ADMITIR TARDE LO QUE TE ADVERTÍA TU INSTINTO

OPINIÓN

La autodestrucción es provocativa. Transgresora. Es, de cierta manera, erótica

Por Carlos Mira

Algunas personas se ponen bolsas de nylon en la cabeza para desafiar el éxtasis. Otras coquetean con su propia quiebra para estimular su placer.

Otras explotan esas debilidades de la mente. O tal vez no la debilidad sino el temor a quedar como alguien que no se anima por temor. La explotación por terceros del temor a no quedar como un tonto es una de las más grandes industrias de la humanidad.

En el colegio todos querían hacerse amigo del canchero de la división y no del mejor de la clase. El mejor promedio era el “nerd”; el canchero era el “piola”.

El temor a no pasar por un “quedado”, por alguien que se “asusta”, lleva, muchas veces, a que cierta gente haga cosas a las que su propio instinto se niega.

A caballo de esos temores se montan sujetos de toda laya: vivos, aprovechadores, oportunistas, mala gente… y los que tienen un plan.

Occidente ha tenido un problema sostenido con la figura del “canchero”. Y la Argentina ni les cuento. Quizás no haya país en el mundo en donde esté más desarrollado ese miedo a “quedar como un boludo”.

Apoyada en la libertad de expresión de la democracia, se ha conformado una tendencia a la transgresión que, de última, provocará la muerte de Occidente, tal como moriría aquel que, por temor a no quedar como un cobarde, se va de rosca y acepta que le pongan una bolsa de nylon en la cabeza para demostrar que no tiene miedo a quedar al filo del abismo.

Occidente está en el filo del abismo. En esa urgencia han aparecido “cowboys” que pretenden enlazar a la humanidad de una vez y rescatarla a como de lugar de una caída segura.

Los tildan de “fachos conservadores”. A algunos de ellos directamente los llaman “gangsters”.

La izquierda mundial -que persiguió la muerte de Occidente por envidia y por complejo de inferioridad- encontró en el islamismo, el feminismo y el multiculturalismo unos socios impensados que hoy colaboran mutuamente en la persecución del mismo objetivo.

Es hasta conmovedoramente gracioso porque si Occidente muriera a manos del Islam, los otros socios de su lucha (el feminismo, el multiculturalismo, el comunismo, el lgbtismo) morirían decapitados el mismo día de la victoria.

Pero volvamos a la aparición de los “cowboys” que en un imaginario rodeo quieren enlazar a la humanidad para evitar que caiga por el barranco.

Es notable la reacción que hay frente a ellos: muchos de los eventuales rescatados son sus más fervientes críticos.

Trump ha prohibido el ingreso de musulmanes hasta que “we know what the hell is going on”. Reacción: Trump es un facho impresentable.

O sea lo que está mal es confesar el temor por lo que cierta gente pueda hacer. Eso es ser un “cobarde” que no se anima a aceptar la multiculturalidad.

De nada vale que los Trump de la vida digan “ya tuvimos suficientes muestras de lo que pasa, es hora de detener esto ya”.

Al minuto siguiente aparecerán los “sensibles” y también los que, paradójicamente, levanten las banderas de la libertad.

Estoy convencido de que el mayor triunfo de la izquierda ha sido en el campo de las palabras, en el costado semántico de la vida.

La izquierda ha logrado convencer a medio mundo de que los fascistas son los antifascistas y de que los fascistas son antifascistas. La red “Antifa” es el ejemplo más acabado de esa victoria.

Luego está el movimiento de idiotas útiles más grande de la historia -el wokismo- que logró imponer desde las políticas “DEI” hasta hacer cambiar a Disney la temática de la atracción Splash Mountain en Walt Disney World, por temor a no quedar como un “defensor de las tradiciones propias del país”, una especie de pecado mortal para el multiculturalismo.

Pero lo cierto es que lo primero que no aceptan los “multiculturales” es su propia adaptación (o, aunque sea su tolerancia) a la cultura que los recibe.

La pavura que Occidente ha desarrollado hacia la figura del “señorita, señorita, él me pegó” es de tal magnitud que parecería que es mejor sentirse atraído por esa valentía de cartón antes que por el cowboy que intenta su último rodeo para salvarlo.

Como una aplicación local de los mismos principios, a partir de cierto momento del siglo XX comenzaron a desarrollarse en la Argentina teorías de laxitud hacia el delito bajo apercibimiento de que, si te oponías a ellas, eras un facho asqueroso, un “botón” que gritaba “señorita, señorita: me pegó”.

Bajo ese paraguas no tardó en darse vuelta como una media los mismísimos conceptos de “víctima” y “victimario”: a partir de allí la sociedad occidental pasó a ser considerada la verdadera victimaria de un conjunto social de víctimas del trato injusto, de la falta de posibilidades y de la desigualdad.

