EL DON DE LA RIDICULEZ






Los casamientos, las navidades y los cumpleaños de los hijos son complejos experimentos sociológicos. En ellos se congrega todo el amplio espectro de la comedia humana: gente que, de no ser por la excusa del festejo en cuestión, jamás se hubiera reunido.

El choque cultural más común se produce entre la familia política y la propia. Como en el boxeo, al principio las familias tienen su round de estudio. Se miden, se estudian y dejan hablar al otro para saber cómo piensa y qué esconde. Particularmente, no me atraen los vínculos entre personas ni las ceremonias basadas en algún tipo de especulación. Y en estos encuentros muchas veces flota en el aire una mezcla de histeria, seducción y pensamiento estratégico, factores que convierten a la reunión en una partida de ajedrez humano.

Con motivo de un cumpleaños familiar llegó mi padre, quien a su vez, hace más de medio siglo llegó a la Argentina proveniente desde Italia. Serían las seis y media de la tarde de un día de semana. La gente reunida en la terraza de casa se dio vuelta para mirarlo. Gorra de béisbol con visera recta, remera holgada, bermudas por debajo de las rodillas, medias blancas de algodón hasta la mitad de la canilla y zapatillas deportivas. Los concurrentes quisieron buscarle un rotulo a su apariencia, tratar de descifrar qué pretendía y en qué estaba pensando al reunir esos atuendos. Pareciera que cultiva una cuidada estética de “tano recién bajado del barco”.

Pero no es así, porque en realidad no es seguidor de ningún look. Mi padre no conoce la elegancia. Está fuera de las modas, de las marcas y las tendencias. Para mi padre la ropa no posee capital simbólico ni proporciona status o distinción porque para él la ropa no es el asunto. De chico no tardé en darme cuenta de lo que sucedía con él pero no podía ponerle nombre aún. Más adelante supe que aquello con lo que mi padre no había nacido se llama “anhelo de representación”. 

Durante mi infancia padecí un extraño complejo de vergüenza cuando algún compañero de la escuela venía a jugar a casa y aparecía mi padre con una remera gastada o con zapatillas de colores ridículos. A eso había que sumarle que hablaba un español áspero y gracioso. Aquel niño que todavía no había acabado de templar su personalidad aún no valoraba la extraña condición de su hombre mayor. Solo con el tiempo logré comprender el juego de diferencias entre él y yo. Al llegar a los cinco años de Palestrina, su pueblo natal, mi padre vivió una infancia dura y pobre. Sin embargo, nunca se jactó de haber podido escaparle al hambre con trabajo y sacrificio. Para alguien preocupado por sobrevivir, que vivía junto a otras doce personas en una pequeña habitación del conurbano, la ropa no había sido nunca una variable sino que, atendiendo a su función primaria, quedaba reducida a aquello que uno se tira encima para cubrirse de la desnudez. Después de todo, ¿qué es la ropa sino una segunda piel, una capa superficial, una cáscara que al cubrirnos nos disfraza de quienes somos en verdad? Quizás ese contexto brutal en el cual creció –el mismo que le impidió desarrollar el buen gusto a la hora de vestirse–, haya sembrado en mi padre el don de la ridiculez, que le permite mostrarse ante el mundo tal cual él es. Ése es su uniforme.

Confieso que me esfuerzo por imitarlo, pero es la suya una rara e involuntaria virtud que trato de adoptar. Tal vez ése sea su legado, pienso mientras tarareo “Old man”, de Neil Young. Dice: “Viejo, echale un vistazo a mi vida, soy bastante como vos”. 

Mi padre empuña con firmeza su gorra, que acaso no sabrá combinar, y sale a la llanura. 

Ignacio Di Tullio / Fuente: La Prensa



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