INSTRUCCIONES PARA ASESINAR AL PODER JUDICIAL

 OPINIÓN /

Y el mecánico que destruirá la máquina perfecta de la democracia



Por Walter R. Quinteros

Dice Víctor Muñoz Fernández del sitio Red Historia que: Una de las obras más críticas es “El espíritu de las leyes”. Obra redactada por Montesquieu y publicada en 1748. En ella, el autor francés estudia las relaciones de las leyes políticas con la constitución de los estados, las costumbres, la religión, el comercio, el clima y los tipos de suelo de cada nación. Fue un libro que tuvo 22 ediciones en tan solo dos años y suscitó violentas críticas, tanto por parte de los jesuitas, como por parte de los jansenistas. La Sorbona lo prohibió y la Iglesia Católica lo incluyó en el Índice de Libros Prohibidos.

Montesquieu recibió grandes influencias de sus viajes por Europa, en especial el que realizó a Gran Bretaña, y lo plasmó en su obra, donde recreó el modelo político anglosajón de la separación de poderes y la monarquía constitucional. El escritor francés lo consideraba como el mejor sistema para luchar contra el despotismo ilustrado.

“El espíritu de las leyes” habla de los conceptos de poder ejecutivo, poder legislativo y poder judicial pero, sobre todo, de la relación de los tres. Montesquieu rechaza las teorías absolutistas en las que una persona debería concentrarlos todos en su figura y apuesta por un “equilibrio de poderes”. Este se debería producir de manera muy sencilla, donde cada uno de los poderes controle al otro y todos se controlen entre sí.

¡Eso es un país de maravilla!

La teoría del equilibrio que presenta en su obra, también la recogen otros autores ilustrados, como por ejemplo Isaac Newton. Newton plantea teorías sobre cómo ciertos elementos se atraen pero no pierden su identidad, lo que permite un equilibrio perfecto. Vendría a ser el mismo concepto pero, en lugar de aplicarse a la ciencia, aplicado a la vida política. En definitiva, “El espíritu de las leyes” es una obra que une todo aquello que la Ilustración representa y, al mismo tiempo, combate el despotismo y el absolutismo. 

En Literatura europea leemos que: El espíritu de las leyes es un tratado de teoría política publicado por el noble francés Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu, en Ginebra en 1748. La obra está dividida en treinta y un libros, cada uno de los cuales consta a su vez de varios capítulos. Del libro I al VIII, Montesquieu desarrolla una detenida descripción de los tres modelos básicos de gobierno que, según él, se dan en las sociedades humanas desarrolladas: la república, la monarquía y el despotismo. Cada tipo es definido de acuerdo con lo que Montesquieu llama el “principio” del gobierno, es decir, cierto sentimiento común que anima a los hombres que viven bajo tal régimen. La república (que se subdivide a su vez en república democrática y república aristocrática), fundada en una organización más o menos igualitaria, es gobernada por la virtud de los ciudadanos. La monarquía, basada a su vez sobre una desigualdad asumida, se rige por la búsqueda de los honores. El despotismo, por último, es un régimen de igualdad en la sumisión y su principio es el temor. Al contrario de lo que podría parecer en un primer momento, la tipología de los regímenes políticos de Montesquieu es en el fondo dualista pues el despotismo se corresponde con una degeneración posible en cualquier régimen. Nos encontramos, pues, frente a dos posibilidades: un gobierno sano (democrático, aristocrático o monárquico), garante de la paz y de la libertad, o un gobierno degenerado en el que reina la opresión, el despotismo.

Parece que con las últimas medidas del gobierno más la "enmienda" Parrilli, para allá vamos.

En el libro XI Montesquieu hace un análisis de lo que es la libertad y concluye con la necesaria separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial para que esa libertad quede asegurada. Esta fue la parte de la obra que tuvo una mayor repercusión ya en las décadas siguientes a su publicación y por la que se le sigue citando a su autor en la actualidad.

Tradicionanalmente se ha hecho una lectura de "El espíritu de las leyes" como una descripción y teorización del liberalismo político, que pretendía ante todo en esa época limitar el poder de los monarcas absolutos. Por ello, se suele considerar que la obra de Montesquieu inspiró la redacción de la constitución francesa de 1791, sobre todo en lo que concierne a la separación de los tres poderes, ejecutivo, legislativo y judicial, al igual que la redaccción de la constitución de los Estados Unidos de América.