Esa fuerza pujó tanto por arrinconar lo que siempre estuvo bien, que la sociedad terminó por desarrollar un fuerte sentido de vergüenza que la llevó a tomar decisiones basadas en una culpa inexistente pero que alguien se había encargado de endilgarle con toda intención.

Este cóctel de pinzas envolventes, tanto en lo nacional como en lo internacional, conformó la realidad que hoy vive la concepción que defiende la libertad de expresión, el derecho de propiedad y la tolerancia al tolerante.

Esta última idea -la tolerancia con el tolerante- está en el centro de toda la confusión.

Nadie dijo que, en aras de la democracia, se debía ser tolerante con el intolerante. Tampoco nadie dijo que debería haber libertad para acabar con la libertad.

La puesta en duda de esas simplezas ocasionó un verdadero caos en el centro de la concepción que salvó a la humanidad del oscurantismo, la miseria y la muerte.

Los partidarios de todo eso (del oscurantismo, de la miseria y de la muerte -siempre en provecho propio o de una causa supra individual como el islam) encontraron en la debilidad occidental para diferenciar “tolerancia” de “tolerancia con el tolerante” y para distinguir entre “libertad de expresión” y “relativismo”, la veta perfecta para colar el germen de la autodestrucción de Occidente como expresión cultural.

En una viralización extrema del principio leninista “los capitalistas nos venderán la soga con la que vamos a colgarlos”, Occidente comenzó una severa metralleta contra sus propios pies.

Alguna “intelligentsia” encontró en el romanticismo intelectual una herramienta fenomenal para cautivar idiotas. Dársela de intelectual superado es algo que a muchos les encanta. Ese virus “Beatriz Sarlo” resultó ser muy irresistible para muchos.

En general inútiles para cualquier tarea práctica, esta “raza” se ha encaramado en los principales lugares de los medios de comunicación a fuerza de que su postura “queda bien” “es cool y refinada” y cualquiera que intente oponérseles con frutos del sentido común es señalado como una bestia poco sofisticada, sin capacidad de leer entre líneas.

A fuerza de estas estupideces mucha gente creyó realmente que estos análisis selectos eran la verdad verdadera y que lo que ellos veían con claridad era en realidad una falsedad provocada por su escaso vuelo intelectual.

El “parla come ti ha fatto mamma”, -sinónimo lunfardo del “dejá de hacerte el sofisticado y al vino decile vino y al pan decile pan”- pasó a ser considerado un sinónimo de incapacidad para hacer análisis más profundos, cuando, en realidad, no hay que hacerse el profundo para llamar “vino” al vino y “pan” al pan. La gente fue convencida de sentir culpa por ser simple.

Lo que ocurrió aquí es que, detrás de la sofisticación, venía escondido el plan para esmerilar las convicciones más sencillas de la vida diaria como las categorías de “víctima”, “delincuente” “correcto” “incorrecto”, “bien”, “mal”, etcétera.

Este relativismo (disfrazado de “tolerancia” ) confundió la idea de “tolerancia con el tolerante” con “tolerancia con todo el mundo”.

De la mano de ese disparate, Europa, por ejemplo, fue invadida por una cultura que va camino de desaparecerla y, aun hoy, los que que intentan pegar un último manotazo salvador parecería que tienen que cuidarse de lo que dicen, de cómo lo dicen y de lo que hacen y cómo lo hacen.

En América Latina sucede lo mismo. No con el Islam (gracias a Dios, por ahora) pero si con la delincuencia.

Fíjense lo que ocurre con Nayib Bukele, por ejemplo. En lugar de respaldar a quien salvó al país de las maras, el intelectualismo romántico lo llama “gangster”: ¡Claro! ¡Es más sofisticado intentar una sesuda explicación que justifique cómo un conjunto de animales se dedica a violar y a asesinar todo aquello que se mueve, antes que aplaudir a quien los mete a todos presos!

Polonia acaba de declarar ilegal al partido comunista por considerarlo no otra cosa más que una fachada política de delincuentes comunes. ¡Si tan solo el mundo libre, desprendiéndose de los bien hablantes intelectuales románticos, hubiera hecho eso hace 80 años cuántas muertes se habrían evitado!

Los cowboys del rodeo no son personas simpáticas. En general los que llegan para resolver un desaguisado que hubiera podido ser evitado si el mundo hubiera seguido hablando “come ti ha fatto mamma”, no son simpáticos.

Pero si el lazo que lancen desde sus potros no es preciso para enlazarnos a todos y sacarnos del camino en el que nos pusimos solitos por miedo al “qué dirán”, la vida tal como la conocimos está destinada a desaparecer.

The Post




Comentarios