AL VERSO

 OPINIÓN / POLÍTICA /

De qué unidad nos hablan


Por Beatriz Sarlo

La nación que se distinguía en América Latina por la fuerza de sus capas medias está en camino de desaparecer. Durante décadas, no solo desde el peronismo de Perón sino antes, Argentina creyó ser un país de sectores medios con posibilidades de ascenso. Centenares de miles teníamos un abuelo analfabeto que había sido inmigrante y una abuela a quien sus hijas maestras le habían enseñado a leer; teníamos un tío, nacido de ese abuelo, que había logrado un título universitario o fundado algún negocito que le permitió vivir con cierta holgura. Esa era la imagen de nuestro pasado, embellecida e inexacta, pero no completamente falsa, pese a los golpes militares y la inestabilidad política. Después de 1945, la expectativa de prosperidad futura y posible, o presente y realizada, se instaló para los que llegaron desde el interior del extenso territorio. Nuestra ideología era la del ascenso. Nuestra moral declarada, aunque no invariablemente practicada, era la del esfuerzo. Pero esa idea moral fue posible porque los resultados del esfuerzo, si no llegaban para cada uno, estaban presentes en historias próximas y conocidas. El hijo del herrero se recibía de odontólogo. No es un ejemplo inventado sino uno más entre los personajes de barrio cuyo ascenso se podía ver reflejado en las mejoras de las casitas, los vestidos de sus madres o esposas, las pretensiones de los que impulsaban esos progresos familiares.

La moda del “relato”. 
La nación fue protagonista de un “relato” de progreso. Ahora parece fino llamar relato a cualquier sucesión de acontecimientos. Como me abstengo de usar la palabra relato a troche y moche, prefiero decir, para tomar un solo indicador, que muchos querían venir a la Argentina y pocos querían irse, salvo durante breves, triunfales o frustradas experiencias en Estados Unidos. Entre las causas de esa corriente inmigratoria estuvieron la oferta de trabajo y los bajos precios de alimentos como la carne, que en Europa eran un lujo. La carne era barata y la escuela era gratuita y obligatoria, con maestras formadas en el normalismo, una cultura pedagógica que hoy parece inventada, porque afirmaba la autoridad de los docentes y los preparaba bastante bien para ejercerla. En la mayoría de las provincias había un colegio Mariano Acosta o una Escuela Normal número 1, las naves insignia de Buenos Aires. Si la pereza intelectual nos permite abandonar la idea de “relato”, sería posible examinar el concepto de unidad que fue el tema del discurso de Alberto Fernández en la conmemoración del 17 de octubre. 

La idea de unidad se encuentra también allí donde hay que ganarle una elección a un candidato agresivo. En EE.UU. el candidato demócrata Biden la agita contra Trump, con palabras que se pueden escuchar en Argentina. Admitamos que, en EE.UU., las divisiones son bastante profundas y parecen tan irrevocables como su historia secular. Cuando se cree tocar el final de una etapa, un policía mata cruelmente a un negro y todo comienza de nuevo, porque la hendidura que separa razas y pobrezas es infinitamente grande y, en un país como EE.UU., infinitamente más ofensiva. The New Yorker, revista que leen las capas medias cultas, publica una nota central con el título “¿Podrá Joe Biden realmente reunificar América?”. Y la nota explica: “Son demasiados los norteamericanos que consideran la vida pública no como espacio para la mediación de diferencias sino, más bien, como ocasión para una guerra total e ininterrumpida. En lugar de tratar al partido del otro como adversario, lo tratamos como enemigo”. El candidato Biden quiere revivir el bipartidismo y terminar con la “era de la división”. Y sigue con tono religioso: “Es la oportunidad de cerrar las heridas, renacer, unirnos en un senderito de luz y esperanza”. Con las citas no pretendo demostrar la falta de originalidad del discurso de Alberto Fernández, sino probar que de esa mágica unidad se está hablando en todos los lugares donde las cosas no funcionan. Si la policía mata a un negro, como sucedió en Minneapolis, ¡unidad! Si acá hay un 40% de pobres e indigentes, ¡unidad! Linda forma de vestir los conflictos. Pero débil forma de encarar una realidad que no se enfrenta solo con palabras mágicas. Cuando se dice “relato”, se da un nombre pretencioso, llegado de la teoría de la literatura o de la semiótica, a la sucesión de acontecimientos que antes se llamaba historia o ideología, según se manifestaran. 

