EL AÑO DE LOS GUAPOS

OPINIÓN

De todas las actitudes generalizadas del ser humano occidental, hay una en particular que cada tanto, se analiza como novedad: el desprecio por el distinto

Por Nicolás Lucca

Se han escrito toneladas de libros sobre la temática. Algunos autores han marcado que el desprecio es válido, que el distinto debe ser disminuido a su mínima expresión, cuando no exterminado. Y se han talado bosques enteros para poder imprimir libros que tratan al fenómeno, pretenden denunciarlo o, directamente, intentan combatirlos. Como si fuera posible ir contra la naturaleza del ser humano como especie.

Probablemente, todo aquel que haya entrado a ver qué tenía para decir, ya se retiró tras ese párrafo, así que vamos a lo concreto: la Argentina se ha metido, nuevamente, en el concierto de las ideologías globales imperantes. Como siempre. Nunca hemos ido a trasmano ni siquiera en este nuevo milenio en el que todos paseábamos por ver cómo crecían hasta los países perdidos en el mapa mientras nosotros expandíamos nuestras villas miserias al extremo.

Los líderes del nuevo milenio se sintieron culpables por la crisis económica y, mientras salvaban a los responsables, llenaron el planeta de eslóganes de cambio, de integridad, de mancomunidad, de todos cantan tomados de la mano bajo el rayo de un sol siempre radiante. Nos hicieron a todos responsables y víctimas a la vez. Allí, el kirchnerismo no desentonó. Al menos no en lo discursivo: algo de plata para el que menos tiene, demasiada guita para el que la tiene toda, ideas enemigas poco identificables y malos con nombres y apellidos. La única idea generalizada fue la conservación del Poder a como dé lugar.

En medio, y gracias al surgimiento de las nuevas tecnologías de comunicación, el espíritu barrabrava copó la normalidad del trato cotidiano de forma desvergonzada. Un padre de familia, por lo general, sentía cierto pudor en manifestar sus peores pensamientos de manera soez delante de sus hijos. Ahora hasta se considera saludable que así sea, no vaya a ser cosa que los nenes se confundan, ¿vio?

En algún momento se naturalizó todo tanto que los buenos modales pasaron de moda de forma totalmente despectiva y generalizada. Si alguien manifiesta algo respecto de un buen modal, nos recuerdan que los peores hijos de puta de la historia tenían buenos modales. Como si eso quisiera decir algo, como si el único hilo rojo de los malos fueran los buenos modales. Qué se yo, Hitler amaba a los perros y pintar cuadros, dos pasiones que lo unían a Winston Spencer Churchill.

Aún en los momentos de mayor oscuridad de la humanidad, las pasiones frente al enemigo eran de victoria y, a veces, de aniquilamiento. Pero no se hablaba del enemigo como factor de unión, sino como factor de victoria. Lo de la unión frente al enemigo venía solita. De ahí que Umberto Eco, sobre el final de su vida, dijera que el gran problema que tenía en su país era que no existía un enemigo real y que deberían inventar uno, aunque fuera de mentira, para poder unirse todos y tener una razón de existir como sociedad. Con total sarcasmo, Eco proponía a los que “manejan los hilos de la sociedad en secreto”.

Y no falla nunca. Si no es el imperialismo colonial, que lo sea el imperialismo cultural, o la democracia liberal occidental, o Rothschild, o el sionismo, o lo que nos toque en suerte. La culpa siempre debe ser de otro, aunque muchas veces sí lo sea. Y nada mejor para que prenda una idea de este tipo que un contexto de conmoción o agotamiento del que se sale, como se sabe, con un buen liderazgo. Esto no es otra cosa que el natural depósito de todo en alguien que tenga la fuerza necesaria para llevar adelante la batalla por nosotros. Estamos agotados, andá vos, salvanos.

Este 2024 que se va ha tenido muchos condimentos para ser recordado. Pero yo quiero detenerme en uno puntual: ha sido el año de los guapos, en el sentido más básico que se le conoce: arriesgado, temerario e imprudente. Las medidas legislativas fueron adoptadas a lo guapo, las reformas desreguladoras fueron y son aplicadas a lo guapo, los recortes se hacen a lo guapo, los discursos se hacen a lo guapo. Y si el Presidente se comporta como un guapo, se habilita a que todos se comporten de la misma manera. Así es que todos nos movemos a lo guapo.

Amo la connotación de la palabra guapo y todas sus acepciones. De origen latino (vappo, uapo, guapo) tuvo su significado de pendenciero. Luego se tergiversó y pasó a implicar también una persona atractiva en sus actitudes. Con el tiempo perdió el costado de encantador ilusionista para quedar solo como sinónimo de bello. Pero nunca perdió su otra acepción de valiente, temerario e imprudente.

