CULTURA /
Un poema de Apollinaire es el disparador de una reflexión sobre la preocupante devaluación de vocablos cruciales, como "libertad" o "amor"
El 13 de julio de 1909 se casaba en París el poeta André Salmon. Y en el transcurso de la boda, su amigo Guillaume Apollinaire (también poeta, y qué poeta) leería un texto cuyo eco llega hasta este día, ciento once años después. “Nos conocimos en una bodega maldita / En el tiempo de nuestra juventud / Fumando los dos y mal vestidos esperando el alba / Enamorados enamorados de las mismas palabras / A las que habrá de cambiarse el sentido / Engañados engañados pobres muchachos y no sabiendo todavía reír / La mesa y los dos vasos se transformaron en un moribundo / Que nos echó la última mirada de Orfeo / Los vasos cayeron se rompieron / Y nosotros aprendimos a reír / Partimos entonces peregrinos de la perdición / A través de calles a través de comarcas a través de la razón…”, dice Apollinaire, memorablemente.
Conocí el poema a mis dieciocho años en una traducción de Rodolfo Alonso, gracias a una de las queridas ediciones del Centro Editor de América Latina, y dos versos quedaron desde entonces resonando en mi cabeza: “Enamorados enamorados de las mismas palabras / A las que habrá de cambiarse el sentido”. Apollinaire lo sabía, y lo sabía muy bien: es necesario renovar el lenguaje desde adentro para poder decir lo que realmente hace falta. Las palabras no nos vienen dadas: hay que pelear por ellas.
Días atrás leía un libro de Tamara Kamenszain, recientemente publicado por el sello Ampersand en su colección Lectores. No suelo coincidir con las miradas que la poeta y ensayista porteña lanza sobre la literatura, y tampoco con la mayoría de sus gustos, pero me detuvo una frase con la que describe a la prestigiosa semióloga Julia Kristeva: “Arriesgada como siempre —escribe Kamenszain—, la pensadora se atreve a reflotar términos casi anacrónicos como amor, pasión o incluso madre…”. El impacto fue fuerte: automáticamente deposité el libro sobre la mesa de luz y me detuve a asimilar lo leído. “Amor”, “pasión” y “madre” son vocablos de una fuerza sísmica. La autora, sin embargo, asegura que son “casi anacrónicos”. Pero entonces, me pregunté en la noche, ¿qué clase de mundo es este, que despoja de sentido a palabras tan hermosas y necesarias? La única respuesta fue el silencio.
Las palabras son herramientas de una enorme fuerza: a partir de ellas, de su capacidad de imantación, puede cambiarse el mundo. Los poderosos —que son justamente los dueños del mundo— no lo ignoran, y entonces intentan apropiárselas. ¿Cómo es posible, por ejemplo, que los más notorios representantes del pensamiento conservador se hayan adueñado de una palabra tan importante como “libertad”? Para ellos, esa “libertad” de la que no se cansan de hablar es lo único que tiene valor; nunca aclaran, sin embargo, que la “libertad” no puede ser jamás la misma para un niño que nace y se cría en una villa miseria que para quien lo hace en un coqueto country. Para que haya verdadera libertad, se necesita igualdad de oportunidades. Urge recuperar la palabra libertad: no merece ser el soporte de semejante falacia.
¿Y qué sucede con la palabra “amor”? Mujeres y hombres siguen amando, no cabe duda. ¿Por qué razón, entonces, agoniza la palabra que designa tan hondo sentimiento? ¿Qué significa esa agonía? Significa, simplemente, que todo aquello que ancle en la fraternidad humana molesta al sistema. Incomoda el amor, pero también incomodan la amistad y la pasión, sobre todo la pasión política. Por esa razón se intenta, sistemática y disimuladamente, desprestigiar. El sistema se retrae, preocupado, cuando “el otro” y su proyección en plural, “los otros”, aparecen como prioridad en el horizonte del individuo. Solo le interesa aquello que nos separa: nos pretende aislados. Y además nos quiere consumidores, no amantes. Y mucho menos, claro está, militantes.
Tarea de los escritores es defender las palabras. Los periodistas tienen el mismo deber, aunque muchos parezcan haberlo olvidado. Es en la trinchera del sentido desde donde se pueden resistir los embates del dinero. Apollinaire habló de las palabras que hacen falta: son las que “cambian el rostro de los niños”, dijo. No hay nada anacrónico en la poesía, ni en la pasión, ni en el amor. Ese es el objetivo de quienes con su acción cotidiana destruyen el mundo: tornar anacrónicas las palabras que dan pie al sueño y sostienen el deseo. No lo permitamos.
(La Capital)
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