LA RAZA IRRITABLE DE LOS POETAS



Sobre la poesía y sus cortejadores, o bien, de la raza irritable de los poetas.




Por Pablo Anadón

No hay gente más susceptible que los poetas. Esto no es una novedad, claro, que ya Horacio, hace dos milenios, los definió como una “raza irritable” (“genus irritabile vatum”). Tal vez a uno le parezca así porque los tiene cerca, pero no deja de asombrar esa extremada susceptibilidad. ¿Será por el carácter voluble, esquivo y caprichoso de la dama cortejada, que favorece la melancolía, las afecciones hepáticas y la afición a la bebida, entre otros narcóticos? ¿Será porque su amor desde hace bastante tiempo suena anacrónico a la sociedad en curso, lo cual los aísla y agrava su melancolía? ¿Será porque son demasiados pretendientes para una sola belleza? Es paradójico, sin embargo, que los cortejadores esperen que sus adversarios aplaudan las ofrendas que cada cual le dedica. Y lo notable es que las mayores animadversiones y suspicacias las dirigen hacia ellos, sus compañeros de penurias, en vez de agarrársela con ella, la causante de esas penurias. A veces pareciera, incluso, que tales ofrendas están menos dirigidas a la indiferente, que a los competidores, quienes miran con el rabillo del ojo esas demostraciones de devoción, y sus autores se quedan muy contentos si alguno o muchos de sus contendientes aplauden a veces la cuidadosa o desmañada manifestación amorosa, aunque aquélla a quien está dedicada no se digne siquiera a aceptarla, a juzgarla digna de sí. Esos aplausos son asimismo curiosos: se diría que están motivados menos por la admiración hacia el ejercicio ajeno de seducción ―mientras más posibilidades de éxito en ésta, lógicamente, más escasa y distraída es la solidaridad― que por la persuasión, no exenta de razón verificada, de que el favor encomiástico sea retribuido por el aplaudido, en una especie de sociedad de socorro mutuo y mutua confortación. Tales palmadas recíprocas, tal recíproca asistencia ―minuciosamente contabilizada por unos y otros, y de la disparidad, ocasional o no, derivan las suspicacias y la susceptibilidad― suelen ser más asiduas cuando la dama se muestra más indiferente, y el espectáculo, visto desde fuera, produce una mezcla de ternura, de hilaridad y de impaciente impotencia. Sí, los pobres poetas semejan personajes de una comedia o un sainete de enredo, una comedia, no obstante, en la que el comediógrafo (o tal vez ella misma, la homenajeada, de un humor algo cruel), con trágica ironía, convence a los innumerables perdedores de ser ganadores, y a los pocos ganadores ―dos o tres por centuria, según el razonable cálculo de Ungaretti― de ser perdedores, como ya lo observó hace un siglo W. B. Yeats: “The best lack all conviction, while the worst / Are full of passionate intensity.” En el fondo de sí mismo, sin embargo, cada cual sabe el papel que le toca en la tragicomedia. ¡Cómo no van a ser irritables, cómo no van a ser susceptibles! En fin, podemos preguntarnos, ¿hay alguna manera de eludir el padecimiento de las ilusiones frustradas, de los favores fraudulentos, de las envidias y los celos poéticos? Se me ocurre una sola, pero quizás otros conozcan mejores opciones. Tampoco es ninguna novedad, dado que es la que infinidad de amantes han experimentado a lo largo de los siglos: aceptar anticipadamente la derrota, aceptación que trae una gran libertad ―la de ser quien se es, por ejemplo, aun a costa de la soledad y del ridículo―, despreocuparse del éxito o el fracaso de los demás enamorados, y dedicarse a la sola ilusión que no puede sufrir desengaño: la entrega al placer del propio enamoramiento, más allá o más acá de su logro, cuya finalidad está en sí mismo, a la tarea diaria de volver real la imaginación de la amada inefable, inaferrable, y, viceversa, volver imaginaria su realidad, “sin esperanza ni temor, perdido” en el encanto que trae a la existencia y al mundo tanto su presencia como su ausencia. Al fin de los días podrá decirse, pues: “No habré obtenido sus favores, ni los de mis colegas, ni los de los lectores, ¿pero quién me quita lo querido, lo soñado, lo cantado?”

Pablo Anadón


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