Pero haciendo un poco de historia, recordamos a Mariano Moreno que durante su estadía como estudiante en Chuquisaca entra en contacto con los "libros prohibidos" de la época, escritos por autores ilustrados como Rosseau y Montesquieu, y empieza a sentir una gran simpatía por ellos (Y por la señorita Cuenca) y traduce "El Contrato Social" al castellano. Este encanto no va a ser solo por los autores sino también por la Revolución Francesa y sobre todo de la etapa del "terror jacobino" y sus ejecutores como Robespierre y Saint-Just. Este perfil terrorífico lo va a plasmar en el "Plan de Operaciones", un programa que dictaba los pasos que tenía que seguir el gobierno revolucionario recomendando el accionar más violento con los opositores a la Revolución. (Cabe destacar que algunos historiadores dudan de que sea de la autoría de Moreno, pero nadie quiso ponerse en los zapatos de Liniers).

Y siguiendo con esto de la historia, sabemos que La revolución de Francia encontró a Manuel Belgrano cursando estudios en España. Como diría luego en su autobiografía de 1814, se embebió de aquella corriente de pensamiento libertario. Al haberse recibido de Bachiller con medalla de oro. El Papa le concedió un permiso para leer la literatura prohibida (exceptuando la pornográfica y la astrológica de pronósticos, "esa también se consigue” le contaría a su padre en una carta) Leyó y estudió con fruición a Montesquieu, Rousseau y a Adam Smith entre otros.

En un artículo publicado en Biografías y vidas, encontramos que: la obra "El contrato social", de Jean-Jacques Rousseau es el resultado final de un proyecto iniciado en 1743, cuando era secretario del embajador en Venecia; Lo que habría de ser un amplio volumen sobre las instituciones políticas acabó convirtiéndose en un extracto que el autor tituló El contrato social o principios de derecho político (1762). De ahí la advertencia inicial: “Este pequeño tratado se ha extraído de una obra más extensa, iniciada sin haber consultado mis fuerzas y abandonada después de algún tiempo. De los diversos fragmentos que podían extraerse de ella, éste es el más considerable, y lo que me ha parecido menos indigno de ser ofrecido al público. El resto ha desaparecido”.

"Si la sociedad es intrínsecamente mala" -se pregunta ahora Rousseau, por fundarse en la desigualdad y haber alejado al hombre del estado de naturaleza (estado primigenio en que el ser humano no vive escindido entre el hecho y el derecho, sino en armonía con su bondad original)-, "¿puede este hombre ya corrompido por la sociedad construir una nueva sociedad justa?" La respuesta de Rousseau es afirmativa, porque el mal no está en el hombre sino en su relación con la sociedad. La perversión se ha producido por el mal gobierno y es el “corazón del hombre” quien puede cambiar la situación.

En El contrato social, Rousseau establece la posibilidad de una reconciliación entre la naturaleza y la cultura: el hombre puede vivir en libertad en una sociedad verdaderamente igualitaria. El problema fundamental es “Encontrar una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza común proporcionada por la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual cada uno, uniéndose a todos los demás, no se obedezca más que a sí mismo, y permanezca, por tanto, tan libre como antes”.

La solución reside, según Rousseau, en un contrato social basado en la enajenación de todas las voluntades, de forma que cada uno recupere finalmente todo lo que ha cedido a la comunidad. De este modo, dándose cada individuo a todos, no se da a nadie, y no hay ningún miembro de la sociedad sobre el que no se adquiera el mismo derecho que se cede. Se gana en equivalencia lo mismo que se pierde, adquiriendo mayor fuerza para conservar aquello que cada cual posee.

El contrato será, pues, expresión de la voluntad general. La voluntad general es distinta de la simple voluntad de todos porque no es una mera totalización numéricamente mayoritaria de las voluntades particulares y egoístas, cuya resultante es siempre el puro interés privado. La voluntad general, en cambio, es siempre justa y mira por el interés común, por el interés social de la comunidad, por la utilidad pública. De esa voluntad general emana la única y legítima autoridad del Estado.

Puede, si así lo desea, señor/a político/a, leerlo de nuevo.

Entonces para Rousseau, "con el ejercicio de la voluntad general la soberanía residirá en el pueblo. Esta soberanía es, por tanto, absoluta, dado que no depende de ninguna otra autoridad política, no estando limitada nada más que por sí misma; es inalienable, dado que la ciudadanía atentaría contra su propia condición si renunciara a lo que es expresión de su propio poder; y, finalmente, es indivisible, ya que pertenece a toda la comunidad, al todo social, y no a un grupo social ni a un estamento privilegiado".

El pueblo, partícipe de la soberanía, es también al mismo tiempo súbdito, y debe someterse a las leyes del Estado que el mismo pueblo, en el ejercicio de su libertad, se ha dado. 

Se concilian así libertad y obediencia mediante la ley, que no es sino concreción de la voluntad general y alma del cuerpo político del Estado. 

