HISTORIAS / DEPORTES
Con el fútbol no se juega. O se gana o se muere.
Moacir Barbosa Nascimento fue feliz hasta las 16.34 del domingo 16 de julio de 1950. Su carrera tenía destino de gloria, una gloria que sería única e irrepetible. Estuvo a menos de media hora de convertirse en el primer arquero campeón del mundo con la selección brasileña de fútbol, pero un mal cálculo lo dejó con las manos vacías y con una maldición que lo perseguiría hasta su muerte. Nos dice el periodista Carlos Manzoni.
Barbosa había nacido el 27 de marzo de 1921, en Río Branco (Acre), en el noroeste de Brasil, a 3041 kilómetros de Río de Janeiro, la ciudad que sería testigo de su éxito y su desgracia. De origen humilde, Moacir sabía que el fútbol lo podía salvar. Así que se jugó todas sus fichas ahí.
Comenzó su carrera como futbolista en 1940, a los 19 años, como wing izquierdo en las filas de un club amateur de San Pablo, pero un año después pasó al Clube Atlético Ypiranga ya como arquero. Pronto atrajo la atención de grandes equipos, como el Vasco de Gama, que lo compró en 1945. Se cansó de ganar campeonatos en ese club, así que la selección nacional comenzó a convocarlo. Fue titular en los partidos del Campeonato Sudamericano de 1949, que ganó su país, y siguió como titular durante el Mundial de 1950, celebrado justamente en Brasil. No había dudas: sería él quien cuidaría el arco brasileño en la final del mundo, a la que los suyos arribarían invictos y goleadores.
Con 29 años, llegó al día de la gran final siendo la imagen publicitaria de golosinas, autos y ropa deportiva. Su figura llenaba revistas, diarios y carteles en la vía pública. Era considerado el mejor arquero del planeta, tenía al mundo en el bolsillo y, junto con sus compañeros de equipo, estaba a solo horas de convertirse en héroe nacional y asegurarse una vida de grandes. En un país que convierte a los futbolistas en dioses, él estaba a punto de entrar al Olimpo.
Pero, como se dijo, su felicidad tuvo día y hora de caducidad: las 16.34 del domingo 16 de julio de 1950. Segundos después, su vida ya no sería la misma. En el minuto 79 de la final que Brasil disputaba con Uruguay, Alcides Ghiggia se acercó veloz por la punta derecha, Barbosa se preparó para el centro y ahí ocurrió lo inesperado.
En lugar de tirar el centro o patear "cruzado", el hábil uruguayo pateó al primer palo, Barbosa se tiró hacia la pelota, pero, según sus propias palabras, calculó mal y solo atrapó el aire. Llegó a tocarla y hasta pensó que la había desviado al córner, pero al "escuchar" el silencio, supo que había sido gol y un frío paralizante le recorrió el cuerpo.
El resto es historia. Con ese gol, Uruguay le ganaba 2 a 1 a Brasil en su propia casa, se consagraba campeón del mundo por segunda vez y eclipsaba para siempre a Barbosa. La afición nunca se lo perdonó y recayó sobre él una maldición, la maldición del hombre cuya felicidad tuvo día y hora exacta de vencimiento.
Casi no podía salir a la calle, porque lo insultaban y hasta lo golpeaban. Pero uno de los peores mazazos lo recibió mientras compraba algo en un supermercado en 1970. Una madre lo señaló con el dedo y le dijo a su hijo: "Miralo, este es el hombre que hizo llorar a todo Brasil". Barbosa nunca olvidó el incidente.
En 1963, le regalaron los postes de aquel arco maldito. Él los llevó hasta su casa, los partió con un hacha y los quemó hasta hacerlos cenizas. Intentaba así exorcizar el maleficio. Pero no pudo. Tal como lo señala el murguista uruguayo Tabaré Cardozo en su canción "Barbosa":
"Quema los palos Barbosa/ del arco de Brasil/ la condena del Maracaná/ se paga hasta morir".
En 1997, su esposa, Clotilde, falleció de cáncer. Él, que se había gastado lo poco que tenía en su tratamiento, se quedó solo y sin dinero. Murió el 7 de abril de 2000, tras sufrir un derrame cerebral, a los 79 años. Paradójicamente, 79 también eran los minutos que corrían cuando Ghiggia le metió el gol en aquel nefasto partido y marcó el instante en que su felicidad se evaporó para siempre.
Aseguran algunos que el escritor cordobés Daniel Salzano, hijo de ferroviario, había nacido en Cruz del Eje. La verdad es que en los pocos cafés que tomamos, nunca se lo pregunté.
Salzano, Daniel Nelson, en su columna Quiénes & Cuándo del diario La Voz y, en su libro "Salzano y el deporte" de Ediciones Recovecos. Nos habla de Barbosa, dice:
Y ahora hablemos de soledad, o por lo menos de la soledad de Moacir Barbosa, arquero de una sola desgracia que, cuando murió, acompañado por solamente media docena de vecinos, fue enterrado en Praia Grande, Brasil.
No imaginaba seguramente su pálido final cuando, a los 20 años, gracias a sus métodos innovadores y sus reflejos de gato, era considerado el mais grande arquero del planeta. Tan bueno era que fue seleccionado para ocupar el arco de Brasil durante el Mundial en el que jugó como local, el del ‘50.
Tal y como estaba previsto, Brasil hizo en su torneo lo que le dio la gana: dominó, deslumbró, hechizó y llegó a la final con Uruguay, con el flamante estadio Maracaná poblado por 200 mil hinchas recalentados que exigían una fiesta.
Fue entonces cuando le metieron el gol a Moacyr Barbosa.
Iban uno a uno cuando el arquero mais portentoso do mundo, ligeramente adelantado, vio avanzar a Gigghia, el uruguayo, perfilándose por la punta derecha. Hesitando como Hamlet, vaciló entre salir o quedarse y Gigghia gatilló un balinazo de los buenos. Barbosa, antes de aterrizar, alcanzó a tocar la pelota con la yema de los dedos. Creyó que la había desviado pero por el silencio que siguió a continuación supo que la fiesta había terminado. Uruguay dos, Brasil uno.
Y ahora, volvamos a Barbosa que a partir de ese momento puso todo su empeño en dejar de ser Barbosa. Se dejó crecer el bigote, se rapó los parietales, se cambió el nombre y llegó a teñirse de rubio la cabeza. A veces, en los bares, ni siquiera le servían el café. Y los mozos le devolvían las propinas.
El fútbol no es un deporte porque con el fútbol no se juega. O se gana o se muere.
No tuvieron que pensar mucho los diarios de Brasil para titular su necrológica: "La segunda muerte de Barbosa".
Recuerdo una nota que leí en un Jornal Brasileiro, mientras moraba en aquel país. Sus últimas palabras, dicen que fueron: “La máxima pena para un crimen en Brasil es de 30 años. Yo pago por aquel gol, hace 50”.
Walter R. Quinteros / Quiénes & Porqué / textos de Daniel Salzano y Carlos Manzoni / Foto: Marca
Moacyr Barbosa: 27 de marzo 1921 / 7 de julio 2000
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