LIBROS DEL CREPÚSCULO

CULTURA /

La pandemia puso en evidencia amenazas a la vejez que la literatura ya había anticipado. 


Por Jorge Martínez

Obras de John Updike, Muriel Spark y Adolfo Bioy Casares, entre otros, intuyeron el lugar relegado que tendría la ancianidad en un mundo subyugado por lo nuevo y lo joven. Ficciones futuristas o simbólicas que se hicieron realidad.

El tiempo transformó en realidad la alegoría violenta que tramó Adolfo Bioy Casares.

La emergencia por la pandemia 2020 obligó a todo el planeta a posar la mirada en los mayores de la sociedad, en los ancianos, a quienes se exhortó a proteger con tardíos cuidados no exentos de cierta hipocresía si se recuerda que esos mismos países siguen apostando a la eutanasia y el descarte como política de estado. Puede decirse que, por unos meses, al menos, los integrantes de lo que ahora se denomina "población de riesgo" recuperaron algo de la atención y el respeto que habían gozado durante buena parte de la historia civilizada. Un tenue destello en medio de las tinieblas.

"Está en las canas el saber y en la ancianidad la sabiduría", se lee en Job 12,12. La tradición religiosa y la antigüedad clásica creían con sinceridad en esa definición de la vejez, a la que, es cierto, no le faltaron detractores en el mundo grecolatino. Mucho menos común que en nuestros días, la longevidad era un don que se apreciaba. Y a excepción del paréntesis cultural que significó el romanticismo, nunca en la historia hubo de plantearse una disputa intergeneracional como la que estalló en las sociedades occidentales a mediados del siglo XX, disputa en la que a los ancianos les tocó llevarse la peor parte.

El viejo en la literatura soportó esa misma transformación. Fue patriarca y sabio, consejero y gobernante, un ser temido y venerado antes de que se hundiera en el estereotipo y la caricatura, y se lo empezara a retratar como mezquino, mañoso, avaro, débil y, al final, demente. En el siglo pasado el cambio fue radical. El viejo perdió por completo la primacía frente al apogeo de la juventud, la verdadera revolución social de nuestro tiempo, que entronizó en el imaginario general a las edades primeras de la vida: infancia, adolescencia y juventud.

EL QUIEBRE

Algunas obras presintieron o reflejaron con agudeza ese quiebre. Varios de los cuentos, novelas y piezas de Italo Svevo (1861-1928) hablan del tema con trazo pesimista o mordaz. La parábola de El viejo y el mar (1952) abarca a la humanidad entera, pero por alguna razón el protagonista de esa derrota gloriosa es un hombre mayor. Otro anciano, gruñón y mal llevado, es la encarnación de la dignidad en El coronel no tiene quien le escriba (1961). El implacable paso del tiempo, o su negación o reversión, también figura en relatos memorables de Oscar Wilde, Francis Scott Fitzgerald, Giuseppe Tomasi di Lampedusa y Alejo Carpentier.

A la par de ellos hubo otros escritores que, siguiendo una línea similar, se adentraron más lejos en la pintura de un futuro que entonces podía parecer exagerado y hace tiempo es una cruda realidad, de vigencia muy anterior a los estragos atribuidos al virus y la pandemia. Tres ejemplos no siempre bien recordados podrían servir de ilustración.

El estadounidense John Updike tenía unos 25 años cuando escribió La feria del asilo. Fue su primera novela y de ningún modo la mejor entre las muchas que integran su obra. Principiante aventajado, no pudo contener su ambición estilística ni entregarse a un cierto preciosismo de la prosa que quita ritmo y vitalidad a la historia.

Con todo, hay méritos en sus páginas. El joven Updike, profeta impensado, consiguió en esa obrita primeriza sondear tendencias profundas de la vida moderna que aun hoy acechan a los mayores de nuestras sociedades. Publicada en 1959, la acción de la novela está situada unos veinte años en el futuro, es decir a fines de los "70. Los protagonistas son un grupo de ancianos recluidos en un asilo en la frontera entre los estados norteamericanos de Pennsylvania y Nueva Jersey (el territorio natal del autor). Se aprestan a celebrar la feria anual veraniega de la institución, donde exhiben y venden comidas y artesanías.

Pero este año se hallan en medio de una especial tensión con el joven director del establecimiento, Stephen Conner, un rígido "humanista" que profesa la filosofía de la época: los asilos forman parte de una más vasta iniciativa estatal por racionalizar la existencia, contribuir de algún modo al "ajuste" y "la entropía", esa "tendencia del universo a la homogeneidad, hasta que cada átomo de energía quede establecido en un espacio de cien kilómetros cúbicos, por lo demás vacío". En busca de ese gélido ordenamiento, Conner aspira a erradicar la enfermedad, a perfeccionar la especie. Afirma: "La opresión, la superstición y la miseria tienen sus raíces en la resignación". Un indudable aire malthusiano lo envuelve a él y a sus ideas.

Los ancianos, desde luego, lo odian. El tema de la novela, sumamente disuelto entre las descripciones líricas de Updike, es el choque entre el vitalismo fatigado de los viejos y la fría racionalidad burocrática de Conner. Será un choque nada metafórico, con piedras de por medio.

A su manera, La feria del asilo es una novela distópica. Updike (1932-2009) contó que la escribió inspirado en 1984 de Orwell. También lo guiaba, dijo, una ambición filosófica y hasta teológica: mostrar en qué consiste estar vivo, tal como nos lo revelan las sensaciones. Por eso la prosa se esfuerza por transmitir en gran detalle la riqueza de esas percepciones sensoriales.

