, a los 66 años que cumplió el 18 de marzo, descree de muchas de las versiones que rodean a este episodio. Asegura que es mentira que en el cuartel se estaba esperando el ataque, “si la mitad de la compañía comando y servicio había sido licenciada por la Navidad”. Desmiente que se hubieran cavado pozos de zorro, o que el jefe de la unidad haya estado apostado con una ametralladora en lo alto del tanque de agua, demasiado lejos del portón de entrada. Sostiene que uno de los soldados, el galleguito Martínez, era un informante del ERP y que siempre preguntaba detalles sobre el cuartel y que luego del ataque, desapareció.

Con la misma vehemencia al hablar, se indignó al conocer el aplauso que se le dedicó a los montoneros en el acto por el Día de los Derechos Humanos, que se realizó en la ESMA con la presencia del presidente y de la vicepresidente.



Trozo de mayólica del pedestal del mástil del batallón atacado. Es una de las reliquias que Chavanne atesora.

El predio que ocupaba el cuartel es hoy parte de un parque industrial. En uno de los tantos viajes que el hermano de Chavanne debía realizar por la zona, le pidió que rescatase un pedacito de mayólica del pedestal donde aún se yergue el mástil del regimiento.

Mientras estuvo internado en el Hospital Militar, lo visitaron dos monjas, que le regalaron un rosario y una servilleta. Chavanne los guardó en una bolsita, junto al proyectil que tuvo en un su puño. Esa bolsita la conservó su mamá y años después se la dio a la esposa de Chavanne. Cuarenta años más tarde, el entonces conscripto se llevó la grata sorpresa de encontrarse con el proyectil que se le había caído del cargador.


Hace 30 años que Chavanne vive en Santa Clara del Mar. Formó una familia y todos conocen su historia.

Junto con el trozo de mayólica que guarda en una lata y su casco de bombero –”que luce como en el primer día que me lo puse”- son las reliquias más preciadas de un quilmeño que hace 45 años no quiso saber nada con eso de rendirse, de que la cosa no era con él.

(Infobae)

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