La cuestión es de quién dicta las leyes 

Rousseau dice que el "legislador", será “el mecánico que inventa la máquina”.

Los principios hasta aquí expuestos constituyen las ideas básicas de los dos primeros libros de El contrato social. Parten de una situación histórica y sirven para diseñar la hipótesis jurídica del tránsito del estado natural al estado civil, de forma tal que el hombre pierde su libertad natural pero gana la libertad civil, circunscrita a la voluntad general, y su igualdad natural no queda destruida por una sociedad que le es impuesta, sino que es reemplazada por la igualdad moral.

En los dos últimos libros, Rousseau trata del gobierno, al que define como un “cuerpo intermediario establecido entre súbditos y el soberano para su mutua comunicación, a quien corresponde la ejecución de las leyes y el mantenimiento de la libertad tanto civil como política”. 

Su poder ejecutivo es delegado por el único soberano (el pueblo), y sus miembros podrán ser destituidos por ese mismo sujeto.

Rousseau, entonces, parece preferir la democracia como forma de gobierno. De hecho, la constitución de un estado como el postulado por Rousseau se parece a la democracia ginebrina de su época, en la que las leyes eran propuestas al pueblo soberano por un número limitado de magistrados. Pero Rousseau sostiene también un cierto relativismo que le hace considerar que no existe una forma de gobierno apta para todos los países, si bien, en todo caso, cualquier forma de gobierno debe ser expresión de la voluntad general de la ciudadanía para ser legítima.

Finalmente, Rousseau considera las condiciones del sufragio y las elecciones; propone la antigua Roma como modelo para impedir las transgresiones, y termina con la necesidad de fundar una religión civil, entre cuyos dogmas positivos figurarán la santidad del contrato social y las leyes establecidas como expresión de la voluntad general. Esta religión civil tendría un único dogma negativo: la intolerancia.

Hablemos entonces de los intolerantes de turno en nuestro país.

Vamos a recordar la columna de opinión que en el diario LA NACIÓN, escribió el profesor Daniel Sabsay por junio del año pasado: Las declaraciones sobre la Justicia de varios referentes de la alianza kirchnerista Frente de Todos, no dejan dudas sobre el objetivo que se proponen: la destrucción lisa y llana de su independencia. Estamos frente a una escalada de manifestaciones que desconoce la más elemental noción de gobierno limitado que caracteriza a una república. El control de las autoridades es la meta en cuya construcción reposa el Estado de Derecho, concebido en el siglo XVIII por pensadores como Montesquieu, Locke y Rousseau, entre otros.

Una serie casi diaria de declaraciones proponen desde la supresión del Poder Judicial hasta la necesidad de designar jueces militantes en la Corte Suprema. 

Además de las amenazas del hoy presidente Alberto Fernández a los jueces que están juzgando la conducta de su "jefa" y, sin titubear recordemos que decía: "Les voy a decir a los jueces que actúen dignamente", para luego agregar que los "jueces van a tener que explicar sus fallos". 

Cuesta creer que un profesor de Derecho de la UBA -de lo cual se vanagloria y que, según él, impide que pueda expresar algo que sea contrario a las instituciones democráticas- desconozca el artículo 109 de la Constitución, que establece que "en ningún caso el presidente de la Nación puede ejercer funciones judiciales...". 

El sentido de esta cláusula es evitar todo tipo de injerencia del titular del Ejecutivo en la órbita del Judicial. Estamos frente a una de las más importantes garantías de la independencia de los magistrados, cuyos fallos deben estar sujetos a una estricta interpretación de la ley, la que debe efectuarse del modo más objetivo e imparcial posible.

Ha olvidado el presidente que los jueces son los encargados de controlar la actividad de los poderes políticos -Ejecutivo y Legislativo-. Nos preguntamos cómo podrían llevar a cabo esta función si su actividad estuviese sujeta a las directivas del presidente.

Cabe recordarle que muchos profesores de la Facultad de Derecho de la UBA también han integrado gabinetes de los gobiernos de facto que trágicamente interrumpieron la continuidad constitucional en nuestro país a lo largo de más de medio siglo. Sabían derecho, pero no les preocupaba violar groseramente la Constitución.

A esta andanada cabe agregar que Cristina Kirchner ha sostenido que la separación de poderes y las libertades públicas y privadas no están al servicio de los intereses del pueblo.

El ex juez Zaffaroni había elevado la apuesta con su propuesta de "ley extraordinaria de revisión" de causas judiciales. Otra vez aparece nítido el propósito de hacer que el poder político, en este caso el Legislativo, invada la órbita del Judicial. Dicho sea de paso, el concepto de "ley extraordinaria" no está contemplado en la Constitución. 