Creo que, ante la situación de debilidad institucional en la que asumió Milei –legislativa en total minoría– la única forma de comportarse era como el pibe nuevo que llega a un colegio y quiere evitar ser blanco de agresiones: actuar a lo guapo. El tema es con quién nos comportamos como guapos. No da igual si lo hacemos frente al que se lo merece o ante alguien que viene a querer charlar y no tiene una sola intención de iniciar un conflicto. Ahora, si a cualquiera le vamos a decir alguna barbaridad, no sé qué tan sólidos son los argumentos a defender.

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Todo depende de la época. Las publicaciones más intolerantes de la historia han sido posibles gracias a las leyes del mercado: había un público sediento de leer las confirmaciones a sus prejuicios preexistentes. Esto tira por el suelo cualquier estadística para los fans del dataísmo. Si fuera solo por ejemplares vendidos, por rating o por alcance, cualquier idea de ilustración se va al piso cuando vemos que, en 1860 y solo en Francia, se vendieron 60 mil ejemplares de un libro de 1.200 páginas. Es una locura para una época en la que la tasa de alfabetización no era la actual. El libro era La Francia Judía, de Édouard Drumont y, lejos de ser un ensayo, fue el primer panfleto antisemita publicado por una editorial. Tan grande fue su mercado que tuvo más de 200 reimpresiones.

A lo que voy es que se puede decir lo que uno encontró luego de analizar un montón de factores, contar una serie de vivencias propias, inventar historias para alimento de la imaginación del lector, o decir lo que el lector quiere leer. De pronto, tener un libro que justifica nuestros sentimientos, es como obtener un certificado de que no estamos equivocados, de que tenemos razón y de que somos superiores. Cambian los medios, varía el empaque, el método no tanto. El resultado, menos.

Es una constante desde que existen imprentas que abarataron los costos para que cualquier persona que se siente a pensar un poco pueda dar a conocer sus ideas. Luego del punto final de Estados Unidos sobre Japón en 1945, el planeta entró en una sensación de impotencia notable. El miedo a la destrucción total era la superironía del hombre, capaz de fabricar algo tan, pero tan grande que podía destruirlo todo, incluso al hombre. La impotencia frente a la superpotencia de las armas –y al detalle de que, de pronto, los malos también tenían ese poder– fue un hermoso bucle irónico que generó un pánico compartido. Y como toda carga, cuando se comparte, se aliviana.

Toda amenaza a la civilización a lo largo de la historia podría resumirse en un simple paso a paso: alguien creyó tener la verdad revelada superior, quiso imponerla, fue resistido y vencido. O tenía la aprobación general y perduró en el tiempo. La resistencia no siempre es del propio ser humano, que hay países que han desaparecido del mapa por el propio peso de lo que levantaron. O, si hilamos más finito para buscar algún nombre, podemos llegar a encontrar que los destinos de millones a veces se definen por la voluntad –buena o mala– de un puñadito tan pequeñito de personas que alcanzan los dedos de una mano para nombrarlos.

A lo que quiero ir es que, si estas cosas pasan a nivel titánico y universal, es lógico que también podamos verlo a menor escala hasta llegar a nuestro día a día. Mi idea es mejor que la tuya, no importa cuál sea la mía ni cual la tuya. Nuestras ideas se resumen en acciones y, aunque estas no reflejen otra idea que las propias acciones en sí, están perfectamente justificadas. ¿No ves que son mis acciones y yo sostengo las ideas que las justifican?

Ningún ser que dedique un poco de su tiempo a meditar sobre su vida puede coincidir en un 100% con la forma de ver el mundo del tipo que tiene al lado. Este individualismo genético del ser humano es insoportable y totalmente incompatible con nuestro instinto de supervivencia arrastrado de la época de las cavernas. O sea: nadie sobrevive en soledad en un mundo hostil. Y como es incompatible la individualidad con el gregarismo, es que sacrificamos la primera en pos de la segunda. Nadie quiere sentirse solo.

Sin embargo, hay veces en los que la aceptación no alcanza. La humillación se hace necesaria. Y nada mejor para eso que una buena guapeada.

En un año caracterizado por estas actitudes, guapo ha sido el despido de cada funcionario y más guapo ha sido el escrache posterior. A lo guapo contra los propios, a lo guapo contra los que ayudaron y a lo guapísimo contra las caras visibles de lo que uno decide que esté enfrente. A lo guapo con los que votaron, con los que acompañaron y con cualquiera que quiera correrse medio centímetro. Quizá de tanto hablar de Gramsci se nos metió Foucault también en el combo y ahora recordamos que el Poder es Disciplinar.

