LA LIBERTAD DE ESCRIBIR


La libertad de escribir, columna vertebral de la democracia liberal


por Hernán Andrés Kruse
Ser periodista no es fácil en la Argentina. No lo es porque a los periodistas les resulta sumamente dificultoso ser independientes, gozar de la autonomía indispensable para escribir libremente. El conflicto que se desató entre el gobierno de Cristina y la corporación agropecuaria en 2008 provocó una profunda grieta entre los periodistas, emergiendo dos grupos antagónicos: por un lado, los periodistas cercanos al cristinismo; por el otro, los periodistas enfrentados a muerte con Cristina y la Cámpora. Esa grieta está hoy más vigente que nunca. La victoria de Alberto Fernández el 11 de agosto y confirmada el 27 de octubre envalentonó a Hugo Moyano, quien afirmó con vehemencia que algunos periodistas habían hecho mucho daño durante el gobierno de Macri y que debían pagar por ello. Estas afirmaciones provocaron la reacción inmediata y furiosa de los periodistas contrarios al kirchnerismo, a quien acusaron de atentar contra la libertad de expresión. Sorpresivamente el líder camionero fue defendido por Rafael Bielsa, quien afirmó que el periodismo al que hizo alusión Moyano iba a desaparecer.

La historia argentina es pletórica en casos, muchos de ellos trágicos, de cercenamiento de la libertad de prensa. La democracia republicana es inviable si dicha libertad no está vigente, si los periodistas no gozan de un derecho fundamental que hace a la esencia de toda persona: el derecho a escribir lo que piensa. A continuación transcribimos lo que dijeron Carlos Pujol (intelectual español) y el ilustre Mariano Moreno sobre la libertad de escribir, columna vertebral del periodismo independiente, a su vez columna vertebral de la democracia como filosofía de vida.

LA LIBERTAD DE ESCRIBIR
Carlos Pujol

A nadie le gusta la censura, y los que no nacimos ayer recordamos una multitud de anécdotas tragicómicas vividas en España no hace demasiado tiempo; pero es indiscutible que la gran literatura de todos los siglos se ha hecho en medio de una fuerte coacción social: Virgilio, Cervantes, Shakespeare, Baudelaire o Dostoievski escribían bajo la vigilancia de unas autoridades quisquillosas y severas, y además para un público timorato y lleno de prejuicios.

Así es, la libertad mantiene extrañas relaciones con la literatura; a menudo se escribe a la sombra de una causa, se depende de las consignas de un periódico o de un patrón, o las circunstancias históricas hacen imposible la ecuanimidad y el privilegio de poder decir lo que se quiere como se quiere. Si sólo aceptáramos escribir en estado arcádico de absoluta independencia las letras humanas hubiesen sido un interminable silencio.

En buena parte uno escribe como le dejan o se dedica a otros menesteres no tan comprometidos, pues todos sabemos que por la boca muere el pez, y a veces lo de morir no es una metáfora; siempre es deseable mayor libertad –aunque los que mandan no opinan así–, pero hay que manejarse con la que se dispone, y sobre todo, ya que la de fuera es difícil de ensanchar, extender al máximo la de dentro.

Ser libre asusta, nos deja solos con nosotros mismos, y tienta la sumisión, como depender del éxito –vendo, luego existo– o, más grave aún, estar a merced del qué dirán, aunque no signifique más que palabras. ¿Compran o no compran, gusta o no gusta a los que al parecer entienden? Éste ya es un oficio que se las trae, sólo falta tener que desempeñarlo con encogimiento y servilismo. No hay que escribir para ser alguien, si no se es alguien, mejor que no se escriba.

Claro que somos humanos, que nadie vive el aire y que es mucho pedir una impasibilidad estoica o de sabio oriental; pero conviene recordar que la desaprobación o indiferencia de los demás no aniquila, como su entusiasmo tampoco mejora en nada lo que hemos hecho. El que escribe echándole un poco de humor acepta su elegido papel solitario con dudas, que son su aguijón y su agridulce compañía, inseparable de cada página. Entonces escribir puede ser un acto de libertad.