El 17 de octubre es uno de esos casos. Si algún joven no leyó nada sobre esa fecha, después de haber escuchado la interpretación difundida por variopintos oradores en estos días, quedará con la imagen de que fue un gran momento de unidad y de tirar todos juntos para adelante. Nadie se refirió a las patas en la fuente salvo para decir que la gente llegaba muy cansada desde los suburbios y se metía en la fuente para refrescarse los pies. Ni un gesto que describiera el momento de insurrección ideológica y de fundación política de un nuevo liderazgo. 

17 de octubre
Vergüenza caiga sobre los peronistas y sobre los antiperonistas que, en nombre de la actualmente publicitada unidad trucha, convirtieron el 17 de octubre en un paseo por Plaza de Mayo. En 1945, los que se manifestaron fueron despreciados por quienes formarían el antiperonismo. No fue Perón el que los dividió simplemente llenando una plaza. Fue la economía y las diferencias sociales sobre las que, cuando son muy profundas, es improbable fundar ninguna unidad. ¿Por qué hoy deberían sentirse parte de esa unidad los habitantes de la villa de Retiro y los cercanos vecinos de Palermo? Todo los separa y habría que ser un santo inocente o un diabólico manipulador para predicarles unidad a los que tienen casi todo y los que no tienen casi nada. 

Voy a decir algo elemental y que quizás por eso es silenciado en los discursos que llevan la marca de la unidad: no hay tal encuentro fraternal entre hambrientos, desocupados, gente sin techo, chicos sin protección, mujeres que padecen la desigualdad en la familia, la pareja, el mundo social, y quienes van al gimnasio, a la escuela media, no son golpeados ni arreados ni atropellados, y tienen la seguridad de controlar sus cuerpos en la medicina y sus mentes en los consultorios ad hoc. No hay unidad posible sin el control de las fuerzas que la rompen todo el tiempo. El discurso de “todos juntos” es un encubrimiento hipócrita. No todos pueden decidir hacia dónde se dirigen. 

El 17 de octubre de 1945 fue la manifestación pública de un conflicto y de una diferencia difícilmente empatables. Alguien que, como el Presidente, ha comenzado a llamarse abiertamente peronista, ya debería saberlo o debería consultar los libros de historia, donde prevalecen los conflictos y se distinguen como grandes políticos quienes propusieron nuevas ideas y no lugares comunes. Que abandonen la ilusión: la política no es una gestión de unidades sino una resolución trabajosa de conflictos, ya que los intereses son muchas veces irreconciliables si alguien no cede mucho de lo que tiene. Y sabemos lo difícil que es ceder y sabemos también que con exhortaciones no se entrega patrimonio ni se admite compartir un mínimo porcentaje de lo que se ha heredado. Está muy bien que el Presidente llame a la unidad. Pero primero tendría que definirla. Por ejemplo: ¿un impuesto a la herencia debilita la unidad? ¿La evasión impositiva la consolida? ¿El ahorro en dólares off shore de muchos argentinos fortalece el ideal del todos juntos? ¿Las tomas de tierras son una provocación organizada por dirigentes que buscan liderazgo o resultan de factores ni tan ideológicos ni tan políticos, como la indigencia de los sin techo? Estamos separados por diferencias materiales que se resisten a las palabras. En estas circunstancias, decir unidad es decir nada. La unidad no nace del discurso, ni convence sin pruebas. 

(Fuente www.perfil.com). 

Comentarios