No menos distópica es Diario de la guerra del cerdo. Se ha dicho incluso que es la más política de las obras de Adolfo Bioy Casares (1914-1999), afirmación en la que hay más verdad de lo que aparenta.
Por debajo del humor afiladísimo de los diálogos y las descripciones, de la precisión matemática de las escenas y las situaciones, del costumbrismo irónico y de la refrescante aunque algo inverosímil relación amorosa, el libro narra ideas y hechos atroces.

Si la intención era alegórica, la época misma en que se escribió el libro (año 1968) y el paso del tiempo no tardaron en transformar los símbolos en realidades. La guerra del cerdo es la de la juventud contra la vejez, una guerra de exterminio ejecutada en las calles y las esquinas porteñas por bandas de "jóvenes turcos" acaudillados por un tal "Farrell" (es nítida la alusión al naciente "peronismo revolucionario").

IDEOLOGIA

Los matones actúan movidos por el asco y el desprecio, pero también, y esto es lo más curioso en una obra de Bioy Casares, por un sedimento ideológico, subversivo. Lo expresa un diálogo desopilante que abarca todo el capítulo XX de la novela. Allí dos personajes menores revelan al protagonista, Isidoro Vidal, las razones no confesadas que sustentan la violencia juvenil: el exceso de población, la necesidad de alguna forma de eutanasia ("medicina preventiva") o de aborto ("la segunda degollación de inocentes"). "Detrás de esto -dice uno de ellos- hay mucho médico, mucho sociólogo, mucho planificador. En la más estricta reserva le digo: hay también gente de iglesia".

En sus Memorias (1994), Bioy Casares explicó que su idea inicial no era escribir una novela sino un "breve ensayo sobre las armas de que disponemos para contrarrestar el envejecimiento". Pronto se dio cuenta de que el proyecto cuajaría mejor en una narración. Probó primero un cuento, después comprendió que el tema merecía mayor extensión y un "tratamiento más delicado y serio del que había previsto".

Bioy concluyó Diario de la guerra del cerdo a comienzos de 1968, el año del mayo francés y de la gran revuelta del hedonismo juvenil contra las estructuras y costumbres de las sociedades tradicionales. A medio siglo de distancia sorprende que un escritor como él, tan acusado de frío y desconectado de la realidad, hubiera podido descifrar las corrientes superpuestas que arrastraban aquella pugna entre generaciones: vio la violencia y el odio de los manipulados, y también vio -de modo paródico, es cierto- los motivos últimos de los manipuladores.

"MEMENTO MORI"

En el siglo de la juventud, pocos libros abordaron la vejez con tanta cercanía, tanta perspicacia y tanto humor como Memento mori, de la escocesa Muriel Spark (1918-2006).

La novela es una comedia, como casi todas las de la escritora, pero atravesada por preocupaciones más hondas. En la superficie la intriga parece meramente policial. Un desconocido acosa por teléfono a un grupo de ancianos de diferentes estratos sociales -varios de ellos alojados en un mismo asilo- repitiéndoles la vieja amonestación latina que figura en el título: "Recuerda que has de morir". El misterioso mensajero (o mensajeros, porque las voces cambian) pronuncia la frase con sequedad y luego corta.

La primera víctima es una respetable señora de la alta sociedad. A ella se agregan su cuñada, una escritora senil; su hermano; criadas o sirvientas; un crítico teatral, y hasta un minucioso gerontólogo que sólo ve a los ancianos como especímenes de estudio.

Mientras crece el desconcierto, se extiende la lista de afectados y varios de ellos, en efecto, empiezan a morirse, Spark, quien a mediados de la década de 1950 se había convertido al catolicismo, va exhibiendo los vicios, pecados y miserias comunes que entrelazan el pasado y el presente de sus personajes, junto con los obvios achaques que acompañan la edad. Más allá de las burlas, el juego queda claro: sólo los lectores podremos examinar las conciencias de esas personas a las que, salvo alguna excepción, la cercanía de la muerte no alcanza a sacarlos de su obstinación y encaminarlos en la vía del arrepentimiento y la expiación, antes de que sea demasiado tarde. 

Quejosos, tercos, egoístas y asustados, se resisten a hacer de grandes lo que tampoco hicieron en su juventud, en contra de lo que recomienda el hermoso capítulo 12 del Eclesiastés, que bien podría ser la moraleja a la que apunta toda la novela sin nunca manifestarlo. Vale recordarlo: "En los días de la juventud acuérdate de tu Hacedor; antes de que vengan los días malos y lleguen los años en que dirás: No tengo ya contento; antes que se obscurezcan el sol, la luna y las estrellas y vengan las nubes después de la lluvia; cuando temblarán los guardianes de la casa, y se encorvarán los fuertes, y cesarán de trabajar las muelas porque son pocas, y se obscurecerán los que miran por las ventanas, y se cerrarán las puertas de fuera, y se debilitará el ruido del molino, y se agudizará la voz del ave y debilitarán la suya todas las hijas del canto, y habrá temores en lo alto y tropezones en el camino y florecerá el almendro, y se pondrá pesada la langosta, y se caerá la alcaparra, porque se va el hombre a su eterna morada y andan las plañideras en torno de la plaza; antes que se rompa el cordón de plata, y se quiebre el platillo de oro, y se haga pedazos el cántaro junto a la fuente, y se caiga al fondo del pozo la polea, y se torne el polvo a la tierra que antes era, y retorne a Dios el espíritu que le dio".

(La Prensa)

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