Y se disciplina a lo guapo. Pero guapo a lo barrabrava argentino, de escatología coprofílica, heterosexualidad cuestionable y consentimiento dudoso: todos meados, todos cagados, todos cogidos, todos virgos, todos con el culo roto. ¿Puto? Sólo usted que recibe, que acá el que da es bien machito, heterosexual, occidental y cristiano. Demasiada sexualidad contra natura para estos tiempos de debates conservadores.

Conservadores sin hijos o con cinco divorcios encima que señalan qué está bien hacer y qué no, progres con una visión romántica de un mundo en el que los opresores capitalistas son todos menos ellos que con cada par de medias comprado en la calle se sienten San Francisco pasando la tarde en un leprosario. Todos corriendo detrás del sesgo de confirmación amplificado por las tecnologías de la información. Nadie aprende nada nuevo, tan solo creemos o descreemos las noticias en base a lo que creíamos antes.

Todos guapos. La prepotencia nunca molesta cuando es propia. Y a mí no me preocupan tanto los prepotentes como aquellos que saben que lo son y sienten placer en serlo.

Se viene un año electoral y mucho se habla sobre qué debería hacer el oficialismo, sus aliados y sus opositores. Cuanto más se comenta de negociaciones con el kirchnerismo, más se le pega públicamente al PRO. El debate interno del PRO sobre qué hacer, si una alianza o ir por su propia cuenta, es algo que apasiona a los que observan. De afuera, que nadie quisiera estar en el lugar de esa toma de decisión. La magia política tradicional indicaría que, en un juego de anulaciones, el PRO podría ir en listas conjuntas con el oficialismo y luego comérselos desde dentro. La historia política demuestra que, si ese fuera el plan, el tiempo para hacerlo es muy breve e imprevisible el resultado.

Porque con los guapos no se negocia. No porque no se quiera, sino porque no se puede. El guapo guapea y no puede escapar a su naturaleza. Puede estar aplacado por un rato, ese lapsus en el que se negocia, pero ese instante no dura para siempre.

En cuanto a nosotros, queda asimilar el precio a pagar por el cambio de época. Mucho he recordado en este mismo espacio sobre todo lo que pasaba en la Argentina mientras Menem modernizaba nuestros consumos y servicios. Fue un precio que no nos molestó pagar con tal de olvidar el terror de no saber qué poner en la mesa para comer. Un precio justo por silenciar ese enorme ruido que nos dejó casi sordos. Pero Menem, animal político como nadie, terminó por arruinar los intereses de su partido gracias a una máxima que sobrevive en la democracia occidental: nadie quiere cambiar de rumbo cuando todo parece ir bien.

Para 1951, los laboristas británicos habían llevado adelante una reforma económica y social sin precedentes en la historia de su país y construyeron un sistema que nadie, absolutamente nadie en su sano juicio quería modificar. Y sin embargo, las elecciones de ese año las ganaron los conservadores. ¿Qué prometieron? No modificar las reformas de los laboristas. El resto de la campaña se hizo sola, si el electorado prefería una forma de hacer política más tradicional.

En 1999, Fernando De La Rúa dejó en claro que no pretendía modificar el sistema económico y centró su campaña en otros temas. Ganó caminando. El final precipitado de su mandato es para otro análisis. Lo que digo es que, si la sociedad pretende un cambio, cualquiera que se sume a su conservación y prometa algo diferente sin cambiar la matriz, puede hacer estragos. Después de todo, pasado el hartazgo por la tradición política, todos comienzan a extrañar y se ponen quisquillosos con esas boludeces burguesas como la transparencia, la honestidad y el respeto.

No se puede ser disruptivo por siempre. Por definición, básica y elemental: si lo disruptivo continúa en el tiempo, se hace norma. Y por ser normal deja de ser disruptivo. Bill Clinton fue disruptivo y luego statu-quo, Obama fue disruptivo a un nivel tan difícil de dimensionar como un negro en la Casa Blanca. Y, luego, tan solo la normalidad. Y eso que sigue siendo negro.

Si hay algo que este cuarto de siglo del nuevo milenio nos ha dejado como mayor enseñanza es que la vieja política ha quedado falta de reacción, improvisada, corriendo atrás de paradigmas que no entiende pero con los recursos de siempre. Técnicas modernas con manuales del siglo XX para problemas del siglo XXI. El paradigma de la deliberación y el cálculo político queda lento, demasiado lento frente a la velocidad de lo nuevo. Y será cada vez más rápido.

Nadie puede ir a la velocidad del que ha enarbolado la bandera de ser siempre el centro de la conversación pública. Y Milei la sostiene como el mejor de los políticos, mal que le pese en su discurso de odiar a la política. Es más, por momentos pareciera asomar ese fantasma que ataca el cuerpo de cualquiera que se acerca al Poder y logra apoderarse, como una posesión que ni San Benito en persona puede exorcizar. Es cuando aparecen las raspadas del fuego amigo a los aliados con mejor imagen. O cuando se intenta hacer crecer la figura de funcionarios con portación de apellido. O cuando los cambios disruptivos consisten en volver a la normalidad y, tras ello, notamos que con un cambio de comando alcanzaba para que el Poder entendiera que estábamos cansados.