Aclaraba que la revisión iba a recaer sobre las causas de los que llamó "presos políticos", en referencia a los políticos detenidos por casos de corrupción. Además, manifestó que habría que hacerle algunos "parches" a la Constitución, (a pedido de su jefa) sin especificar de qué modo, y ampliar el número de miembros de la Corte.

Esa propuesta en definitiva, significa que los Fernández, podrían armar una Corte a la medida de las necesidades de su gobierno. (No de la ciudadanía argentina, por cierto.)

Nuevamente, la independencia judicial en crisis.

Hasta hoy, Zaffaroni considera que: "Esta actividad procesal que tenemos es insólita", en alusión a los mencionados juicios por corrupción. Cabe señalar que una lectura adecuada de la ley fundamental indica que el Legislativo debe dictar las leyes de organización de la Justicia y los códigos de procedimiento, pero que lo que no puede hacer, sin contrariar seriamente a la Constitución, es inmiscuirse en causas en desarrollo o en las ya juzgadas, pues esta intervención sería inconstitucional. 

El exmiembro de la Corte Suprema considera que su propuesta sería una salida constitucional que estaría justificada, ya que "tenemos por primera vez en 30 años presos políticos". Esta conclusión, lejos de hacer honor a la memoria de los desaparecidos durante el último proceso militar, los desprecia al compararlos con procesados y condenados por haber cometido serios hechos de corrupción. 

Cabe aclarar que preso político es aquella persona a la que se mantiene en la cárcel o detenida de otro modo sin haber cometido un delito tipificado, sino porque sus ideas suponen un desafío o una amenaza para el sistema político establecido sobre la Justicia.

Este tipo de detenidos no existe en nuestro país. Al contrario, los juicios por corrupción se ajustan al debido proceso y les conceden a los imputados las garantías que este contiene.

Así ocurre con el permiso que han concedido jueces y fiscales a la expresidenta de ausentarse del país cuando lo ha solicitado. Autorización que, creemos, no sería otorgada a un preso común que se encontrara en una situación procesal como la que atraviesa Cristina Kirchner, que está procesada en múltiples causas, varias de ellas han sido elevadas a juicio oral y distintos jueces han solicitado su prisión preventiva.

En realidad, Zaffaroni apunta a la destrucción del concepto de res iudicata o de cosa juzgada, es decir, la resultante de la labor jurisdiccional, insusceptible de ser alcanzada por otra actividad estatal. 

La declaración de cosa juzgada fraudulenta o írrita es el único instituto que puede llevar a la revisión de una sentencia que ha pasado en autoridad de cosa juzgada. Ahora bien, solo puede pronunciarla un tribunal. Esto acaece cuando un fallo judicial contiene tales vicios o la solución propuesta se aleja de tal manera del marco normativo que la regula que en realidad ha sido una mera ficción de sentencia y, por lo tanto, debe ser anulada. Si bien está reconocida por la jurisprudencia de nuestro más alto tribunal, no alcanzan los dedos de una mano para contar las veces en que ha sido aplicada.

Zaffaroni, lejos de ofrecernos herramientas que permitan la mejora de la Justicia, agrega un mecanismo que redundará en mayor imprevisibilidad, menor separación de poderes, destrucción de la independencia de la Justicia. Un salto al vacío que tiene por meta explícita o implícita la destrucción de la República -concluye la nota de Sabsay-.

Daniel Sabsay es Profesor titular y director de la carrera de posgrado de Derecho Constitucional de la UBA.

El mecánico que destruirá la máquina perfecta de la democracia que señaló Rousseau, se llama Eugenio Raúl Zaffaroni ex juez, jurista, jurisconsulto, escribano y criminólogo argentino graduado de abogado en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires en 1962, que obtuvo el doctorado en Ciencias Jurídicas y Sociales en la Universidad Nacional del Litoral en 1964.

Pero para causar más confusión, vamos a recordar que el ahora presidente Alberto Fernández, había prometido que si ganaba las elecciones "no será el Presidente de la venganza" sino el que "una, cuide el futuro y abra las puertas del mañana a todos los argentinos". 

Estamos al borde del precipicio, moral y económicamente: ¿Qué habrá querido decirnos con eso de que "abrirá las puertas del mañana a todos los argentinos"?

Pero vamos a cerrar con una película dirigida por Ingmar Bergman "El huevo de la serpiente" que transmite la idea de que la depresión económica y social, el miedo generalizado y la indiferencia ante la injusticia siembran la semilla de lo que vendrá.

Vinieron por la Justicia y por los medios informativos. ¿Por quiénes vendrán después?

Walter R. Quinteros / La Gaceta Liberal / Foto: Perfil

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