Sobre la libertad de escribir
Mariano Moreno

Si el hombre no hubiera sido constantemente combatido por las preocupaciones y los errores, y si un millón de causas que se han sucedido sin cesar, no hubiesen grabado en él una multitud de conocimientos y de absurdos, no veríamos, en lugar de aquella celeste y majestuosa simplicidad que el autor de la naturaleza le imprimió, el deforme contraste de la pasión que cree que razona cuando el entendimiento está en delirio. Consúltese la historia de todos los tiempos, y no se hallará en ella otra cosa más que desórdenes de la razón, y preocupaciones vergonzosas. ¡Qué de monstruosos errores no han adoptado las naciones como axiomas infalibles, cuando se han dejado arrastrar del torrente de una preocupación sin examen, y de una costumbre siempre ciega, partidaria de las más erróneas máximas, si ha tenido por garantes la sanción de los tiempos, y el abrigo de la opinión común! En todo tiempo ha sido el hombre el juguete y el ludibrio de los que han tenido interés en burlarse de su sencilla simplicidad. Horroroso cuadro, que ha hecho dudar a los filósofos, si había nacido sólo para ser la presa del error y la mentira, o si por una inversión de sus preciosas facultades se hallaba inevitablemente sujeto a la degradación en que el embrutecimiento entra a ocupar el lugar del raciocinio.

¡Levante el dedo el pueblo que no tenga que llorar hasta ahora un cúmulo de adoptados errores, y preocupaciones ciegas, que viven con el resto de sus individuos; y que exentas de la decrepitud de aquéllos, no se satisfacen con acompañar al hombre hasta el sepulcro, sino que retroceden también hasta las generaciones nacientes para causar en ellas igual cúmulo de males!

En vista de esto, pues, ¿no sería la obra más acepta a la humanidad, porque la pondría a cubierto de la opresora esclavitud de sus preocupaciones, el dar ensanche y libertad a los escritores públicos para que las atacasen a viva fuerza, y sin compasión alguna? Así debería ser seguramente; pero la triste experiencia de los crueles padecimientos que han sufrido cuantos han intentado combatirlas, nos arguye la casi imposibilidad de ejecutarlo. Sócrates, Platón, Diágoras, Anaxágoras, Virgilio, Galileo, Descartes, y otra porción de sabios que intentaron hacer de algún modo la felicidad de sus compatriotas, iniciándolos en las luces y conocimientos útiles y descubriendo sus errores, fueron víctimas del furor con que se persigue la verdad.

¿Será posible que se haya de desterrar del universo, un bien que haría sus mayores delicias si se alentase y se supiese proteger? ¿Por qué no le ha de ser permitido al hombre el combatir las preocupaciones populares que tanto influyen, no sólo en la tranquilidad, sino también en la felicidad de su existencia miserable? ¿Por qué se le ha de poner una mordaza al héroe que intenta combatirlas, y se ha de poner un entredicho formidable al pensamiento, encadenándole de un modo que se equivoque con la desdichada suerte que arrastra el esclavo entre sus cadenas opresoras?

Desengañémonos al fin que los pueblos yacerán en el embrutecimiento más vergonzoso, si no se da una absoluta franquicia y libertad para hablar en todo asunto que no se oponga en modo alguno a las verdades santas de nuestra augusta religión, y a las determinaciones del gobierno, siempre dignas de nuestro mayor respeto. Los pueblos correrán de error en error, y de preocupación en preocupación, y harán la desdicha de su existencia presente y sucesiva. No se adelantarán las artes, ni los conocimientos útiles, porque no teniendo libertad el pensamiento, se seguirán respetando los absurdos que han consagrado nuestros padres, y han autorizado el tiempo y la costumbre.

Seamos, una vez, menos partidarios de nuestras envejecidas opiniones; tengamos menos amor propio; dése acceso a la verdad y a la introducción de las luces y de la ilustración: no se reprima la inocente libertad de pensar en asuntos del interés universal; no creamos que con ella se atacará jamás impunemente al mérito y la virtud, porque hablando por sí mismos en su favor y teniendo siempre por árbitro imparcial al pueblo, se reducirán a polvo los escritos de los que, indignamente, osasen atacarles. La verdad, como la virtud, tienen en sí mismas su más incontestable apología; a fuerza de discutirlas y ventilarlas aparecen en todo su esplendor y brillo: si se oponen restricciones al discurso, vegetará el espíritu como la materia; y el error, la mentira, la preocupación, el fanatismo y el embrutecimiento, harán la divisa de los pueblos, y causarán para siempre su abatimiento, su ruina y su miseria.

Publicado en la "Gaceta de Buenos Aires", del 21 de junio de 1810.

Hernán Andrés Kruse / Informador Público

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