La guapeada sirvió para que la fórmula presidencial que perdió en primera vuelta se sumara al gabinete presidencial en primera línea y se alejaran del discurso moderado para poder dar rienda suelta al poder de adaptación más político que se pueda observar. La guapeada no reconoce cuestiones de aritméticas y, cuando conviene, el discurso es “esto es lo que votó la gente” y, cuando es preferible otra cosa, esa supremacía pasa a un segundo plano, por debajo del alineamiento con el Líder. Así, la guapeada contra la vicepresidente habilita a que la candidata que perdió también pueda boludearla.

La guapeada puede permitir que la economía vaya sobre rieles gracias a la conducción de un funcionario económico de un gobierno al que se acusó de fracasar en lo económico. La guapeada, incluso, habilita a que el Presidente pueda ser el faro moral del cambio a pesar de haberse manifestado en contra de las políticas económicas de ése gobierno. Y no es que lo hizo con una carta abierta, una columna de opinión o en una entrevista: se manifestó en el sentido más amplio de la palabra, tan amplio que estaba en la movilización de los Moyano. ¿Cómo es que antes no y ahora sí? El análisis primario puede decir que es gracias a la conducción del Presidente que, a lo guapo, no tiene que rendirle cuentas a Carrió o a la UCR, ni mucho menos a un kirchnerismo todavía poderoso en ambas cámaras.

En el año electivo que se asoma veremos una campaña electoral que aún no sabemos para dónde irá, pero que promete un recambio legislativo abrumador. Sin embargo, ni con el mejor de los resultados el oficialismo podrá contar con mayorías propias. Ahí, contrariamente a lo que se pueda suponer, se hace más difícil la negociación. Son las leyes del mercado: ¿cuánto estás dispuesto a ceder por el voto de los pocos legisladores que estarían dispuestos a dártelo bajo determinadas circunstancias? Quizá también se resuelva a lo guapo y ya no sea necesaria ninguna negociación porque tampoco importará que los decretos se judicialicen.

Todo ocurrió en el año de los guapos, este período en el que se convalidó y finalmente se le dio el status monárquico a nuestra mayor pasión: la agresión, derecho humano argentino más supremo que nuestra Constitución, esa lista de sugerencias que tanto entorpece el crecimiento de la Argentina desde tiempos ancestrales.

Soy de los que creen que nadie enteramente sano sostiene el 100% de su frontalidad en todos los aspectos de su vida. Todos usamos el traje necesario dependiendo del lugar al que vamos y así lo aprendimos desde que nos enseñaron a no tutear a desconocidos y a no decir malas palabras frente a extraños y mucho menos si hay niños que puedan escuchar.

Yo no soy esto que leen, por poner un ejemplo. En mi día a día casi ni hablo, prefiero escuchar, trato de pasar desapercibido, no reacciono ni cuando me roban impunemente párrafos enteros, títulos o ideas. Si fuera por mí, no salgo de mi casa ni para ver si llueve. Nunca estoy seguro de lo que escribo, mucho menos de lo que pienso porque dudo hasta de la veracidad de mi propia existencia y de todo lo que me rodea. Es por eso que creo que ser guapo no es una forma de vida, sino un traje más.

Y a veces desaparece lo que queda de mi idealismo y siento que está bien la guapeada, que este país solo puede ser gobernado a lo macho, con una división clara entre buenos muy buenos y malos bien malos. El diálogo y el consenso se nos hace de garcas o de cagones, sin importar las circunstancias ni los contextos.

El problema de la guapeada es que, cuando el resultado es positivo para nuestros intereses, cuesta sostenerla en el tiempo. Los más grandes guapos de la historia han sido derrotados por personas muy pacientes. Lo sabe cualquiera que haya visto algo de historia. Incluso lo saben los que leyeron a Gramsci. Me generaría intriga si no fuera porque aquí vivo.

P.D: Deseo que la templanza inunde nuestros corazones y que tengamos paciencia. De paso les tiro una vieja tradición supersticiosa: en el primer día del año hagan todo lo que quieran repetir durante el año y eviten todo aquello que no quieran que les ocurra. Vale también para los cumpleaños. Y dinero, que es lo que importa. La salud va y viene.

P.D II: Feliz año nuevo a todos, incluso a los que joden, aunque sea un deseo meramente egoísta. Porque si son felices rompen menos las bolas. Los quiero.

(Relato del PRESENTE)




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